La Memoria de los Sueños

lunes, octubre 22, 2007

El lamento de Hurin

Otra canción para la STE, esta vez sobre la versión en piano y guitarra del Hurt hecha por Johnny Cash sobre original de NIN

He despertado hoy
sentado a los pies
de un enemigo atroz
que anhela mi saber.

Pregunta por Turgon
quien su enemigo es
y que fue mi salvador
y hoy le debo proteger.

Nunca a mi señor
traicionaré.
Escúchame, Morgoth.
Yo te resistiré.

Puedes quebrar mi voz,
puedes atar mis pies,
puedes darme dolor,
y yo, sonreiré.

Sentado bajo el sol
puedo el mundo ver,
contemplar mi maldición
la de un destino cruel.

Y ahora sé con temor
que no regresaré.
Ni a mi corazón,
ni a Turin ya veré.

Morwen, mi amor
escápate.
Olvida el dolor,
corre, ve, sálvate.

Si pierdo la razón,
si dejo de ser fiel,
si me vence Morgoth,
Túrin, tú véngame.

Y vive sin temor,
pues fuerte debes ser.
Demuestra tu valor
para mi hado vencer.

miércoles, mayo 23, 2007

Relato de cartas del tarot

Segundo relato del taller de escritura creativa, esta vez creado a partir de algunas cartas del tarot. Sin título.


La luz menguaba a medida que pasaba la tarde, y con ella también menguaba el trabajo pendiente. Sentada junto a Matilde en la vieja banqueta del patio, Adriana aclaraba los últimos vasos sucios de la hora de la comida.

- ¡Ay! Mi espalda... – se quejó Matilde.

- Deberías cuidarte más, tía. Ya no tienes edad para lavar los platos de la taberna.

- Puede ser, pero... ¿Quién lo hará, si no lo hago yo? – respondió con voz cansada.

- Yo puedo hacerlo, tía.

- Adriana... – empezó ella, adoptando de nuevo aquella pose maternalista que tanto gustaba vestir en aquellos últimos meses -. Adriana, tú aún eres joven y bonita. Deberías cazar a un buen marido mientras te dure.

Aquel comentario no le gustó a Adriana. Sí, era cierto, a su edad la mayoría de las chicas del pueblo ya estaban casadas, y sin embargo ella no podía permitírselo. Aún no. Sus tíos empezaban a estar mayoresm y con sus primos en la guerra, era necesario que alguien ayudara en la taberna. Y a fin de cuentas, ella les debía tanto... De no ser por tía Matilde, Adriana habría sido una huérfana más en aquel largo conflicto que ya duraba más de lo que nadie recordaba. ¿Qué importancia tenía su vida, entonces, en un mundo en que cualquier día podrían llevarse a su joven marido al frente?

Le había pasado a Julia y a Ana. Y Antonia se había casado con un hombre demasiado mayor para ir a la guerra, pero desde que tuvo su segundo hijo sólo se quejaba de lo amargos que eran sus días. “Siempre acaba borracho – le había dicho -, y ya no me importa que me pegue a mi. Pero a la niña... No lo soporto. ¡No lo soporto! Algún día Nuestro Señor sabe que haré una desgracia si esto sigue así.”

No. Adriana había asumido la firme convicción de esperar. Esperar al final de la guerra, que muchos daban como cercano desde hacía tiempo, pero que nunca acababa de llegar. Sólo entonces podría encontrar a un buen marido, y tener una buena vida, cuando sus primos volviesen del ejército y tía Matilde tuviese cuatro manos para ayudarle a llevar la taberna.

Los caballeros entraron empapados del polvo del camino. Uno de ellos tenía la capa rasgada y manchada de sangre, y otro tenía un vendaje limpio tapándole el lado derecho del rostro.

- Así que este es el sitio que dijo Teo – bramó un tercero, grande como un toro, ancho de espaldas como un roble.

Adriana no pudo sino acercarse a ellos para ofrecerles mesa, pero al oir el nombre de su primo de labios del toro, no pudo evitar preguntar.

- ¿Conocéis a Teodoro?

- Claro que sí – afirmó el toro -. Fue él quien nos habló de este lugar. ¿Dónde está su madre? Traemos una carta para ella.

El enorme caballero portaba un escudo bordado en su sobrevesta con un extraño pájaro de alas desplegadas, negro sobre un fondo de hilo dorado. Fue en ese instante, al fijarse en el blasón, que Adriana sintió una punzada de nervios. Acababa de descubrir ante quién se hallaba.

- Vos sóis... ¿Sóis el Toro de Cabo Nuevo?

- Sí, niña – dijo el hombre poco impresionado -. Y ahora, haz el favor de llamar a la señora de la casa. Y de paso tráenos vino mientras nos instalamos.

Adriana asintió con una forzada reverencia y un “Sí, mi señor” tan flojo que a buen seguro el hijo pequeño del conde de Cabo Nuevo no habría alcanzado a oír. Se apresuró hacia la cocina donde encontró a Matilde pelando de plumas una de las gallinas del corral, y nerviosa por la emoción casi se quedó sin habla.

- ¡Matilde! Ma... Matilde... – tartamudeó -. El hijo... El toro... Está aquí. ¡Está aquí!

Matilde apartó el ave sobre una mesa, junto a algunas cebollas que Adriana había pelado un rato antes, y cogiendo a Adriana por los brazos la agitó un poco para calmarla.

- Tranquilízate, Adriana. ¿Qué sucede?

- El... El hijo del conde de Cabo Nuevo está aquí – respondió serenándose un poco -. ¡El toro de Cabo Nuevo! Y dice que trae una carta de Teo.

Matilde se agitó nerviosa por un instante.

- Teo... Mi hijo, ¿está bien?

- No... Sí... No lo sé, supongo que sí – le respondió confundida -. Han pedido vino. Y verte.

- ¡Pues vamos, no te quedes ahí pasmada! Coge una jarra y llénala de la bota del fondo. Nada del vino rancio de las comidads. Voy a ver.

Matilde se apresuró hacia la puerta de la cocina, dejando a Adriana con la jara de vino vacía entre las manos. Para cuando llegó al comedor, Matilde estaba junto ea uno de los caballeros, que leía la carta de Teo.

“... y creo que para Navidades todo habrá acabado al fin, y podré volver a casa” – oyó Adriana mientras servía seis copas y las llenaba de la jarra -. “Espero que Adriana, papá y tú estéis bien. Teo.”

Matilde lloraba emocionada, y el joven caballero lector se limitó a sonreir.

- Gracias, gracias – le dijo Matilde -. Gracias por traerme nuevas de Teo, señor caballero.

- No hay de qué – le respondió éste -. Teo es un buen amigo, y además nos dijo que su cerdo asado es particularmente bueno. Creo que con una buena cena nos hará más que contentos.

- ¡Por supuesto! – exclamó exultante Matilde -. Aunque el asado para tanta gente llevará rato de preparar. Con la guerra, pocos pueden permitirse la carne de cerdo estos días.

- El dinero no será problema – asintió el caballero.

- Adriana – dijo Matilde -, quédate con estos señores por si necesitan cualquier cosa. Yo tengo trabajo en la cocina.

Adriana asintió, y rápidamente vio que haría falta más vino. Cuando regresó, los seis caballeros estaban de pie alrededor de la mesa, sus copas alzadas, y el Toro de Cabo Nuevo finalizaba el brindis.

- ...por nuestra Emperatriz, por los ciudadanos del reino, y sobretodo por los amigos ausentes.

- ¡Por ellos! – respondieron al unísono la cohorte de caballeros.

Y chocaron sus copas con tanta fuerza que Adriana temió que las rompieran. Pero no lo hicieron, y bebieron, y Adriana se apresuró a llenarlos de nuevo.

- Tú eres Adriana, ¿no? – preguntó el joven caballero que había leído la carta a Matilde -. La prima de Teo, ¿verdad?

- S... Sí – respondió ella con voz ahogada, tímida.

¿Cómo era posible que un caballero del reino la conociese?

- Tu primo me ha hablado de ti. ¿Es cierto lo que dice, que tienes la voz de un ángel?

Algunos de los compañeros cercanos del joven caballero se rieron, pero Adriana sólo sintió cómo la sangre se le subía al rostro.

- La has hecho sonrojar, don Juán – espetó el de la capa rasgada.

- No... No lo sé, señor caballero – fue lo único que pudo decir ella.

Y salió corriendo hacia la cocina, mientras el joven caballero se quedaba perplejo y los demás se reían a carcajadas. Adriana cerró la puerta de la cocina con su corazón bombeando a toda prisa, y Matilde la miró de arriba abajo sorprendida.

- ¿Qué haces aquí? – la reprochó su tía -. ¡Estás toda roja!

- Yo...

- Vaya, ¿ya se te han insinuado? – dijo Matilde dándose cuenta de lo que había sucedido.

- ¿Insinuado?

- Cuánto mundo te queda por ver, mi niña. ¡Ve con cuidado, o esta noche alguno de esos caballeros calentará contigo su regazo!

miércoles, marzo 21, 2007

Taller d'escriptura creativa - Sessió 1: Llistats

Seguint l'estil creat per Sei Shonagon en "El llibre del coixí", i prenent títols de llistats d'aquesta narració japonesa del segle X, imitem l'estil de la cortesana per a crear llistats propis. Aquest n'és el resultat...


Coses que desperten un dolç record del passat

L’àlbum de fotografies d’un cap de setmana entre amics.

L’olor del teu plat favorit, el que solia fer-te la teva mare.

El campanar de l’esglèsia del poble dels avis.

Uns nens jugant junts al pati.

Un perfum malhauradament oblidat.

La lluna plena.

Coses que no s’avenen

Un gos bordant un gat atrapat dalt d’un arbre.

La neu sota el sol del migdia.

Un matrimoni passeja per un parc. Inadvertidament, veuen la seva filla amorosa amb un xicot. El pare posa mala cara i la dona li atura les passes. Marxen cap a casa. L’esperaran.

La llet i la llimona, menys per fer mató.

El silenci de la matinada trinxat pel soroll d’una moto sense silenciador.

El café i la sal.

Coses que tenen noms espantosos

L’espant que fa saltar el cor.

La por que el fa tremolar.

La soledat que el glaça.

La foscor que el segueix.

Els crits que ressonen al fons. La desesperació. El terror.

D’un accidentat que viu entre les restes del seu cotxe la lenta agonia d’una mort que ell mateix ja li ha dut a aquells que estima.

Coses que la gent ignora molt sovint

Una furgoneta anant a cent vint per una carretera local.

El nom del metge que els va dur al món.

A una dona li prenen la bossa en un restaurant. Quan se n’adona, no pensa en res més que en la càmera de fotografiar que hi tenia i que tants diners li havia costat. No recorda que a la bossa hi té l’adreça i les claus de casa.

El número de teléfon d’un amic.

Un jove enamoradís no és correspost. A pesar dels consells dels seus amics, ell conserva esperances.

Arbres

Un vell roure de branques tortes i cargolades entronat a la vora del camí de la font.

Un bosc d’avets negres nevat a l’ombra de gegants de roca.

L’oliveera a la què puja un nen sense que ho sàpiga sa mare.

L’eucaliptus cremat en un gran incendi australià.

Els nusos a la fusta d’una vella cadira d’antioquari, que cels tan diferents albiraren fa segles.

La morera que la tempesta i el vent han arrencat i llençat sobre la carretera.

Coses sense contingut

Una ampolla buida.

El vell pou assecat.

El nínxol obert de l’home que va morir anit i que enterraran aquesta tarda.

El full en blanc d’un escrepitor sense idees.

Una closca de cargol enblanquida.

Un grup de gent reunida en una casa. Estan tancats. Mil·lions de persones els miren a través de càmeres de televisió que hi ha instal·lades als racons de la casa.

jueves, enero 25, 2007

El persa y la griega

En la partida "Código de Honor" que juego en Inforol, mi personaje - un espartano pre-batalla de las Termópilas - compuso esta canción: el persa. La canción está basada en "El oso y la doncella", de Alejo Cuervo y musicada por Eleder de la STE. Esta canción es una versión "completa" creada a partir de la parcial que aparece en Tormenta de Espadas, tercer libro de la saga Canción de Hielo y Fuego, y me pareció apropiada para una letra de mofa espartana contra sus eternos enemigos persas. La canción original puede conseguirse aquí, tanto su letra como su mp3.

Sin más, os dejo con la canción compuesta por Anaxarcos.

El persa y la griega

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Era feo, era enorme, ¡y de apariencia perversa!
¡Ven!, pedían los griegos. ¡Ven a batalla, persa!
¿A batalla?, dijo él. Si yo sólo soy un persa.
Feo, enorme, y de apariencia perversa.

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Por los caminos andaba, siempre tras su emperador,
con su lanza y una cabra, aquel persa que apestaba,
temblaba dando vueltas, todo el camino a batalla.
¡Batalla, batalla, batalla que es su maldición!

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Qué dulce que era ella, tan pura y tan bella,
la de miel en el cabello, una griega, una griega.
Olió su aroma en el aire. ¡Era el persa! ¡Era el persa!
Feo, enorme, y de apariencia perversa.

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Olió su aroma en el aire, parecido a la miel,
y soltó un gruñido feroz, amargo como la hiel.
La griega, la griega, no quiso ni ver a aquel persa
odioso, tiñoso, roñoso y de mente perversa.

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Y se acercó a ella. ¡Alto y feo era el persa!
Y olía a cabra, ¡del que con cabras se acuesta!
Feo, enorme, y de apariencia perversa.

Ella lloraba y gritaba, hasta perder el resuello,
con las uñas arañaba... ¡Su cabello! ¡Su cabello!
Y el persa gritó, ¡calvo y lleno de lamentos!

Había un persa, un persa, ¡un persa!

Y llegó un espartano, que también iba a la batalla.
¡Espartano!, clamó ella. ¡Ven aquí, sin tardanza!
Y marchando como el viento, clavólele su lanza.
¡Quedose con la bella, y siguió hacia la batalla!

Había un persa, un persa, ¡un persa!
Había un persa, un persa, ¡un persa!

jueves, diciembre 14, 2006

El país de la Puerta Negra

Letras: Rittmann (7/12/06)
Música: El jardín de la duermevela (Nacho Vegas, Cajas de música difíciles de parar)

Esta noche vuelvo a sentir el dolor,
de un cuchillo de Morgul clavado en mí.
Y ante mi, yace esta tierra
envuelta en sombras que no han visto la luz
de las estrellas.
Es el país,
el país de la Puerta Negra.
Es el país donde el Ojo acecha.

El anillo es ahora una obsesión,
cada nervio se estremece en mi interior
al sentir su amargo peso en mi garganta
y su cálida voz susurra muy dentro de mí:
-Ven, llévame,
llévame ante la Torre Negra.
Ven, llévame donde mi Amo espera.-


¿No lo veis? Me ofrece la rendición
de una dulce muerte.
¿No comprendéis que yo ya no soy yo
cuando el Anillo entra en mi sangre y me pone a morir?
Buscadme allí,
en el país de la Puerta Negra.

El viejo Gándalf nos contaba
antes de caer en el Abismo,
que un mal día lo encontraron
envuelto entre tinieblas y entre enigmas sin fin.
Y ahora el mundo estalla en guerra,
su esperanza es mi camino.
Y sólo Sam sigue mi estela.
Sam perdóname,
por traerte a esta tierra enferma,
por desprenderte de tu inocencia.

¿No lo veis? Que no hay otra solución
que arrojarlo al fuego.
¿No comprendéis, que ese debo ser yo?
Enfrentados al Destino donde debemos morir.
En el país,
el país de la Puerta Negra.

En el país donde el aire quema
(en el jardín donde el alma sueña),
en el país donde el Ojo acecha
(en el jardín donde el cuerpo enferma),
en el país del que no regresas.

martes, noviembre 21, 2006

El descenso de Enkidu al Inframundo

Se dice que en tiempos de antaño, crecía junto al Éufrates un sauce de gran belleza. Sus ramas caían amablemente sobre la tierra, pero su tronco aún era delgado y esbelto. En aquella ribera, el viento del sur azotaba su copa, y las riadas amenazaban su tronco.La diosa Inanna lo vio, y quedó prendada del árbol, de modo que lo tomó entre sus manos y lo llevó a los jardines de Uruk, la ciudad donde se le rendía mayor culto en la tierra entre ríos.

Allí dejó el árbol, y decidió que lo dejaría crecer para un día hacerse una cama y una silla con su madera. Y pasaron los años, y la diosa abandonó la tierra hasta que regresó para cortar el árbol ya crecido. Pero para su desconsuelo, descubrió que una serpiente había cavado su guarida a los pies del sauce. El réptil, traicionero y frío, era inmune a los encantos y a las palabras amables de la diosa, y no se marchaba del lugar. Luego, la diosa miró la copa del árbol, y allí encontró al pájaro Zu, aquel que traía malos presagios y destinos funestos, anidado entre las ramas del sauce junto a su progenie. Y para añadir desdicha, en el tronco del árbol la dama Lilith, señora de la Desolación, había tallado su casa.

Inanna, dama perenne, se sintió muy desgraciada, y se quedó llorando en los jardines de Uruk al no poder hacerse con aquel árbol que ella misma había plantado allí. Siempre alegre y de corazón ligero, sus lágrimas llamaron la atención de su hermano Utu, el dios sol. Utu acababa de levantarse sobre el horizonte, y viendo en aquel desconsuelo a Inanna, le preguntó qué le había sucedido. La diosa, pues, le respondió con las desdichas que habían caído sobre su sauce.

Entonces Gilgamesh, rey de Uruk, también oyó a la diosa llorando en los jardines de su ciudad. Se acercó a ella, y caballerosamente se ofreció a prestarle su ayuda. Con un hacha, dio muerte a la serpiente. El pájaro Zu, oyendo el ruido de la contienda, se asustó y junto a su progenie alzó el vuelo para abandonar el sauce de Inanna. Y Lilith, viendo a Gilgamesh, salió a toda prisa de su casa para regresar a las tierras baldías donde solía morar. Así fue como los hombres que acompañaban al rey pudieron cortar al fin el sauce de Inanna. Los hombres de Uruk presentaron el tronco a la diosa con reverencia, pero ella no se hizo ni la cama ni la silla. En lugar de eso, con las raices se hizo un cetro, y con la copa hizo una corona, regalándo ambos objetos al rey Gilgamesh por su acto de galantería.

Inanna partió a los Cielos, y Gilgamesh entonces Gilgamesh gobernó Uruk como su rey. Pero tiempo después, mientras dormía una noche, oyó los gritos de unas jóvenesy el rey se sobresaltó tanto que en el momento de coger el cetro y la corona, se le escurrieron de las manos y cayeron en un profundo agujero. Trató de cogerlos con la mano primero, con un pie después, pero sencillamente no era capaz de alcanzarlos. Y Gilgamesh se lamentó por perder los regalos de Inanna.

Fue entonces cuando Enkidu, fiel siervo de Gilgamesh, oyó los gritos de su señor. Y viendo el motivo de su desdicha, se ofreció voluntario para ir a buscar el cetro y la corona. Pero el rey Gilgamesh sabía que los agujeros en el suelo conducen al Inframundo, la Tierra de los Muertos, y por ello advirtió a Enkidu de las leyes que imperaban entre los fallecidos.

No lleves ropas limpias, o los héroes muertos te atacarán como si fueses su enemigo.
No te untes en aceites, o su olor atraerá a la muchedumbre a tu alrededor.

No utilices tu jabalina en el Inframundo, o los muertos por una jabalina te atacarán con ella a ti.
No portes un cayado en tu mano, o las sombras se arremolinarán a tu alrededor.

No vistas con sandalias tus pies, no grites entre los muertos,
no beses a tu amada esposa, no beses a tu amado hijo.

O provocarás el grito del Inframundo, el grito de Ella, que en el Inframundo yace.
La madre del dios Ninazu, que yace,
cuyo cuerpo santo ningún adorno usa; cuyo pecho santo ninguna ropa cubre.


Pero Enkidu hizo caso omiso a su señor, y encontrando en aquellas tierras bajo tierra a su mujer y a su hijo fallecidos, los besó. Por ello, violó las leyes del Inframundo, y quedó atrapado para siempre entre los muertos. Gilgamesh se entristeció mucho, y por ello viajó a Nippur, donde rezó y rezó, y pidió piedad a Enlil, el dios del aire y señor de los dioses en la tierra.

Oh, Padre Enlil. Mi corona cayó al Inframundo. Mi cetro cayó al inframundo.
Envié a Enkidu a recuperarlos, pero el Inframundo lo ha apresado.


No ha sido el demonio Namtar, ni el demonio Ashak.
A Enkidu, el Inframundo lo ha atrapado.
No ha sido Nergal el acechador, aquel que no perdona a nadie.
A Enkidu, el Inframundo lo ha atrapado.
Enkidu, que en las batallas heroicas jamás ha caido.
Pero ahora, el Inframundo lo ha atrapado.


Pero Enlil no se apiadó de Gilgamesh, y el rey de Uruk viajó a continuación a Eridu donde inició la misma plegaria a Enki, dios de las aguas y la sabiduría. Entonces, Enki ordenó a Utu que abriera con sus rayos solares un agujero en el suelo, y por ese agujero Nergal permitió el paso al fantasma de Enkidu. De ese modo, Enkidu pudo ver una última vez a su rey, y éste le preguntó por aquello que había visto en el Inframundo. Al principio, Enkidu se negó, pues temía que su rey rompería en lágrimas al conocer el destino de los hombres, pero tanto insistió Gilgamesh, que finalmente le concedió aquel conocimiento.

Aquel hombre que ha tenido un solo hijo, llora amargamente clavado con clavos a una pared.
Aquel hombre que ha tenido dos hijos, come acurrucado sobre dos ladrillos.
Aquel hombre que ha tenido tres hijos, bebe agua de un odre que transportan por el desierto.
Aquel hombre que ha tenido cuatro hijos, es el feliz propietario de un carro tirado por cuatro asnos.
Aquel hombre que ha tenido cinco hijos, nunca le falta trabajo, como a los escribas, y entra en Palacio cuando quiere.
Aquel hombre que ha tenido seis hijos, es feliz como un campesino que goza sólo de buenas cosechas.
Aquel hombre que ha tenido siete hijos, escucha música sentado en la compañía de los dioses.


Aquel hombre que no tiene heredero, está comiendo cenizas.
Aquel hombre que servía en palacio, camina hermoso, como un estandarte.
Aquella mujer que nunca tuvo hijos, nadie la quiere, como si fuese una vasija mellada.
Aquel hombre que nunca desnudó el regazo de su esposa, vive en un pozo donde llora, y otros le tiran una cuerda para ayudarle a salir.
Aquella mujer que nunca desnudó el regazo de su esposo, vive en un pozo donde llora, y otras le tiran una caña para ayudarle a salir.
Aquel que murió en el combate, su padre y su madre lo honran, y su esposa lo llora.
Aquel cuyo fantasma ya nadie llora, come las sobras de la marmita, y las migajas arrojadas a la calle.


Aquel bebé que murió de muerte súbita, está acostado en su cama, donde bebe agua fresca.
Aquellos prematuros que no ha llegado a vivir, juegan ante una mesa de oro y plata, con vasijas de mantequilla y miel.
Aquel que ha sido arrojado al fuego, no yace en el Inframundo. El humo lo ha llevado al Cielo.
Aquel que abandonó a sus amigos en el desierto, vaga solo en el Inframundo y jamás halla descanso.


Así fue como los vivos supieron del mundo de los muertos. Y tras aquella revelación, Enkidu regresó para siempre al Inframundo de la mano de Nergal.

lunes, octubre 02, 2006

La Dama Blanca del Valle

1
El rojo sol del atardecer anunciaba un crepúsculo de sangre y fuego. Los gritos resonaban desde cientos de gargantas diferentes enzarzadas en una lucha ya no por ideales o fronteras, sino por la mera supervivencia. Caranthír era uno más en aquella marea de muerte que azotaba las asfixiantes llanuras de los dominios del Enemigo. Gases con olor a azufre se mezclaban con el olor de la sangre, un olor penetrante e imposible de ignorar que hablaba de muerte propia y ajena.

Para Caranthír, la idea de la muerte no era agradable. Se decía que los eldar no temían a la muerte, pues conocían bien su destino allende del mar, en las estancias de Mandos. Para ellos, la muerte no era sino el regreso a la tierra bendita de Aman. Pero Caranthír no era un eldar cualquiera: él era de la muy alta casa de Fëanor, fiel abanderado de Maëdhros, y por ello un terrible Juramento le ataba a la Tierra Media impidiéndole regresar en paz a las tierras que sus padres habían abandonado. Él no había seguido a Fëanor en su momento de dolor, pues había nacido ya en las tierras de Beleriand, pero aún así desconocía qué le aguardaba más allá del final de la vida de la carne.

Así, imbuido con el miedo a la muerte pero también con la desesperación que le hacía alzar su espada una y otra vez para acabar con sus enemigos, la luz alrededor de Caranthír se fue apagando a medida que la noche se posaba sobre el campo de batalla. Las plateadas armaduras de las huestes de los noldor se apagaron con la huída del sol, cediendo su lugar a los terribles aullidos de los lobos criados por Sauron, el lugarteniente del Enemigo. Eran gritos espantosos que helaban la sangre y anticipaban lo peor, pero la sangre de la muy alta casa de Fëanor corría fuerte en las venas de Caranthír, y junto a sus compañeros siguieron avanzando a través de la oscuridad cercenando las vidas de los orcos que les mandaba el Enemigo. Embestida tras embestida, las espadas cantaron su agudo réquiem de muerte y sangre, y era aquel canto tan penetrante que hacía que los noldor olvidasen el dolor de sus propios miembros heridos, el temor a la muerte o el pesar por la constante pérdida de hermanos y amigos que se producía a su alrededor.

Pero algo sucedió cuando la oscuridad fue completa. La locura de sangre y muerte se detuvo, y ningún orco hubo para que la fuerte espada del señor de los noldor pudiese darle muerte. Los enemigos habían retrocedido, cercando a los últimos supervivientes de la vanguardia de Maëdhros el Sabio. Pero no habían huido. Caranthír vio los lobos de Sauron al fin, con sus fieros dientes amarillentos afilados como puntas de lanza. Estaban detenidos a pocos metros de donde se hallaba, expectantes a la orden de su señor, una figura de rasgos hermosos envuelta en oscuridad.

- Rendios – dijo el señor de los lobos con voz de terciopelo -. Deponed las armas y se os perdonará la vida.

Caranthír titubeó ante aquellas palabras. Se detuvo un momento para mirar a su diestra y a su siniestra, sólo para encontrar a un puñado de sus hermanos de armas aún con vida. Con pavor, en ese instante se dio cuenta por vez primera del terrible precio que había tenido la batalla. Con horror, comprobó que las fuerzas del enemigo eran en comparación ilimitadas. Y con terror, pensó en Altáriël. Pensó en su esposa, a quién si caía allí, jamás volvería a ver. Pues incluso en la muerte, ella hallaría el camino a las estancias de Mandos, al haber nacido en el seno de la muy alta casa de Finarfin. Su corazón se encogió al pensar en perder a aquella que había dado un sentido a su atormentada vida, y aquel temor fue incluso mayor que el del miedo a la propia muerte. Mucho se sorprendieron sus hermanos de armas cuando Caranthír bajó la espada, y mucho más cuando la depositó en el suelo. Montado sobre un enorme lobo de pelaje oscuro, Sauron el señor de los licántropos sonrió una sonrisa tan cruel como la de sus siervos de cuatro patas, y los orcos apresaron uno a uno a los últimos supervivientes de la vanguardia de los noldor.

***

El aroma de los vapores de eucalipto lo impregnaba todo en la habitación. Alumbrada únicamente con una pequeña tea de grasa, las paredes de fría piedra se perdían entre las nieblas de los vapores y las sombras arrojadas por la pequeña luz. Postrado sobre la cama, el caballero Hildor luchaba una batalla muy diferente a la que había luchado unos días antes. Los sanadores del Valle habían coincidido en que era un milagro que Hildor, hijo de Galdor, hubiese logrado regresar con vida de la batalla, pues tal era la magnitud de sus heridas que cualquier otro ya habría fallecido por su causa. La dama Indiniël estaba sentada junto a la cama de Hildor, atenta a sus más leves movimientos. De vez en cuando, arrojaba algunas nuevas hojas de eucalipto a la olla de agua hirviendo, o bien un poco de agua, o bien añadía otro tronco a las brasas para mantener el fuego con vida.

Indiniël ni siquiera se dio cuenta cuando su hermana entró en la estancia. Altáriël la Hermosa, Dama Blanca del Valle, hija de la muy alta casa de Finarfin, iluminó la oscuridad con su presencia. Posando con la suavidad de la brisa su mano sobre el hombro de Indiniël, Altáriël trató de reconfortar el dolor de su hermana menor.

- Indiniël... – susurró con delicadeza -. Indiniël, llevas tres días y tres noches junto a él. Debes descansar, hermana.

Los ojos de Indiniël la Joven estaban fijos en el rostro inmaculado de su prometido. Tardó un largo rato en darse cuenta de la presencia de su hermana mayor en la estancia, pero cuando lo hizo, se giró torpemente para asentir a sus palabras. Tomándola del brazo, Altáriël vio sus hermosos ojos ya secos de lágrimas, y el corazón se le encogió con el pesar de su hermana. Un sirviente relevó a Altáriël fuera de la estancia, acompañando a sus habitaciones a la agotada dama, mientras Altáriël mojaba en la olla de los vapores un paño con el que lavar el sudado rostro de Hildor.

Pasaron las horas en aquella oscuridad nebulosa de vapores y sombras, de miedos e incertidumbres. Envuelta en aquel sudario de oscuridad, Altáriël acarició su vientre con delicadeza mientras en su pecho se revolvía un miedo tan agudo como sangrante. Quiso llorar, pero el miedo que le atenazaba el pecho hacía que las lágrimas no pudiesen salir. Y durante aquellas horas oscuras, envidió en silencio a su hermana menor. Porque Indiniël podía derramar las lágrimas que a Altáriël le eran negadas. Y porque ella podía llorar las heridas de su amado, pues su amado aún seguía con vida. Con un nudo en la garganta, Altáriël recordó que Caranthír jamás regresaría con vida de aquella batalla en que las huestes de los noldor habían sido aniquiladas. Acariciando su vientre nuevamente, notó su estómago encogerse sobre sí mismo al tiempo que recordaba el rostro de su esposo, y deseó con todas sus fuerzas que el rostro de Hildor fuese el de Caranthír. Deseó poder abandonarse en un abrazo a él, como tantas veces había hecho en el pasado para liberarse de sus miedos más profundos, y dejar que su calor aliviase todo aquel temor que sentía como una garra atenazando lo más hondo de su alma.

***

El caballero sinda, con los ojos entreabiertos, miró el rostro de Altáriël la Hermosa y se quedó unos momentos en silencio. Ella, sumida en sus propios pensamientos, no reparó en el caballero herido que había recobrado la conciencia a su lado.

- Veo miedo en vuestro rostro... ¿Cómo es que las lágrimas no lo limpian, mi señora?

La voz de Hildor fue un hilillo tan suave que Altáriël necesitó unos momentos de pausa para darse cuenta que no la había soñado. Guardando el miedo en un lugar donde nadie pudiese hallarlo, su rostro se relajó y una sonrisa agotada saludó al caballero Hildor en su regreso al mundo de los vivos.

- Mi hermana se llevará una gran alegría al veros despierto, mi señor – le respondió sin responder así a su pregunta -. Iré a avisarla enseguida.

Hildor se quedó en silencio envuelto en aquellos vapores de eucalipto, viendo a Altáriël la Hermosa abandonar la luz de la pequeña tea de grasa. Pero con la mirada, siguió a la dama, preguntándose de dónde venía aquel miedo que había visto en ella al abrir los ojos por vez primera.

***

Desde lo alto de la muralla de la Torre Blanca, el caballero Hildor contempló el amanecer en el valle. El aire soplaba frío desde las cumbres nevadas de las partes más altas de las montañas que rodeaban el enclave, y por ello se envolvió en su capa de lana con sumo cuidado antes de seguir avanzando. La entrada a la torre estaba guardada por un soldado que saludó a su señor antes de dejarle cruzar el umbral, y Hildor ascendió las escaleras de caracol con paso tranquilo. Sus heridas, aún no completamente curadas, se quejaron levemente por el ascenso. Ignorándolas, Hildor alcanzó al fin la cima de la torre, donde un viento aún más fuerte que el de la parte baja de la muralla le saludó.

Pero más fría que aquel aire fue la visión de la Dama Blanca del Valle de pie, vigilando el camino que llegaba a la Fortaleza Blanca. Altáriël se giró lentamente al sentir tras de sí la llegada de Hildor, y en un primer instante, Hildor vio en su rostro aquel mismo semblante que viese al despertar de su inconsciencia. Una herida que no había recibido en batalla volvió a sangrar en su alma, pero antes que pudiese decir nada, aquel rostro ya no estaba ante él.

- Caballero Hildor... – dijo la Dama Blanca del Valle con voz marchita -. ¿Qué hacéis aquí?

- Vuestra hermana está preocupada por vos – mintió Hildor -. Me ha pedido que subiese a ver cómo os encontrabais.

- Estoy bien – respondió ella con la misma voz marchita -. Decidle a mi hermana que estoy bien.

Pero Hildor podía ver claramente que aquello no era verdad. Aún envuelta en su capa de mullida lana, la figura de Altáriël se había estilizado al tiempo que la tensión provocada por su pérdida iba ganando la batalla del tiempo. Hildor se acercó a la dama y, quitándose su propia capa, la envolvió para darle un calor que ella ya había perdido.

- Volvamos dentro, mi señora. El frío de la noche...

Pero antes que pudiese acabar sus palabras, Altáriël se desplomó presa del agotamiento entre sus brazos. Hildor se inquietó mucho, pues los eldar eran gentes de fuerte constitución que rara vez caían presa de la enfermedad, y con cuidado la depositó en el suelo para tratar de reanimarla. Dándole palmadas en el rostro, notó la frialdad de la piel de Altáriël y se temió lo peor por ella. Por fortuna, la Dama Blanca enseguida abrió los ojos recobrando los sentidos, y Hildor sonrió aliviado al ver que sólo se había desvanecido por el cansancio.

- Caranthír... – susurró ella, acariciando el rostro de Hildor mientras sus ojos vidriosos al fin rompían en lágrimas -. Estás aquí, amado mío...

Y tras aquellas palabras, Altáriël perdió nuevamente los sentidos. Hildor se sintió primero muy confuso, al tiempo que la herida que le había aquejado desde que despertase se agrandaba en su interior. Y con urgencia, alzó a la Dama Blanca para llevarla al interior de la fortaleza.

***

El reconfortante calor que la envolvía como un manto fue lo primero que Altáriël sintió tras aquel maravilloso sueño. Caranthír había llegado al fin del campo de batalla, sano y salvo, y la había llevado en brazos hasta sus estancias donde habían pasado la noche juntos. El suave perfume de jazmín con el que bañaba sus oscuros cabellos aún podía sentirse en el aire. Y por unos momentos, todos sus temores habían desaparecido.

Poco a poco, al abrir los ojos, el mundo regresó a la oscuridad y al miedo que la había envuelto los últimos días. Caranthír no estaba a su lado, y el aroma a jazmín desapareció con un parpadeo entre las brumas de la inconsciencia. Incorporándose en la cama en la que se encontraba tumbada, vio al caballero Hildor atizando la leña del fuego que calentaba la estancia.

- Se ha ido, ¿verdad? – susurró con infinita tristeza.

Hildor se incorporó, acercándose a su lado y tocándole la frente con delicadeza.

- El calor os ha reanimado... Me habéis dado un buen susto ahí fuera.

Altáriël ignoró las corteses palabras de Hildor, y retiró el rostro lo suficiente para dejar la mano del caballero sinda de lado.

- Caranthír... Se ha ido de veras, ¿no es así? – insistió.

Y Hildor tuvo que reunir un valor casi tan grande como el de la batalla en la que había caído herido para darle una respuesta a la Dama Blanca del Valle.

- Me temo que sí, mi señora. Toda la vanguardia de los noldor... Todos cayeron.

Altáriël se abrazó, temblando como una hoja mecida al viento de otoño justo cuando está a punto de caer del árbol. Hildor se apresuró a envolverla en las mantas que cubrían la cama para evitar que volviese a perder calor.

- Y qué será de nosotros ahora... – susurró la dama justo cuando Hildor la envolvía, y el caballero sinda se estremeció.

- ¿Nosotros? – respondió temeroso, separándose de ella.

Y Altáriël se limitó a bajar la mirada, justo donde sus brazos envolvían su vientre.

- Oh, Eru Bendito... – dijo al comprender a qué se refería Altáriël la Hermosa, al tiempo que la envolvía en sus brazos para confortarla.

Fue un abrazo fraternal, un abrazo que duró una eternidad, y en aquella eternidad aquel rostro lleno de miedo que había visto antes por dos veces regresó a Altáriël una tercera vez. Pero en aquella ocasión, la Dama Blanca sí lloraba. Lloraba como una niña asustada, temblando como un pajarito entre los brazos del caballero sinda. Y de nuevo, aquella herida que moraba en su pecho sangró sin sangre.

Hildor nunca supo bien cómo sucedió, pero cuando las lágrimas de la Dama Blanca cesaron y él la liberó de su abrazo, las manos de ella guiaron su rostro hasta sus labios.

Y él no los rechazó.

***

Las noticias que llegaban no eran nada buenas. Con las huestes de los eldar, de los adan y de los naugrim descompuestas, los orcos campaban a sus anchas por Beleriand sin nadie capaz de frenar su avance. En el Valle, por fortuna, aún quedaban muchos guerreros de las casas de los sindar, supervivientes de la devastadora batalla que había aniquilado las huestes de los noldor, y que tantas vidas había segado. Allí, refugiados entre las afiladas laderas de las montañas que les rodeaban, los enemigos sólo podían penetrar por un lugar las defensas del Valle, convirtiéndolo en uno de los últimos lugares seguros en el norte. Antaño vasallos de Himring, los señores de la Ciudadela Blanca habían perdurado incluso tras la caída del reino de Maëdhros.

Indiniël estaba intranquila con las noticias que llegaban de las defensas exteriores del Valle. Aunque ninguna tropa de orcos se había presentado aún ante las murallas que cercaban la entrada de los dominios de la Fortaleza Blanca, en opinión de sus capitanes era sólo cuestión de tiempo que eso sucediera. Tenían gente para afrontar un asedio, y provisiones, y pese a la derrota sufrida pocas semanas atrás, también tenían el valor intacto. Al menos, ella lo conservaba. Su prometido había regresado de la oscuridad que parecía envolver todas las tierras a ese lado del mar en los últimos tiempos, y no había duda que aquello era un presagio de los Hados. ¿Por qué, si no, le habrían permitido seguir con vida para caer en un asedio orco poco después?

Sólo el estado de salud de su hermana le preocupaba. Altáriël siempre había sido la más fuerte de las dos. Cuando ella misma estaba hundida en el pesar de ver a Hildor herido de gravedad, Altáriël mantuvo la compostura como sólo una verdadera señora de los noldor sabía hacerlo. Siempre había envidiado aquel porte de su hermana, pero era una envidia sana. No por nada a ella la llamaban la Joven, pues sus modales cortesanos a menudo distaban de los de su hermana mayor. Sin embargo, en los últimos días Altáriël se había sumido en un estado preocupante, y se decía que cada mañana se la podía ver al alba en lo más alto de la Torre Blanca, mirando el camino del oeste, como si esperase ver a Caranthír regresar a casa montando en su corcel. Esa mañana, ella misma salió a las murallas para comprobar si lo que la servidumbre le había contado era cierto, y con alivio pudo comprobar que no había rastro alguno de su hermana en lo más alto de la Torre Blanca. Tampoco la encontró en ningún otro lugar de las murallas. Con un poco de suerte, ya habría logrado sobreponerse al pesar de la pérdida.

- Moza – dijo Indiniël a una de las sirvientas que iba con un canasto lleno de ropa sucia a lavarla al río -. ¿Habéis visto a mi hermana esta mañana?

- No, mi señora – le respondió -. Aún debe estar en sus estancias, descansando.

La moza se fue escaleras abajo hacia el patio de armas de la Fortaleza Blanca, e Indiniël decidió acercarse a las cercanas habitaciones de su hermana para darle los buenos días. Sin duda, así lograría subirle un poco el ánimo. Antes, había pasado por las cocinas, de donde sacó una bandeja con un huevo duro y unas tostadas con miel, además de un poco de leche de vaca ordeñada de esa misma mañana.

La bandeja se deslizó entre los dedos de Indiniël cuando abrió la puerta de la habitación de su hermana y su mundo se rompió como una copa del más fino cristal. Fundidos en un apasionado beso, halló a su prometido y a su hermana abrazados sobre la cama. Incredulidad, perplejidad... Sintiendo que aquello no podía ser real, dio un paso hacia atrás al tiempo que ambos rompían su abrazo y la miraban con gesto sorprendido. Al tiempo que Hildor trataba de decir algo que ella ya no escuchaba, sintió sus entrañas encogerse hasta hacerla llorar. La ira le inflamó la sangre al recordar cuánto había sufrido por él sólo unos días atrás. Su corazón se hundió en la miseria al sentir el cuchillo de la traición de su hermana atravesándole el alma.

- ¡Yo os maldigo! – gritó sin hacer caso a las palabras de Hildor -. ¡Yo os maldigo! ¡A los dos! ¡Que los Hados de este lado del mar me escuchen, porque yo os maldigo!

Y sin mirar atrás, Indiniël corrió aullando como una bestia herida, y bajando las escaleras con el mundo desaparecido de su vista, no reparó en la moza que bajaba con el canasto de la ropa sucia delante de ella. Chocando con ella, rodaron por las escaleras hasta llegar al patio de armas de la Fortaleza Blanca. La moza, magullada, se incorporó entre los horrorizados guardias de la entrada, y no pudo sino estremecerse al ver el cuello de Indiniël la Despechada roto en una posición imposible.


2

Caranthír podía sentir el roce de las cadenas de hierro oxidadas contra sus tobillos despellejados. En aquella oscuridad sempiterna, parecía que el martillear de la roca bajo la leve luz de las antorchas era lo único que había existido jamás. No muy lejos, otro elfo golpeaba con su pico una veta de hierro, imitando los movimientos del propio Caranthír. Vigilantes, los orcos guardianes de las minas de Angband observaban con tranquilidad el ritmo de trabajo de los esclavos.

Alzando su pico una vez más, como tantas y tantas lo había alzado en aquella eternidad en la que había estado cautivo, Caranthír golpeó una vez más la roca en busca de mineral de hierro o de joyas escondidas en la tierra. Pues aquel era el motivo por el que seguía con vida. Él era un noldo, de la muy alta casa de Fëanor, y como su pariente antaño, Caranthír también tenía un sentido innato con todas las artes de las joyas. Morgoth, su captor, sabía bien de la habilidad de los noldor, y por ello jamás los ejecutaba como solía hacer con otras gentes. En lugar de ello, los llevaba a las más profundas minas bajo los picos del Thangorodrim, donde le servían para obtener de la tierra el hierro y las joyas que tanto codiciaba.

Para Caranthír y los demás noldor allí aprisionados, aquel infierno sin tiempo ni luz era una agonía lenta y certera. El que antaño fuera un orgulloso capitán de la vanguardia de las huestes de Maëdhros, ahora era sólo una retorcida sombra de sí mismo. Encorvado por años de trabajos forzados, delgado por las deplorables migajas con las que los orcos lo alimentaban, sus huesos se habían corvado y su rostro se había torcido. No obstante, había una cosa que todavía separaba a Caranthír de la locura absoluta del olvido. Hondo en su corazón, una leve llama de esperanza aún ardía. Era tenue, pero desde su captura siempre había sido tenue. Era su razón para seguir viviendo, para aceptar de buen grado el mal vivir en el infierno creado por el Señor Oscuro. En lo más hondo de su ser, Caranthír aún recordaba a su esposa, la Dama Blanca del Valle, Altáriël de la muy alta casa de Finarfin. Recordaba el rostro de aquella a la que llamaban la Hermosa. Recordaba sus rizos dorados. Recordaba la seda melosa de su voz pura como el agua de un arroyo de montaña. Y ese recuerdo, ese anhelo de unirse a ella una vez más, era su fuerza para seguir con vida.

Cuánto tiempo había pasado desde su captura... Cómo saberlo. Muchos se habían quitado la vida, con la esperanza de hallar el camino a las estancias de Mandos. Aquel, sin embargo, era un camino que a Caranthír le estaba vedado. Otros, sencillamente se volvieron locos y fueron ejecutados. Pero Caranthír resistía en silencio el paso de las estaciones. Hacía ya mucho tiempo que su espalda no probaba la mordedura de un látigo orco, pues hacía tiempo que los orcos habían visto que la determinación del noldo era más firme que la que el dolor restellante de sus armas pudiese darle. Y así, solo, en su rincón, Caranthír excavaba y excavaba en busca de hierro y joyas para el Enemigo más odiado.

Pero cuando el tiempo había dejado de tener sentido para Caranthír, algo sucedió que le sacó de aquella burbuja. Primero fue un leve temblor que todo lo sacudió. Luego, los guardias orcos se agitaron nerviosos, de un modo que Caranthír no había visto jamás. Poco a poco, en la lejanía se oyeron gritos, el restellar de acero contra acero, y algo que jamás creyó volver a oír: el cuerno de Oromë, el Señor Cazador, retronando desde más allá de la roca que le separaba de la superfície. Los Poderes de Arda habían acudido a Angband a derrocar al Señor Oscuro.

Alrededor de Caranthír, empezó a agitarse un remolino de locura. Los orcos, presas del pánico, desenvainaron sus armas y empezaron a ejecutar a los esclavos de las minas. Uno se acercó hacia Caranthír con su arma manchada de la sangre de otro prisionero, y el noldo lo vio. Una fuerza largo tiempo olvidada se apoderó de su cuerpo. No había resistido con vida en aquel infierno para morir de aquel modo. Sencillamente, no podía morir de aquel modo. Abalanzándose sobre el orco, con más fuerzas de las que parecían poder quedar en su marchito cuerpo, Caranthír robó la espada al orco y le sajó las entrañas para sentir su fétido calor salpicándole el rostro. Y como antaño, se sintió de nuevo un capitán de los noldor. Y como en días pasados, lanzando un grito agudo que auguraba dolor y muerte arengó a aquellos que aún conservaban algo de voluntad para que lucharan por sus vidas. El tronar del cuerno de Oromë les dio las fuerzas que les faltaban, y la revuelta en las minas se inflamó con el odio acumulado durante décadas de presidio.

Y a fuego y espada, los prisioneros de las minas de Angband ascendieron las escaleras de la fortaleza del Señor Oscuro buscando una salida hacia la libertad. Fue así como Caranthír vio una luz brillante al final de una galería, y por un momento creyó ver en ella a su radiante esposa. Sabiendo que era imposible, miró de nuevo para encontrar el hermoso rostro de un guerrero de las huestes de los Valar, brillando con la luz de los Benditos de Allende del Mar.

Y sabiéndose al fin en territorio amigo, las fuerzas abandonaron a Caranthír. Cálidas lágrimas de alegría bajaron por su rostro, a través de sus mejillas, y por primera vez en más tiempo del que podía recordar, fue feliz.

***

Desde lo alto del paso, Gildor observó la tierra quebrada al oeste. Allí donde hasta poco antes había existido la tierra de Beleriand, ahora sólo rugía un océano que rompía con fuerza contra los salientes de roca quebrada. Los Poderes habían acudido al rescate de los pueblos de la Tierra Media, pero ante Gildor se hallaba el precio de aquella guerra: Beleriand hundida para siempre.

El joven capitán regresaba al fin a su hogar, y pese a haber perdido a buenos amigos en la terrible batalla que algunos ya llamaban la Guerra de la Cólera, se sentía tranquilo. Tomando las riendas de su corcel blanco, avanzó con paso tranquilo en pos del camino del Valle, pensando cómo cambiaría todo allí con el océano tan próximo. Pues el alto valle ahora se encontraba casi sobre la nueva costa, y desde la lejanía podía ver las murallas exteriores apenas a diez millas de un pequeño cabo que había surgido del hundimiento. Aquel remoto valle que antaño fuera vasallo de Himring ahora podría ser un floreciente puerto en aquella nueva edad.

Había una cosa más que hacía sentirse en paz al joven capitán de los sindar. Regresaba con vida a su hogar, y su desdichada madre se sentiría reconfortada por ello. Aún podía sentir el pesar de su mirada cuando vio a su único hijo marcharse a la batalla final contra el Enemigo. Antaño, ya había perdido de aquel modo a su primer esposo.
Pero en aquella ocasión, su hijo regresaba sano y salvo al hogar. Su padre no le había acompañado, pues Gildor insistió que con un solo señor del Valle bastaba para aquella nueva guerra contra el Enemigo, y con corazón tranquilo partió en solitario al frente de sus soldados para ir a la batalla. Gildor se giró una vez más para asegurarse que nadie se quedaba rezagado. Cien espadas había llevado a la batalla, y regresaba con sesenta y siete. Con angustia recordó los rostros de los caídos, y alzó la cabeza para mirar de nuevo en dirección al Valle, pensando en las palabras de consuelo que daría a las esposas de los fallecidos. Era su responsabilidad. Aquella había sido su primera guerra, y si los Hados eran favorables, sería también la última. Aquel pensamiento confortaba a Gildor, sabedor que con el Enemigo encadenado y desaparecido de la faz de Arda, ya sólo quedaban los hijos de Eru morando en la Tierra Media. Era el inicio de una nueva edad, y aquella sería una edad de bonanzas y bendiciones para los que habían logrado vivir para verla.

Los cascos de la montura de Gildor se detuvieron cuando su señor tiró de las riendas para detenerse. Un pequeño grupo de elfos se aproximaba al trote por el camino del Valle. Radiante al frente, sus ojos se alegraron al ver la luz de sus esperanzas. La dama Erwyne, su prometida, salía a su paso para recibir a los caballeros victoriosos en la batalla. Desmontando con las prisas con las que sólo un joven enamorado puede desmontar, avanzó a sus portaestandartes para encontrarse con su amada antes que nadie, y saltando al lomo del corcel que ella montaba, se fundieron en un apasionado beso que hablaba de las angustias y pesares de dos enamorados que han temido no verse nunca más por los avatares de la guerra. Los gritos de júbilo de los soldados saludaron el amor de su joven y valeroso capitán, y bajo un cielo azul en el alba de una nueva edad, para Gildor la felicidad fue plena.

***

Bajando por la escalinata que llevaba al patio de armas de la Fortaleza Blanca, Altáriël contempló con alivio los estandartes de su hijo ondeando victoriosos. En su pecho, el alivio de un enorme peso desapareciendo dejó paso a un momento de felicidad en que no pudo contener sus lágrimas. Eran las lágrimas de una madre que conocía demasiado bien los horrores de la guerra, y a quien desde que empezase el terrible conflicto la habían visitado demasiados fantasmas de su pasado.

Pero nada de aquello importaba ya. Vestido en su armadura de ribetes plateados, bajo su capa carmesí rasgada en el fragor de la batalla, estaba Gildor sano y salvo. Altáriël se detuvo a mitad de la escalinata, suspendida en el tiempo mientras la hora del reencuentro de los guerreros con sus amigos y parientes se producía a sus pies. Además, en el patio de armas ya estaba Hildor, Señor del Valle, quien no había ido a la guerra por petición del mismo Gildor. Aún resonaban en los oídos de Altáriël las arrojadas palabras del hijo insistiendo a su padre y señor que con mandar a un señor del Valle a la guerra era suficiente. Ese día, Altáriël habría deseado gritar, oponerse a su esposo, clamar para que el niño se quedara en su regazo y el padre alzase la espada como hiciese antaño. Pero el niño había crecido, y la sangre de los noldor que corría por sus venas era más fuerte que la sangre de los sindar de Gildor.

Pero ese día, la Señora del Valle no gritó. No era algo que una dama pudiese hacer, como demasiado bien le había enseñado su madre. Ella era una dama de los noldor, de la muy alta casa de Finarfin, y por ello su comportamiento siempre debía ser regio. Firme y tenaz como las espadas fraguadas para luchar contra el Enemigo, las damas de los noldor debían ser los faros que iluminasen la esperanza de su gente. Con amargura, recordó la única vez que cedió ante sus miedos y temores, y no pudo evitar mirar el final de la misma escalinata en la que estaba detenida contemplando aquella escena. Una vieja herida nunca sanada dolió una vez más.

Las trompetas de los guardianes de las murallas sonaron por tres veces entre el clamor de la soldadesca cuando el padre recibió con un abrazo al hijo. Quizás a aquellos que había en el patio de armas les causara júbilo, pero no a su señora. Para la Dama Blanca, aquel sonido era demasiado parecido al terrible trueno del Hundimiento de Beleriand. Durante horas, la tierra se había quebrado y retorcido, y allí donde durante eras hubo suelo firme ya sólo había océano. Durante esas horas, vio a Gildor ahogarse en aquel estruendo, perdiéndose para siempre en lo más hondo de los nuevos mares. Apretó los puños de manera imperceptible, al tiempo que luchaba por no perder la compostura, pero interiormente gritaba y clamaba para que cesase aquel estruendoso ruido. Alguien debió escucharla, pues tras el tercer toque, las trompetas cesaron.

Gildor tomó la mano de Erwyne, que había salido a recibirle en su impaciencia. Ella era tan joven... Le recordaba la inocencia de Indiniël, su entusiasmo. Ella no era una hija de los noldor, y podía permitirse no ser una verdadera dama. Quizás era aquella inocencia que daba la juventud lo que había hecho que su hijo se sintiese tan atraído por sus melosos cabellos o su prístina voz. Juntos, la joven pareja inició la ascensión por la escalinata para encontrarse con la Señora del Valle. Mientras ascendían de la mano, Altáriël vio en su hijo a un verdadero príncipe de los noldor, su oscura cabellera rodeando un rostro que era el vivo retrato de los grandes señores de su casa. Poderoso, el joven príncipe se detuvo a dos escalones de su madre.

- Madre, he regresado – dijo con una sonrisa que brillaba como un amanecer.

- Gracias, hijo mío – fue la respuesta de Altáriël.

Gildor se quedó momentáneamente extrañado por las palabras de su madre, pero avanzando un paso más, le dio un beso en la mejilla. Y entonces, se giró para tomar una vez más la mano de Erwyne.

- Madre, ahora que ya no hay más guerras en el horizonte, pido tu bendición para casarme con mi amada Erwyne.

Aquellas palabras fueron como un amanecer para la Dama Blanca del Valle. Su hijo ya no era un niño, y ya nada ni nadie le podría hacer daño. Y Altáriël la Hermosa sonrió radiante, asintiendo y buscando la mirada cómplice de su esposo entre los hombres del patio de armas. Las trompetas volvieron a sonar, pero esa vez ya no sonaron sombrías a Altáriël.

***

Decían de Gildor que tenía el temple de los noldor, y Erwyne sabía bien que aquella afirmación era muy cierta. Quién si no hubiese deseado una boda con tanta presteza entre los inmortales Primeros Nacidos. No hubo pasado ni una semana desde que llegase victorioso de la batalla, que la unión tuvo lugar.

Para Erwyne, el mundo no podía ser un lugar más pleno. Con el Enemigo desaparecido, ya no quedaba nadie que pudiese hacer sombra a la paz. Con su bello príncipe sano y salvo en el Valle, nada podría romper una eternidad de gozo. Ataviada con una túnica blanca coronada con una rejilla de madreperla y pequeños zafiros azules a juego con sus ojos, la novia vivía entre las blancas nubes que moraban en el cielo del amanecer de aquella nueva edad: rodeada del radiante sol que era su esposo, y del profundo azul que era el amor que los unía. Incluso la Dama Blanca parecía envuelta en aquella felicidad. Ella, siempre altiva y regia, siempre reservada y distante, desde siempre había sido una figura enigmática para Erwyne. Sentada en el lugar privilegiado del banquete de bodas, la novia posó sus ojos en su suegra por unos momentos tratando de descifrar lo que debía pasar por la cabeza de ésta. La Dama Blanca se giró para devolver la mirada a Erwyne, y una punzada de nerviosismo se apoderó de la novia al sentir devuelta su mirada. Sonrió a la Dama, asintió levemente, y giró su cabeza hacia su esposo.

- Oh, amado mío, me haces tan feliz...

Gildor se limitó a sonreír de aquel modo que sólo él sabía hacer, y luego se acercó a su oído con suavidad.

- Va a empezar el baile, esposa mía. ¿Vamos?

Su firme brazo se ofreció para acompañarla, y Erwyne sonrió una vez más mientras entre las miradas de todos los presentes se alzaban los novios para abrir el baile. Los bardos dieron voz a los laúdes; una suave arpa susurró como el viento desde un rincón; y una voz delicada como un ruiseñor lo envolvió todo. Los pies empezaron a moverse sobre aquel tapiz de sonidos, y los novios iniciaron el baile bajo las alegres miradas de los invitados. Y en los ojos de Gildor, Erwyne vio las edades de felicidad que empezaban aquel día.

***

El frío aire que bajaba de los glaciares de las montañas que rodeaban la Fortaleza Blanca estremecieron a su señor. Demasiado tiempo de cautiverio había retorcido su cuerpo, y un viento que antaño sólo habría considerado una brisa refrescante, ahora era doloroso en lo más hondo de sus huesos. Se le metía en el cuerpo, clavándose como cientos de diminutas agujas en sus articulaciones. Temblando por el frío, Caranthír miró la Fortaleza Blanca con rabia mientras llevaba su mano izquierda al costado donde uno de los guardias le había propinado una dolorosa patada. Lleno de ira, recordó cómo se habían reído de él cuando reclamó su señorío del lugar.

- Mi esposa os lo dirá – les dijo -. Es la Dama Blanca, que aún regenta este lugar según me han dicho.

- La Dama Blanca regenta este lugar, pero es Hildor el Señor del Valle.

De nada sirvieron sus palabras para convencerles de quién era, y tras eso desistió seguir aquella conversación. Ya se darían cuenta de su error. Mientras levantaba con dificultad la losa que cubría el viejo pasaje secreto, Caranthír pensó en Altáriël. No era ninguna sorpresa que Indiniël y Hildor gobernasen el lugar bajo la guía de la Dama Blanca. Indiniël nunca había sabido llevar con la dignidad de Altáriël la responsabilidad de ser una señora de los noldor. Él era un príncipe noldor, de la muy alta casa de Fëanor, y el sinda Hildor le daría su dominio como el vasallo que era.

Un aroma a rancio y cerrado emergió del pasadizo, cerrado durante siglos. Pocos, muy pocos, sabían siquiera de su existencia. Caranthír lo había hecho construir junto a la Fortaleza Blanca como medio de escape hacia las montañas. Había tenido que subir mucho para hallar la losa sobre la entrada, y había tenido que buscar largas horas antes de encontrarla. Con el paso de tanto tiempo, los árboles habían crecido y habían alterado el lugar más de lo que el Señor del Valle había esperado. Pero ya no importaba. Con paso ligero, se introdujo en el agujero. A medida que dejaba atrás el frío viento, sus castigados huesos se lo agradecieron.

Caranthír no encendió antorcha alguna. Encerrado en las minas bajo el Thangorodrim por más tiempo del que podía recordar, sus ojos y sus pasos se habían acostumbrado a la oscuridad más absoluta, y a fin de cuentas el pasadizo secreto era una larga escalinata recta que bajaba recta hasta lo más profundo de la Fortaleza Blanca. Allí, no le costó activar el viejo mecanismo que abría la puerta secreta en sus viejas estancias. A la puerta secreta, sin embargo, le costó bastante esfuerzo moverse, y Caranthír la tuvo que empujar con todas sus fuerzas para lograr abrir una rendija lo bastante amplia por la que pasar. Por fortuna, su cuerpo delgaducho le permitió escurrirse como una anguila por la rendija, y así logró encontrarse a sí mismo en las habitaciones del Señor de la Fortaleza.

Mucho habían cambiado en su ausencia. En primer lugar, sobre la puerta secreta había ahora un armario ropero de fina madera del sur, y Caranthír comprendió así la razón por la que tanto le había costado entrar en la estancia. Por otra parte, la estancia estaba ocupada por nuevos inquilinos, a juzgar por los pantalones que había sobre la cama. Encogiéndose de hombros, Caranthír pensó que Hildor y Indiniël se habían trasladado a las estancias del Señor de la Fortaleza, dejando a la solitaria Altáriël alguna estancia más modesta.

Una tonadilla sacó a Caranthír de sus pensamientos. De algún lugar no muy lejano, surgió una música unida a aplausos y risas. Abriendo la puerta de la habitación, siguió la música hasta el gran salón, y deteniéndose al borde del pasadizo, observó con cautela el interior del lugar. En el centro del salón, una pareja estaba abriendo su propio baile de bodas. A su alrededor, un gran número de comensales animaba a la joven pareja con sus copas en alto, brindando por la felicidad de los novios. Caranthír miró al joven, fijándose en su mirada enamorada y su sonrisa, y se recordó a sí mismo toda una vida atrás trazando aquellos mismos pasos con su Dama Blanca en brazos. Y entonces al fin la vio.

Blanca y radiante en el lugar de honor reservado a la madre del novio, estaba ella. Sus rizos dorados resplandecían como el día que la conociera, y su belleza inalterada aún sobrecogía el alma. Allí, sentada, estaba aquella que se había convertido en su motivo para vivir, para regresar, para superar el mismo infierno. Hechizado, anhelando tenerla de nuevo entre sus brazos, Caranthír dio un paso al interior del banquete. Y luego otro. Y entonces, la música se detuvo y todos los ojos le miraron, horrorizados.

- Altáriël, he vuelto – acertó a decir, todos sus sentidos volcados en su eterno amor.

La Dama Blanca volvió sus radiantes ojos hacia él, pero no había regocijo en ellos. Sólo la misma repulsa que encontrara en los ojos de los guardias de las puertas. Confuso, Caranthír miró a su alrededor, tratando de encontrar una explicación a aquella mirada imposible, pero todas las miradas de cuantos le rodeaban eran iguales.

- Altáriël, soy yo, tu esposo... – dijo, alzando casi en súplica los brazos hacia ella.

Y entonces, algo en sus ojos le dijo que al fin le había reconocido. Pero antes de saber qué era aquel algo, alguien se interpuso entre ellos.

- No sé quién sois, monstruo, pero nada tenéis con mi esposa – dijo el elfo que se interpuso entre Caranthír y su amada.

Con ojos vacilantes, Caranthír buscó el rostro de aquel que había hablado, y halló el de Hildor. Dos firmes manos se pusieron en sus hombros, dispuestas a llevárselo a rastras. Caranthír entonces negó con la cabeza. ¿Su esposa? Hildor debía ser el esposo de Indiniël... Pero buscando en la estancia en vano, no logró hallar a la hermana menor de su amada.

Y entonces, todo se hizo claro. El dolor y las palabras propinadas por los guardias de la puerta regresaron a su mente. Hildor, su fiel vasallo, había abandonado a Indiniël y desposado a Altáriël a la fuerza para quedarse con el Valle. ¿Cómo, si no, podía explicarse todo aquello? Pero él la liberaría de la tiranía de aquel elfo advenedizo que había mancillado lo que le pertenecía. Él era un príncipe noldo de la muy alta casa de Fëanor. ¡Cómo osaba un mero sinda a tomar su propia esposa en su propia casa! Agachándose con una fuerza sobrehumana, Caranthír se sacudió la presa de los dos guardias que trataban de llevárselo a rastras. Con reflejos pulidos en incontables batallas, robó la espada a uno de ellos. Como una fiera enloquecida, el verdadero Señor del Valle se lanzó contra el Usurpador antes que nadie pudiese darse cuenta de lo que sucedía. Y hundiendo el acero en sus entrañas, derramó la sangre de aquel que le había ofendido de manera tan grande. Un grito, mezcla de furia y alivio, surgió de la garganta de Caranthír mientras la tibia sangre del Usurpador bajaba por el acero hasta bañar sus ganchudas manos.

Girando la cabeza, buscó el rostro de su amada. Buscó la alegría de la liberada. Al fin podían estar juntos para siempre. Al fin la pesadilla tejida por el Enemigo había terminado. Pero no fue aquel el rostro que encontró. Encontró uno de estupor, de miedo, de dolor, pero no de alegría.

- Hildor... ¡Hildor! – gritó ella, su voz quebrada de dolor.

¿Le amaba? Caranthír se quedó quieto un largo instante ante algo que no lograba comprender. ¿Ella le amaba?

Su amor era eterno. Él había sufrido un infierno tanto en su cuerpo como en su orgullo para poder volver estar a su lado. Él había regresado del infierno del Señor Oscuro porque la amaba. Ella había sido su motivo para vivir. ¿Cómo, por los mil infiernos bajo el Thangorodrim, podía ser que ella le hubiese olvidado por otro?

Pero su mirada de horror al mirarle hablaba por sí misma. Horror por ver a su segundo esposo muerto. Ni un rastro de alegría por ver a su verdadero esposo con vida. Y Caranthír sintió algo retorcerse en su ennegrecido corazón. Aullando como una bestia herida, arrancó la espada de las entrañas del Usurpador al que había dado muerte, y se abalanzó sobre la Dama Blanca del Valle. Con movimientos imposiblemente rápidos, su torcida figura estuvo en un parpadeo sobre ella, con la espada en alto. Observó por última vez su rostro inmaculado de víbora traicionera.

Dos lágrimas bajaban por aquel rostro. Caranthír jamás había visto lágrimas en los ojos de la Dama Blanca.

- Ca... Caranthír... – musitó ella -. ¿Realmente eres tú?

Una sombra de duda frenó el brazo lleno de ira de Caranthír, que quedó suspendido en el aire un instante. ¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo había llegado a alzar la mano contra aquella que había sido su motivo para vivir durante una eternidad de oscuridad?

Caranthír miró nuevamente el rostro de su amada, y nuevas lágrimas lo bañaron. Pero esta vez, no eran claras como gotas de luna, sino oscuras como la noche.

***

Caranthír... Caranthír... ¿Cómo era posible? ¿De dónde había salido? ¿Qué le había pasado para que su valiente príncipe se tornase en aquel grotesco ser de largos brazos y ganchudas piernas, con aquellos ojos inyectados en locura? Con la espada en alto, amenazando acabar con la vida de Altáriël, la dama se dio cuenta del infierno que había pasado aquel que lo había sido todo para ella para poder retornar a su lado. Las palabras de odio de su hermana regresaron a su cabeza para maldecirla una vez más, y cerró los ojos para sentir el acero bañado en la sangre de Hildor otorgándole la justicia que merecía por su doble traición.

Pero el acero no cayó, y en su lugar algo oscuro y pestilente salpicó su rostro. Abrió los ojos para ver el mundo ante ella, y vio algo brillante salir del pecho del monstruo en que se había tornado Caranthír. Sangre negra como la brea brotaba a través de la herida, y Altáriël supo que salía del mismísimo corazón de su príncipe, ennegrecido por un cautiverio inimaginable. Buscó qué causaba aquella mortal herida, y vio a Gildor empuñando una espada, apuñalando por la espalda al monstruo. Tenía el rostro desencajado por el dolor de ver morir a su padre y señor.

- ¡Has matado a mi padre, monstruo! – había gritado, pero Altáriël no lo había oído.

Y la Dama Blanca del Valle vio cómo los ojos de Caranthír al fin se apagaban para hallar el reposo que les había sido negado durante demasiado tiempo. Ladeándose, cayó sobre ella en un extraño abrazo. Y entre sus brazos, se le apagó la vida.

- ¡Has matado a mi padre! ¡Monstruo! – gritó nuevamente Gildor, sacado la espada del pecho de Caranthír, y arrojando su cuerpo inerte lejos de su madre.

Y entre sollozos, cayendo sobre su silla, Altáriël negó con la cabeza. Porque ella sabía la verdad.

3

Las nubes se deslizaban perezosas en un mar azul sobre las montañas coronadas de blanco. Sentada sobre una roca alisada por las aguas y los vientos, la Dama Blanca contemplaba su reflejo en las inmaculadas aguas del gran lago. El suave aroma de los abetos la rodeó como un suave manto de seda, y el trino de los pájaros se convirtió en dulce música para sus atormentados oídos.

La imagen en el agua tenía ojos tristes, solitarios. Altáriël la compadeció por unos momentos, antes de recordar conscientemente que aquella que observaba en el agua no era más que ella misma.

- Hermana... – susurró en la primera lengua de los eldar.

Indiniël había tenido los mismos rizos dorados que la figura en el agua, aunque sus rasgos siempre habían sido menos estilizados y más redondeados que los de Altáriël la Hermosa. En ocasiones, cuando el viento soplaba y ondulaciones en el agua distorsionaban aquel reflejo, Altáriël creía ver el rostro melancólico de su hermana.

- Hermana... ¿Podrás perdonarme alguna vez? – susurró nuevamente.

Exiliada por propia voluntad de las partes bajas del Valle, la Dama Blanca habitaba ahora en las cercanías del gran lago. Los glaciares de las altas cumbres eran ahora sus vecinos, y la música de los riachuelos del deshielo eran la melodía que la acompañaba allí donde fuese. Un ruiseñor se posó sobre una rama cerca de donde se encontraba, cantando sin timidez una tonadilla matutina alegre como los rayos del sol. La Dama Blanca no pudo sino girar su bello pero triste rostro hacia su menudo compañero, y sonrió ante la belleza del canto del ave. Cuando éste terminó sus agudas notas, ella le respondió con una triste canción que hablaba de días más felices en una edad ya lejana en la memoria.

Porque... ¿Cuánto tiempo había pasado rodeada de las altas montañas de lo más alto del Valle? Más del que podía recordar, sin duda. Allí, rodeada de nieves tan perpetuas como ella misma, Altáriël vivía alejada de todo cuanto había amado para preservarlo. Pues sabía que la maldición de su hermana aún la acompañaba, implacable como el sol de verano, y que si se acercaba a aquellos a los que amaba sólo les traería tristeza y desastre.

El suave canto terminó, y el ruiseñor miró a la Dama Blanca del gran lago con ojillos menudos pero llenos de tristeza. Si esos ojillos hubiesen sido capaces de derramar lágrimas, éstas acompañarían las que derramaba la hija de la muy alta casa de Finarfin. Acurrucándose, el ruiseñor se quedó muy quieto sobre su rama, y sólo el agua rompía el silencio entre aquellos dos compañeros momentáneos. Altáriël se giró para ver una vez más su reflejo en el agua, y sus ojos de profundo azul se perdieron de nuevo en aquella imagen. En aquella ocasión, sin embargo, no le gustó el rastro de las lágrimas que le devolvió el rostro en el lago, y buscó otros reflejos menos sombríos. Se perdió en las cumbres gemelas de pizarra y granito, que se levantaban intratables entre las nieves desafiando los cielos, coronando el círculo de montañas que rodeaban el gran lago con paredes imposiblemente verticales. Viajó entre las nieves del gran glaciar que moraba a los pies de otros dos picos, justo hasta el lugar en que el oscuro bosque de abetos nacía para no morir hasta las orillas del gran lago. Y voló entre nubes de algodón perezosas, hasta hallar un rastro de gris que no debía estar en aquel lugar.

Altáriël se detuvo en aquel rastro de gris. En un lugar donde sólo el paso de las estaciones producía cambios en el ambiente, aquello estaba completamente fuera de lugar. Observó aquella extraña nube, y tardó unos largos instantes en comprender su naturaleza: era una columna de humo. Y era pequeña, por lo que era lejana. Alzándose sobre sus pies desnudos, la Dama Blanca irguió su cuello para buscar mejor en los cielos aquel rastro de humo, encontrándolo sin problemas en la lejanía. Surgía de algún lugar cerca de la entrada del Valle. Inquieta, dejó al ruiseñor en su rama y al gran lago en su lugar, para con pasos ligeros como el viento acercarse al borde un acantilado desde donde observar las tierras de lo más hondo de su antiguo feudo. A lo lejos, vio la Fortaleza Blanca, inmaculada en su piedra blanca como siempre lo había sido desde que Caranthír la levantara por orden del señor Maëdhros. Más lejos, vio aquel humo gris surgir de las murallas exteriores del Valle. Allí, frente a la defensa que cerraba el Valle, había una marabunta oscura que se agitaba con la furia de un mar embravecido azotando una costa pedregosa. Un oscuro ejército asediaba el Valle, y había prendido fuego a sus defensas exteriores.

Algo en el corazón de la Dama Blanca se agitó con la fuerza de un león enfurecido. Vio ante sus ojos a su hijo defendiendo su feudo con la espada en alto. Lo vio rodeado de fuego y cubierto de sangre. Y su vientre, sus entrañas de madre, se revolvieron para guiar sus pasos.

***

El cuerpo de Gildor se estremeció una vez más en la cama donde estaba postrado. Erwyne, atenta al más leve movimiento de su esposo, se apresuró a tomarle la mano y susurrarle palabras de valentía y fuerza al oído. Quizás, en su inconsciencia, Gildor no podía oírla. Pero a Erwyne eso le daba igual. Ella y él eran un todo, y no podía imaginarse vivir sin él. Con un paño de lino blanco humedecido en agua caliente, limpió una vez más la herida de flecha que mancillaba el pecho del Señor del Valle. Con sumo cuidado, la vendó una vez más, y tras ello tapó a Gildor con cuidado para que descansara un poco más.

Erwyne llevaba ya dos días cuidando de Gildor. Las huestes de Sauron estaban a las puertas del Valle y habían incendiado las defensas exteriores. Fue en el primer asalto cuando Gildor fue herido, en una terrible noche de sangre y fuego. Tan rápido como les fue posible, sus hombres le trajeron a la Fortaleza Blanca para que fuese tratado, pero su herida era profunda y la flecha probablemente había estado envenenada. Mientras los soldados del Valle luchaban por mantener al Señor del Anillo fuera de las murallas, Erwyne rezaba a los Valar por la recuperación de su esposo tanto como por la llegada de las fuerzas del rey Gil-Gâlad en su ayuda. La corte del rey supremo no estaba lejos, en los Puertos Grises, aunque por las noticias que habían llegado de los mensajeros desde el inicio de la guerra, los orcos de Sauron eran muchos y muy numerosos. Pero aún quedaba esperanza. Una hueste había viajado a Númenor para recordar al rey de Oësternesse antiguas alianzas contra la Oscuridad. Con su ayuda, aún podían vencer a Sauron. ¿Cómo, tras tantos siglos de paz, se había llegado a aquello? Erwyne no lo sabía. Se rumoreaba que los herreros de Eregion habían forjado anillos de poder con la ayuda del traicionero Annatar, quien se había revelado más tarde como Sauron en la tierra oscura de Mordor, donde forjó su terrible Anillo Único y completó su traición.

Poco importaban los hechos que habían llevado a aquel asedio. El Valle estaba en serio peligro, y Erwyne deseó con todas sus fuerzas que sus aliados acudiesen pronto en su ayuda en aquella hora de oscuridad. Con todo el temple del que era capaz, permaneció en silencio junto a Gildor, esperando la hora en que despertase o la hora en que necesitase una nueva cura. Era lo que ella podía hacer. Únicamente deseó que fuese suficiente para devolverle la vida.

***

Nadie detuvo a la Dama Blanca en su entrada en palacio. Los sirvientes que la recordaban le señalaron las estancias donde su hijo yacía herido, y Altáriël no escuchó a nadie en su caminar hacia su hijo único. Herido. Gildor había sido herido. Gildor le necesitaba. Eso era lo único que importaba.

La estancia olía a vapores de eucalipto, vapores que manaban del interior de una vieja olla sobre un fuego perezoso. Viejos recuerdos casi olvidados se mezclaron de manera extraña en la memoria de Altáriël, y una escena de su pasado se mostró ante ella. El Señor del Valle yacía herido en la cama, con una dama de brillantes rizos dorados a su lado, envueltos en la oscuridad de los vapores de eucalipto y las sombras proyectadas por una pequeña tea de grasa. Altáriël miró al herido en la cama, y vio a Caranthír. Pero también a Hildor, y a Gildor. Y a su lado, vio a Indiniël la Joven. Su hermana velaba al herido como antaño, y entre aquellas brumas, Altáriël al fin lo vio todo claro. Ella la miraba con ojos llenos de sorpresa, pero la Dama Blanca del Valle sabía qué debía hacer.

- No me arrebatarás a mi hijo, hermana – le dijo con voz estridente.

Indiniël se levantó insegura para acercarse a Altáriël, pero la verdadera Señora del Valle alzó sus finas manos para rodear el cuello de aquella quien la había maldecido tanto tiempo atrás. Ya se había llevado a sus dos esposos. No se llevaría también a su hijo.

Apretando con fuerza, vio su rostro ahogarse. Indiniël se agitó, y sus manos trataron de apartarla con violencia, pero la determinación de Altáriël era grande. Salvaría a su hijo de la maldición de su hermana. La vencería, desharía la maldición que había sellado con su propia sangre al caer por aquellas escaleras. Con esa convicción, Altáriël apretó y apretó. Y apretó, y apretó, y apretó...

***

En el límite de la conciencia, Gildor supo que algo iba mal. Era un ronco sonido en la distancia, en la oscuridad. Era un rumor que le decía que debía alzarse. Con angustia, sus párpados se abrieron para que su pecho se encendiera con un relámpago de dolor. En un rincón de su memoria, recordó la flecha que lo había mandado al suelo, y también la roja sangre que había brotado de su pecho al arrancarla con la furia que da la batalla.

El mundo giró como una peonza alrededor de su cabeza, y siguiendo el sonido que lo había arrancado de su sopor, se incorporó con dificultad. Buscó con sus ojos, y envuelto en brumas y oscuridad, vio el rostro de Erwyne desvanecerse entre dos afiladas garras que parecían manos apresadas alrededor de su cuello. Una figura nívea estaba de espaldas a Gildor, tratando de dar muerte a aquella quien más le importaba en el mundo, y Gildor recordó a Sauron el de Terrible Hermosura, Annatar el Amigo de los Elfos, comandando el asedio del Valle bajo un aspecto celestial. ¿Había llegado hasta su estancia? ¿Estaba dando muerte con sus propias manos a los Señores del Valle?

Las manos de Gildor buscaron algo en la pared, un blasón colgado en ella mucho tiempo atrás. Como un estandarte coronando la cama, la espada con la que había vengado a su padre colgaba en su memoria. Cerró la mano alrededor de su empuñadura, y arrancándola con fuerza se levantó de la cama. Su pecho hervía con dolor, pero entonces Erwyne cayó inmóvil al suelo, al soltarla su atacante alertado por el movimiento a su espalda. Trazando con el brazo un arco más instintivo que consciente, la espada de Gildor se hundió en el vientre del Enemigo, y su sangre salpicó su rostro.

- Qué veneno es más amargo que el del acero de un hijo atravesando las propias entrañas... – dijo una voz terriblemente familiar.

Gildor entonces miró la mujer ante él, y sus garganta gritó con pánico al ver a su madre mirándole con infinita compasión.

***

- Yo te perdono – dijo Altáriël, alzando trémula la mano para acariciar el rostro manchado de sangre de Gildor -. Oh, Poderes, perdonad a un hijo que ha cometido tan terribles pecados contra los que le dieron vida. Él no lo sabía. No son su culpa.

La Dama Blanca del Valle cayó de rodillas, y Gildor no tuvo fuerzas para sostenerse con sus propias piernas. Sosteniendo aún la espada clavada en el vientre que le diera vida, se arrodilló junto a Altáriël con lágrimas en los ojos.

- Hermana... – dijo la Dama Blanca girando el rostro hacia Erwyne -. ¿Podrás perdonarme ya? ¿He pagado al fin el precio?

Y allí, Erwyne se agitó con un espasmo cuando su pecho vacío buscó el aire que le faltaba. Mientras la vida la abandonaba, Altáriël sonrió con alivio.

- Gracias, hermana... – susurró.

Y cayendo al suelo, la Dama Blanca del Valle abandonó la Tierra Media con la certeza de haber expiado sus pecados. Su espíritu se alzó sobre el Valle que había sido su hogar y feudo, y voló sobre los mares, donde vio las huestes de Númenor avanzando en pos de su antiguo hogar para liberarlo de la terrible amenaza del Señor del Anillo. Sonrió sabiendo que Gildor viviría para ver el final de aquella edad, y abandonó al fin los confines del mundo de la carne para reunirse con aquellos a los que había amado, allende del mar.