El Amanecer de Rómenna
La borda del Amanecer era un bullicio de actividad. Bajo las velas replegadas, los marineros ultimaban los preparativos para la partida hacia el este. El galeón olía a madera y a brea, y la botadura del nuevo orgullo de los astilleros de Rómenna estaba ya próxima. Desde el puente, el capitán Gimilzôr miraba con orgullo su nave. Mucho tiempo había capitaneado las expediciones de su rey a lo largo y ancho del mundo, y el Amanecer era la mejor recompensa a toda una vida de servicio y amistad. Los ojos grises del viejo marino miraron a la media docena de marinos que limpiaban y fregaban el suelo de la borda hasta casi hacerlo brillar bajo la luz del sol, y de ahí saltaron al suelo donde casi un centenar de hombres ultimaban la puesta de troncos para llevar el galeón desde el astillero hasta el agua. Vio a dos de ellos discutir vivazmente el cómo hacerlo de manera rápida, y un tercero daba instrucciones a algunos trabajadores sobre el mejor modo de apuntalar la estructura durante el transporte.
Gimilzôr se apoyó contra la rueda del timón. Pronto estarían preparados para navegar, y con ella marcaría el rumbo hacia aguas amigas. Las costas de la Tierra Media, tan inexploradas en su conjunto, habían sido su hogar durante más de la mitad de su vida. Junto a Anardil - a Gimilzôr, a pesar de los años que habían transcurrido desde su coronación, le costaba pensar en él con otro nombre - habían visitado las heladas aguas de la bahía de Forochel en el norte, donde los restos de la Gran Batalla que cambió el mundo aún podían verse en la tierra mancillada. Se había maravillado con las grandes ballenas que surcaban los mares, con la compañía de los delfines, y con los grandes bancos de atunes que tan sabrosos habían sido en su mesa.
El Amanecer, además, marcaba una nueva era. Con sus casi cuarenta metros de eslora, era un barco de gran envergadura pero también pensado para la velocidad. Sus velas lo impulsarían allende las costas de Númenor mucho más rápido que a cualquiera de sus predecesores, rebajando en casi cuatro días el viaje desde Rómenna hasta la corte de Gil-Galad.
Marinero: Capitán - dijo un marino acercándose a Gimilzôr -, me dicen que ya está todo a punto para la botadura.
Gimilzôr: Excelente - resolvió el capitán -. Dile a todos los que queden a bordo que desciendan a tierra. No quiero nadie a bordo cuando se bote el barco.
Él mismo dio una última palmada a la rueda del timón y se encaminó a la pasarela para bajar de la borda. Dejando atrás a los hombres que trabajaban en la botadura, el capitán salió del astillero para dirigirse a la bocana del puerto donde estaba todo el mundo congregado para celebrar aquel evento tan especial. No podía faltar. Al fin y al cabo, él era el homenajeado con aquel galeón, y el rey en persona pretendía hacerle entrega del navío ante la nobleza de Rómenna.
El gentío se había arremolinado junto al estrado y las gradas que se habían colocado ante el agua para poder dejar un buen puesto de visión a los señores de la ciudad. Algunos guardias organizaban a la gente para evitar que se aglomeraran en exceso, pero era algo difícil de hacer al haber algunos millares de personas tratando de poder ver al rey de Númenor y al nuevo orgullo de la flota. Gimilzôr podía notar la expectación vibrando en el aire, y por un momento sintió una punzada de miedo de no poder estar a la altura. Él no era de alta cuna. Había sido un marinero competente, y un mejor navegante, y su gran experiencia le había valido de mucho a lo largo de su vida. Cuando una tempestad tropical al doblar el Cabo del Miedo acabó con el capitán del Tormenta en el agua, fue él quién tuvo que tomar el mando de la nave y mantener a salvo al príncipe Anardil. Desde ese desafortunado día, Gimilzôr se había convertido en el único capitán con el que el rey navegaría. Hacía ya casi un siglo que Gimilzôr había sido honrado con el título de Señor del Faro de Rómenna, al unirse en matrimonio a la dama Inzilbêth, la única hija de Arûkhôr, anterior Señor del Faro de Rómenna. Gimilzôr se había sentido honrado, sí, pero en ocasiones se sentía triste al no poder quedarse con su esposa más tiempo, y a menudo sentía que para ella, él no era más que un desconocido. Mientras se acercaba al estrado, con los guardias del rey escoltándolo para abrirle paso entre el gentío que vitoreaba su nombre como el de un héroe, la vio vestida de blanco, su falda ondeando al viento de la mañana. Desde la lejanía uno podría haberla confundido con una de las damas de los Altos Elfos, pues suyas habían sido las manos que habían tejido los delicados encajes de madreperla de aquella túnica que vestía. Viéndola, Gimilzôr sintió una vez más aquella punzada de culpa que le daba el pensar que aún no había sido capaz, en cien años de matrimonio, de darle un hijo. Quizás otro habría pensado mal de su esposa, pero Gimilzôr no había logrado engendrar jamás, ni siquiera un bastardo en sus romances de juventud por las costas de la Tierra Media. Habría cambiado su flamante galeón por un hijo para compensar los pesares que su matrimonio había causado a su aún joven esposa.
Los dos hombres que flanqueaban a Gimilzôr se apartaron para dejarle subir por los escalones del estrado. Tar-Aldarion, el Rey Marinero, aguardaba con una amplia sonrisa bajo su barba cana. Su hija relucía junto a él, en el lugar que habría ocupado la reina de no haber fallecido algunos años atrás.
Tar-Aldarion: ¡Ciudadanos de Rómenna! - empezó el rey con su potente voz habituada al mando -. Escuchadme bien. Esta mañana estamos aquí para homenajear a un hombre que ha servido al reino. A un hombre bueno que ha llevado a cabo siempre su deber allí donde se le ha necesitado. Y ante todo, para homenajear a un amigo. Contemplad a Amanecer, el amanecer de una nueva era para las flotas de Númenor...
Con aquellas palabras, un ruido pesado de troncos y maderas crujientes se oyó saliendo del enorme edificio del astillero, y por primera vez el casco del Amanecer fue besado por la luz matinal del sol. Y así, pocos segundos después, un enorme chapoteo certificó la botadura. Vítores y aplausos acompañaron aquel momento, y el rey hizo entrega a Gimilzôr del pergamino con el real decreto que le nombraba capitán del Amanecer y Señor de la Flota de Rómenna. Casi doscientos barcos bajo su mando.
Los dos viejos amigos intercambiaron palabras cómplices que nadie oyó, pues los aplausos y los vítores eran tan estruendosos que nadie podría oir palabra alguna. Así, nadie supo nunca qué fue lo que Gimilzôr dijo a su rey que logró arrancar una sonrisa y una carcajada en Tar-Aldarion, pero tampoco importaba. Los botes con los marineros del Amanecer ya estaban llegando a bordo para abrir sus velas y mostrar el esplendor de aquel regalo de Círdan Carpintero de Barcos, con el sol del Amanecer tejido en hilo de oro en ellas. Tal era el resplandor de aquel sol bajo los rayos de su hermano en los cielos, que cuando las velas se desplegaron el viento de la mañana fue silenciado por exclamaciones de entusiasmo y maravilla.
Tar-Aldarion: Bien, amigo mío - dijo el rey a Gimilzôr -, ha llegado la hora de partir.
Gimilzôr: Ha llegado - dijo con menos entusiasmo del que el rey había esperado.
Tar-Aldarion: ¿Sucede algo? - inquirió preocupado al notar algo extraño en su viejo amigo.
Gimilzôr: Es Inzilbêth. Nuestro matrimonio no la hace feliz. Puedo verlo en sus ojos cada vez que la veo. Llevamos cien años casados, pero sigo siendo para ella un mero desconocido.
El rey se giró y vio a la esposa de Gimilzôr. La Señora del Faro de Rómenna hacía honor a su título, y brillaba alta como el faro de la bahía, pero la tristeza de sus ojos era tan veraz como la luz del sol de la mañana reflejada en las velas del Amanecer.
Tar-Aldarion: Es un viaje corto hasta Lindon. ¿Por qué no la llevas contigo?
Gimilzôr: ¿Conmigo? - preguntó sorprendido -. Es un viaje oficial. Ella tiene obligaciones aquí. ¿Quién se ocupará de...?
Tar-Aldarion: Gimilzôr, ¿acaso no soy el rey de este reino? Ya me encargaré yo de sus obligaciones. Ya encontraré a alguien que se encargue de ellas las semanas que estéis fuera. Pasa un tiempo con ella. Os hará bien. Y cuando estéis en Lindon, visitad las ciudades de los elfos. El embajador regresa a su hogar, y he oido decir que Ost-in-Edhil es una maravilla a la altura de las maravillas de los señores de antaño. ¿Por qué no le acompañáis?
Gimilzôr se quedó en silencio por un momento, pensativo. Como siempre, su rey era demasiado generoso con él, y Gimilzôr se sonrojó levemente ante aquellas palabras que no venían de su señor, sino de un verdadero amigo.
Gimilzôr: Anardil... Gracias.
Gimilzôr se apoyó contra la rueda del timón. Pronto estarían preparados para navegar, y con ella marcaría el rumbo hacia aguas amigas. Las costas de la Tierra Media, tan inexploradas en su conjunto, habían sido su hogar durante más de la mitad de su vida. Junto a Anardil - a Gimilzôr, a pesar de los años que habían transcurrido desde su coronación, le costaba pensar en él con otro nombre - habían visitado las heladas aguas de la bahía de Forochel en el norte, donde los restos de la Gran Batalla que cambió el mundo aún podían verse en la tierra mancillada. Se había maravillado con las grandes ballenas que surcaban los mares, con la compañía de los delfines, y con los grandes bancos de atunes que tan sabrosos habían sido en su mesa.
El Amanecer, además, marcaba una nueva era. Con sus casi cuarenta metros de eslora, era un barco de gran envergadura pero también pensado para la velocidad. Sus velas lo impulsarían allende las costas de Númenor mucho más rápido que a cualquiera de sus predecesores, rebajando en casi cuatro días el viaje desde Rómenna hasta la corte de Gil-Galad.
Marinero: Capitán - dijo un marino acercándose a Gimilzôr -, me dicen que ya está todo a punto para la botadura.
Gimilzôr: Excelente - resolvió el capitán -. Dile a todos los que queden a bordo que desciendan a tierra. No quiero nadie a bordo cuando se bote el barco.
Él mismo dio una última palmada a la rueda del timón y se encaminó a la pasarela para bajar de la borda. Dejando atrás a los hombres que trabajaban en la botadura, el capitán salió del astillero para dirigirse a la bocana del puerto donde estaba todo el mundo congregado para celebrar aquel evento tan especial. No podía faltar. Al fin y al cabo, él era el homenajeado con aquel galeón, y el rey en persona pretendía hacerle entrega del navío ante la nobleza de Rómenna.
El gentío se había arremolinado junto al estrado y las gradas que se habían colocado ante el agua para poder dejar un buen puesto de visión a los señores de la ciudad. Algunos guardias organizaban a la gente para evitar que se aglomeraran en exceso, pero era algo difícil de hacer al haber algunos millares de personas tratando de poder ver al rey de Númenor y al nuevo orgullo de la flota. Gimilzôr podía notar la expectación vibrando en el aire, y por un momento sintió una punzada de miedo de no poder estar a la altura. Él no era de alta cuna. Había sido un marinero competente, y un mejor navegante, y su gran experiencia le había valido de mucho a lo largo de su vida. Cuando una tempestad tropical al doblar el Cabo del Miedo acabó con el capitán del Tormenta en el agua, fue él quién tuvo que tomar el mando de la nave y mantener a salvo al príncipe Anardil. Desde ese desafortunado día, Gimilzôr se había convertido en el único capitán con el que el rey navegaría. Hacía ya casi un siglo que Gimilzôr había sido honrado con el título de Señor del Faro de Rómenna, al unirse en matrimonio a la dama Inzilbêth, la única hija de Arûkhôr, anterior Señor del Faro de Rómenna. Gimilzôr se había sentido honrado, sí, pero en ocasiones se sentía triste al no poder quedarse con su esposa más tiempo, y a menudo sentía que para ella, él no era más que un desconocido. Mientras se acercaba al estrado, con los guardias del rey escoltándolo para abrirle paso entre el gentío que vitoreaba su nombre como el de un héroe, la vio vestida de blanco, su falda ondeando al viento de la mañana. Desde la lejanía uno podría haberla confundido con una de las damas de los Altos Elfos, pues suyas habían sido las manos que habían tejido los delicados encajes de madreperla de aquella túnica que vestía. Viéndola, Gimilzôr sintió una vez más aquella punzada de culpa que le daba el pensar que aún no había sido capaz, en cien años de matrimonio, de darle un hijo. Quizás otro habría pensado mal de su esposa, pero Gimilzôr no había logrado engendrar jamás, ni siquiera un bastardo en sus romances de juventud por las costas de la Tierra Media. Habría cambiado su flamante galeón por un hijo para compensar los pesares que su matrimonio había causado a su aún joven esposa.
Los dos hombres que flanqueaban a Gimilzôr se apartaron para dejarle subir por los escalones del estrado. Tar-Aldarion, el Rey Marinero, aguardaba con una amplia sonrisa bajo su barba cana. Su hija relucía junto a él, en el lugar que habría ocupado la reina de no haber fallecido algunos años atrás.
Tar-Aldarion: ¡Ciudadanos de Rómenna! - empezó el rey con su potente voz habituada al mando -. Escuchadme bien. Esta mañana estamos aquí para homenajear a un hombre que ha servido al reino. A un hombre bueno que ha llevado a cabo siempre su deber allí donde se le ha necesitado. Y ante todo, para homenajear a un amigo. Contemplad a Amanecer, el amanecer de una nueva era para las flotas de Númenor...
Con aquellas palabras, un ruido pesado de troncos y maderas crujientes se oyó saliendo del enorme edificio del astillero, y por primera vez el casco del Amanecer fue besado por la luz matinal del sol. Y así, pocos segundos después, un enorme chapoteo certificó la botadura. Vítores y aplausos acompañaron aquel momento, y el rey hizo entrega a Gimilzôr del pergamino con el real decreto que le nombraba capitán del Amanecer y Señor de la Flota de Rómenna. Casi doscientos barcos bajo su mando.
Los dos viejos amigos intercambiaron palabras cómplices que nadie oyó, pues los aplausos y los vítores eran tan estruendosos que nadie podría oir palabra alguna. Así, nadie supo nunca qué fue lo que Gimilzôr dijo a su rey que logró arrancar una sonrisa y una carcajada en Tar-Aldarion, pero tampoco importaba. Los botes con los marineros del Amanecer ya estaban llegando a bordo para abrir sus velas y mostrar el esplendor de aquel regalo de Círdan Carpintero de Barcos, con el sol del Amanecer tejido en hilo de oro en ellas. Tal era el resplandor de aquel sol bajo los rayos de su hermano en los cielos, que cuando las velas se desplegaron el viento de la mañana fue silenciado por exclamaciones de entusiasmo y maravilla.
Tar-Aldarion: Bien, amigo mío - dijo el rey a Gimilzôr -, ha llegado la hora de partir.
Gimilzôr: Ha llegado - dijo con menos entusiasmo del que el rey había esperado.
Tar-Aldarion: ¿Sucede algo? - inquirió preocupado al notar algo extraño en su viejo amigo.
Gimilzôr: Es Inzilbêth. Nuestro matrimonio no la hace feliz. Puedo verlo en sus ojos cada vez que la veo. Llevamos cien años casados, pero sigo siendo para ella un mero desconocido.
El rey se giró y vio a la esposa de Gimilzôr. La Señora del Faro de Rómenna hacía honor a su título, y brillaba alta como el faro de la bahía, pero la tristeza de sus ojos era tan veraz como la luz del sol de la mañana reflejada en las velas del Amanecer.
Tar-Aldarion: Es un viaje corto hasta Lindon. ¿Por qué no la llevas contigo?
Gimilzôr: ¿Conmigo? - preguntó sorprendido -. Es un viaje oficial. Ella tiene obligaciones aquí. ¿Quién se ocupará de...?
Tar-Aldarion: Gimilzôr, ¿acaso no soy el rey de este reino? Ya me encargaré yo de sus obligaciones. Ya encontraré a alguien que se encargue de ellas las semanas que estéis fuera. Pasa un tiempo con ella. Os hará bien. Y cuando estéis en Lindon, visitad las ciudades de los elfos. El embajador regresa a su hogar, y he oido decir que Ost-in-Edhil es una maravilla a la altura de las maravillas de los señores de antaño. ¿Por qué no le acompañáis?
Gimilzôr se quedó en silencio por un momento, pensativo. Como siempre, su rey era demasiado generoso con él, y Gimilzôr se sonrojó levemente ante aquellas palabras que no venían de su señor, sino de un verdadero amigo.
Gimilzôr: Anardil... Gracias.
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