Do Kar
Historial de mi personaje de la partida "Lo Viejo y lo Nuevo" de Reinos Olvidados que juego en Plataformarol.
Do Kar recuerda poco de su infancia. Recuerda un tiempo en que merodeaba por la gran oscuridad, sirviendo oscuros ejércitos de grandes hechiceros, en una interminable guerra donde los orcos morían y vertían su sangre sin ningún sentido. Recuerda haber merodeado como una bestia sin mente en batallas sin final. Pero prefiere no recordar aquellos días.
Hace ya mucho que Do Kar salió a la superfície, que conoció la mordedura del sol sobre sus ojos, y que aprendió a acostumbrarse a su mal. Grande y fuerte, vagó errante como un salvaje, alimentándose de lo que era capaz de cazar, de lo que era capaz de recoger. Vio de lejos las ciudades de hombres, de elfos y enanos, y sintió la mordedura de sus flechas cuando trató de acercarse a ellas. Vagó por los páramos secos, lejos de los caballeros de brillantes armaduras, y se hizo fuerte. Sobrevivió. Hasta que encontró el clan.
Al principio, no estaba muy seguro de la razón, pero al llegar a aquel poblado de tiendas de campaña lleno de orcos salvajes Do Kar no fue inmediatamente atacado. Quizás fue su tamaño, o el tamaño de sus cicatrices, pero el caso es que se le permitió quedar... durante media hora. Ese fue el tiempo que necesitó el cabecilla de la tribu para encararse con él, para echarlo fuera de su territorio. Olía el peligro en Do Kar, olía su fuerza, y tuvo miedo que aquel orco grandote y torpe de extraño color rompiese el delicado equilibrio que a base de terror mantenía el orden en el clan. Do Kar no tuvo más opción que hacerle frente, y blandiendo su oxidada doble hacha orca enseguida se vio superado por aquel guerrero sin par en el clan. Mung, el jefe del clan, atravesó un costado de Do Kar con su lanza, dejándolo a su muerte. Pero Do Kar era fuerte, más de lo que otros sospechaban, y aquella herida que en otro habría causado la muerte no lo hizo en el orco oscuro. Se levantó esa noche, cuando el campamento ya se había levantado, y lentamente fue recuperándose de aquella herida, bebiendo de charcas llenas de lodo, comiendo raíces... Y así, sobrevivió, y siguió de lejos al clan. Humillado por la derrota, pero demostrando suficiente fuerza como para alzarse en pie, Do Kar volvió al campamento... Y esa vez fue tolerado. Cualquiera lo suficientemente resistente como para sobrevivir una acometida de la lanza de Mung había hecho méritos para vivir entre los orcos del clan. Y Do Kar había aprendido quién mandaba... Y por lo tanto a quién obedecer. Y obedeció a Mung.
La vida en el campamento no era fácil. Do Kar era demasiado grande, demasiado lento para la vida de las llanuras, aunque compensaba aquellas carencias con una fuerza tremenda y un cuerpo a cuerpo letal. Y poco a poco, Do Kar empezó a ganarse el respeto de sus nuevos compañeros de clan.
El clan de Mung era un clan errante. Atacaban a todo aquel que se pusiera en su camino, saqueaban, y se comportaban como animales. A menudo, Do Kar se lamentaba para sí mismo que Mung careciese de cerebro donde le sobraba fuerza. Aquel pensamiento se hizo peligrosamente importante a medida que el clan abandonaba la estepa y la horda se adentraba en territorio de los hombres. Los campamentos y las caravanas quedaron atrás, y cada vez eran más y más frecuentes los ataques a aldeas. Ataques sin sentido. Ataques sin otro objetivo que matar y saquear.
La horda se enriquecía, y los saqueos eran cada vez más fructíferos. Do Kar incluso logró hacerse una armadura a base de trozos de metal arrancados de sus víctimas, pero su cuerpo era demasiado grande y le daban un aspecto grotesco. La facilidad que tenía el “gran orco negro”, como le llamaban, para acabar con sus enemigos empezaba a ser importante y respetada. Do Kar empezó a hacer algo que Mung nunca había hecho: pensar. En cada asalto, aprendía de las defensas de sus enemigos, de las tácticas, y empezó a ver a través de sus trampas, de sus estratagemas, a adelantarse a ellas. Aprendió que su lento cuerpo le daba una ventaja: su voz, potente y grave, capaz de ser oida a un grito suyo entre sus compañeros de clan. Gracias a aquella capacidad para ver los problemas antes que se produjesen en una batalla, y de estar ahí para cerrar la brecha cuando los llamados “civilizados” organizaban un contra-ataque contra la horda, otros orcos del clan empezaron a deberle la vida.
Con el paso de los meses, demasiados fueron los que emepezaron a deberle la vida. Mung vio de nuevo la amenaza a su liderazgo sobre el clan, pero con Do Kar ya derrotado y servil el jefe del clan no encontraba manera alguna de ver un atisbo de traición en el gran orco negro. Pero Do Kar empezó a ver cómo Mung le mandaba a él y a los suyos a los lugares más peligrosos del asalto, a su muerte. Y Do Kar con astucia impropia de un orco logró sobrevivir una vez, en la toma de una empalizada. Y otra, en el ataque a un grupo de soldados de relucientes armaduras. Y hasta una tercera vez, acabando con un grupo de sacerdotes en peregrinaje.
Pero cuando Mung mandó a Do Kar y sus seguidores al frente de una caravana de un hechicero oscuro, la magia desatada del hechicero acabó con ellos. Era una trampa, que ni Do Kar ni Mung habían previsto. Hartos de las incursiones de la horda, los habitantes de la región habían contratado a un mago poderoso para darles muerte. Pero no fue muerte lo que les dio, sino esclavitud: el mago diezmó a la horda, empleando su poder sobre los más fuertes, y tras un duro combate logró capturar a Mung. Lo que le hizo a Mung, Do Kar no lo sabe. Sin embargo, cuando a los tres días de estar prisionero cargado de cadenas los hombres se alejaron, Mung había cambiado. Portaba una reluciente capa, y una diadema de hierro en la frente. El líder del clan anunció a los suyos que había logrado su liberación a cambio de algunas concesiones, y que había forjado una alianza con el mago que les había derrotado. Del lado de quién era tan fuerte como para derrotar al clan, dijo Mung, el clan sería invencible. Y Mung ordenó la marcha hacia el corazón de las tierras civilizadas.
Do Kar entendió lo sucedido. Lo recordaba, lo había vivido mucho tiempo atrás: grandes hechiceros dominando a la horda, allá en la Infraoscuridad, enviándolos a la muerte gracias a sus sed de guerra, de botín. Pero de qué sirve un botín, o una guerra, si no vives para disfrutarla. Y de qué sirve tratar de convencer a los orcos de lo contrario. Llenos de rabia por la derrota ante los humanos, pero enardecidos por aliarse con aquellos más fuertes que el clan, como una sola marabunta de hachas negras los orcos siguieron a Munk y marcharon hacia el interior. Y durante unos días, las cosas fueron como había dicho Mung. Ardieron aldeas, saquearon graneros y comieron carne cruda de cerdo.
Pero a cada día que se internaban más y más en territorio civilizado Do Kar intuía más y más el desastre. Así se lo dijo a sus allegados, a aquellos con los que había estado combatiendo con más frecuencia: Muktar, un orco nervudo y peludo; Lugush, un orco panzudo y grandote amante de la grasa de cerdo pero bueno para cubrirte las espaldas; Croc, un combatiente con medio rostro desfigurado por el fuego de una casa en llamas que le cayó encima durante un saqueo y que casi acaba con su vida... Sus tres fieles compañeros no tenían mucha cabeza, pero entendían que Do Kar era fuerte, y asentían a sus palabras aún sin comprenderlas.
Y una mañana, la traición del mago se consumó. Un ejército pasó por encima de la horda cuando todavía estaban acampados, acabando con Mung, con el mago al frente. Do Kar apenas tuvo tiempo de replegar a algunos de los suyos y huir, pero Lugush acabó pagando su panza dando con su cabeza clavada en una pica. El mago había convertido la horda en una amenaza mayor de lo que jamás habría sido a ojos de los lugareños, y a cambio de mucho más oro del inicialmente pactado arrasó al clan. Sin duda, pensaba Do Kar, Mung estaba bajo su control, y por eso lograron tomar al clan con la guardia baja.
Así fue como los restos de la horda regresaron a las llanuras, a los pastos secos donde pocos vivían, lejos de la guerra, lejos de la vida de saqueo. Los siguientes meses fueron de luchas intestinas, donde cada cual luchaba por un pedazo de carne a muerte con sus hermanos de clan. Muchos murieron de hambre, otros por las heridas. Sin la fuerza suficiente de la horda para saquear, la vida era imposible de sostener en las llanuras. Ya no podían asaltar caravanas en busca de alimentos. Ya no podían atosigar pequeñas comunidades. Débiles y sin liderazgo, la horda se disgregó.
Aquellos años Do Kar vagó de nuevo. En la horda había sido un extranjero, y aunque con ellos compartió mucho ya nada le retenía en aquel erial. Vagó de nuevo, comiendo lo que lograba cazar, vigilando no entrar en los territorios de los hombres, con su vieja y oxidada doble hacha al hombro. Vagó sin rumbo durante algunos años, hasta que sus pasos le llevaron lejos de las llanuras, hasta inhóspitas cordilleras infestadas de orcos de las montañas. Le recordaron aquellos orcos al clan, a cómo habían sido, pero aquellos orcos tenían otros objetivos, otros amos. Al igual que el clan de Mung, el clan de la montaña seguía a un mago oscuro, uno que los hombres llamaban el liche. El liche no estaba ni vivo ni muerto, y comandaba poderosa magia de oscuras artes. Do Kar, cansado de vagar, entró en el clan de la montaña. Esperó el desafío del líder, pero no hubo tal desafío. El liche deseaba tropas, deseaba una fuerza de combate, y cualquier nuevo orco a sus filas era respetado.
Do Kar pronto vio que la ferrea mano del Amo Negro, como le llamaban los demás orcos, había traído el orden a las tribus de la montaña, y había dado a nacer el clan de la Montaña Negra. Aquel era un clan mucho más grande que el que había sido el clan de Mung, más fuerte, mucho mejor organizado y equipado. Do Kar pudo así deshacerse de su vieja hacha oxidada y logró que le forjaran una nueva. Incluso logró una armadura adecuada a su cuerpo. Pronto, su fuerza y su experiencia le hicieron destacar a ojos de los guerreros del clan, y el Amo Negro oyó de él.
Do Kar no olvidará la primera vez que estuvo ante el Amo Negro jamás. Le convocó en lo más profundo y oscuro de la cueva de la Montaña Negra, un lugar donde no había luz, y donde sus ojos de la Infraoscuridad recordaron cómo había sido antaño su hogar. Notó el frío aliento de la muerte cuando el Amo Negro apareció ante él, insinuante como un lamento, fríos sus ojos como el mármol de una tumba. Do Kar vio su voluntad doblegada, y al igual que el resto de guerreros fuertes del clan de la Montaña Negra se arrodilló ante el Amo Negro. Y recibió de su señor el mando de una Garra, una unidad de orcos. Como Señor Negro, vistió una armadura negra como el carbón, y obtuvo la magia de los objetos que le entregó su Amo Negro. El Maestro, le llamaba. Y como a un dios lo adoraba.
De aquel modo, el enorme orco negro, vestido en una armadura de placas completa y con una terrible hacha doble orca entre las manos se puso al frente de una de las cinco Garras del Amo Negro. El antiguo comandante de la Garra, un guerrero llamado Roru, desafió a su nuevo señor. Do Kar, sabedor que el Amo no permitiría que matase a alguien de la habilidad de Roru, contuvo su fuerza y tras una dura pelea perdonó la vida de Roru. Compasión? No, Roru era una buena hacha, demasiado buena como para tirarla, y Do Kar era lo suficientemente listo como para saber eso. Y convirtió a Roru en su Puño, su mano derecha.
Al fin el Amo Negro estuvo listo. Do Kar nunca supo sus planes, sólo sabía que con el Amo él era respetado, que daba órdenes, y que cada noche tenía una hembra orca – o de otra raza capturada, de manera excepcional – en su lecho. Kry, Locut, Grund y Ulrik eran los otros cuatro comandantes de Garra, cuatro poderosos guerreros de impresionante habilidad. Cuando las fuerzas del Amo Negro avanzaron, arrasaron con todo. Como señor de su Garra, Do Kar siempre fue el primero en elegir botín, el primero en elegir hembras, y en batalla sus gritos de guerra enardecían el clamor de los orcos al tiempo que acobardaban los corazones de sus enemigos. Fue así como llegaron a una ciudad amurallada, grande en dimensiones. El Amo hizo construir torres de asedio, catapultas, y así obedecieron sus cinco Garras. La toma de la ciudad duró dos semanas de asedio, y los humanos que en ella vivían demostraron ser más resistentes que los pueblerinos a los que deberían haber protegido. A hacha y fuego, el Amo conquistó un territorio propio, y se hizo rey. No era el suyo un gran reino, apenas una ciudad próxima a las montañas, pero obligó con amenazas y la fuerza de sus Garras a que los hombres doblegaran la rodilla ante su nuevo señor. Secuestrando literalmente a sus familias, logró para sí añadir las tropas de la ciudad a las propias.
Do Kar se contagió de la cruel sed de sangre y poder del Amo Negro. Tras la toma de la ciudad, eligió para sí una hembra que aún nunca había probado: una noble elfa, de dorados cabellos y piel blanca como el resplandor de la luna. Fue un capricho, y durante la semana siguiente al asalto un capricho bien aprovechado. No fue hasta pasada esa semana que a Do Kar se le ocurrió preguntar a la elfa su nombre. Siliana, una aprendiz de mago elfa que tuvo la mala fortuna de estar visitando a unos parientes en la ciudad. A Do Kar le divertía el odio que la elfa tenía hacia él, y la indefensión que le provocaba el no tener su libro de conjuros con ella: era como una niña, indefensa y manejable.
Pero el reinado del Amo Negro pronto recibió una contundente respuesta por el rey del país de aquellos hombres, de aquella ciudad. Donde el Amo había esperado consolidar su poder, sólo halló revueltas. Borrachos del vino de los hombres, sus orcos se volvieron indisciplinados y violentos, y los comandantes de Garra estaban demasiado ociosos disfrutando de sus botines de guerra como para imponer el orden. El Amo montó en cólera, y Locut vio cómo su cabeza acababa atravesada en una pica en la plaza central de la ciudad pocos días después que llegase un mensajero anunciando la declaración de guerra del rey del país. Aquello puso en cintura a los comandantes de las Garras. El Amo Negro sacó a sus tropas de la ciudad, y las lanzó a campo abierto, a buscar la conquista y la muerte de sus enemigos. Fue una táctica agresiva y arriesgada, pero funcionó... al principio. Dos ciudades más cayeron bajo la fuerza del Amo.
Do Kar resultó ser uno de los comandantes de Garra más eficaces del Amo, y fue recompensado por ello con la tercera ciudad. Do Kar se convirtió en su caudillo, gobernando con puño de hierro, siguiendo las órdenes del Amo. Roru se empezó a revelar como un eficaz lugarteniente, y el rey del país mandó un grupo de emisarios para firmar un armisticio.
Y durante unos meses, hubo paz. Do Kar disfrutó de su concubina favorita, y logró evitar su suicidio en varias ocasiones cuando la elfa quedó embarazada. El Amo Negro estaba interesado en ver el resultado del cruce entre el gran orco negro y la maga elfa, para experimentar, y si su Amo así lo quería, Do Kar entonces estaba de acuerdo. Siliana lloraba amargamente cada noche, incapaz de acabar con su vida, condenada a vivir de aquella manera. Poco a poco, sus ansias de libertad se fueron anulando, y Do Kar empezó a doblegar su voluntad.
Pero mientras duró la tregua, la economía empezó a flaquear. La riqueza de aquellas ciudades venía de las minas de plata que había en sus montañas, pero pocos eran los dispuestos a comerciar con el país del Amo Negro. La riqueza de plata no sirvió para alimentar a las Garras, ni a los esclavos, y pronto una hambruna se apoderó de las tres ciudades. La anarquía regresó, y el Amo Negro vio cómo su reino amenazaba con desintegrarse. Sólo vio una salida: conquistar los territorios vecinos de otras dos ciudades de otro país, ricas y fértiles. Aquello probaría ser fatal.
Las fuerzas de Do Kar atacaron la ciudad más al sur, y avanzaron con escasa oposición. Demasiado poca oposición. Los orcos estaban nerviosos, pues la orden era no incendiar, sino capturar, tarea demasiado sutil para sus instintos destructores. De repente, se desató el infierno: aquel país se había aliado con aquel que el Amo Negro invadiese meses atrás, y dejando avanzar con facilidad en su territorio a las tropas de Do Kar, lograron hacer una pinza perfecta. Cortaron la línea de suministros de la horda cuando llegaron a la ciudad a conquistar, aislándolos, y de repente Do Kar se dio cuenta que estaban sin salida posible. Las noticias que traían los escasos mensajeros capaces de atravesar el cerco indicaban que las otraa Garra invasora estaba en una situación similar. Y las otras tres Garras guardaban el territorio del Amo.
Do Kar sólo vio una salida: romper el cerco y regresar al reino del Amo Negro por donde habían venido antes que éste pudiese completarse. Aunque arriesgada, la maniobra fue rápida y tomó al enemigo por sorpresa, antes que pudiesen cerrar el cerco por completo. De nuevo, el instinto de Do Kar para ver las trampas del enemigo le salvó la vida, aunque perdió la mitad de su garra en aquella carga frenética campo a través.
Derrotado, descubrió que la otra Garra, la de Ulrik, había sido aniquilada. El Amo Negro estaba debilitado, con una Garra destruida y otra diezmada. La Alianza entre los dos países decidió que era el momento de acabar con la amenaza, y lanzó sus ejércitos sobre las Tres Ciudades.
El Amo Negro, cobarde, huyó. Nadie sabe a dónde fue, pero al desaparecer su dominio sobre los comandantes de Garra desapareció. Se desató el Caos, y las tres ciudades cayeron una tras otra. Do Kar logró reunir a algunos supervivientes y conservar algunas de sus posesiones, incluyendo a su concubina embarazada, y huyó a las montañas. Juró en su huída, a sus hombres, que la traición del Amo Negro no sería perdonada. Y ante los dioses orcos antiguos, ante Gruumsh, hizo una promesa: ningún otro mago o hechicero doblegaría su voluntad, jamás, ni sometería a los suyos. Desde esa noche, juró Gruumsh, vivirían como lo que eran. Como orcos.
Así nació el clan de Do Kar, en las salvajes y agrestes colinas de las que surgiera el Amo Negro. Se quemaron los ídolos representando al liche, se destruyeron sus estatuas, se borraron sus símbolos. Bendito por Gruumsh, Do Kar y los suyos se hicieron fuertes en su valle, entre las montañas. Fue Do Kar en persona quién pidió parlamentar con un grupo de emisarios de los reyes de los países atacados. La oferta de negociación fue recogida con sorpresa, pero pese a los recelos se envió a negociar al general Walar... con quinientos hombres tras él.
Do Kar bajó sólo acompañado de su guardia de sangre y su Puño, el ya inquebrantablemente leal Roru. Expuso sus condiciones: a cambio de permitirle vivir en los valles de las montañas con los suyos, ellos se comprometían a guardar aquellas montañas, famosas por los dragones que habitaban en ellas, los gigantes, y otros peligrosos monstruos. Para aquellos países devastados por la guerra contra los orcos, el trato era conveniente, pero recelaban de Do Kar y sus intenciones. A cambio de su confianza, Do Kar liberó a un centenar de esclavos humanos y enanos, usados como porteadores por su Garra en la guerra, ilesos. Aquel acto sorprendió a los hombres de los reinos, que vieron en aquel caudillo orco, negro y grande, algo inesperado. Accedieron a cambio de poder instalar a la salida del valle un muro defensivo y una fortaleza de vigilancia. Do Kar aceptó con la condición de poder poner una base propia al otro lado del muro, para vigilar la invasión de los hombres.
Y así, quedó sellado el acuerdo, pero Do Kar no incluyó en el trato a su elfa. Era suya, y pese a la diferencia entre ambos, ahora tenían un hijo en común. Sabedor que aquella aberración había nacido fruto de la ambición del liche y de sus propios deseos. Siliana, dada probablemente por muerta por sus parientes, gozaba cada vez de mayor libertad en el clan, y por extraño que pareciese había desarrollado para con su hijo medio orco un especial aprecio. Como Do Kar...
Hace ya tres años que el muro que cierra los valles de las montañas fue construido. El clan Do Kar subsiste, y se ha llegado a una paz. El valle principal se ramifica en otros tres, y Do Kar gobierna sobre los valles y los siete poblados orcos que hay en él. Gracias a la experiencia adquirida como administrador de la ciudad, Do Kar ha conseguido que sus orcos empiecen a vivir de acuerdo a como Gruumsh así lo quiso para con su pueblo: cazan, recolectan y talan, pero no tanto como para destruir lo que les rodea. Esto último lo ha aprendido de su concubina elfa. A través del muro, un tráfico comercial se ha iniciado con el exterior, comerciando con materias primas del los valles, plantas medicinales de alta montaña, y plata, hierro y otros metales que se extraen de las montañas.
De vez en cuando los guerreros de la antigua Garra deben subir a los valles superiores para acabar con algún gigante que baja a buscar cacería. Do Kar tiene enemigos, y no pocas preocupaciones, pero cuenta con su clan como su fuerza. Algunos no entienden sus maneras, pero la traición del Amo Negro sigue demasiado presente en el recuerdo. Algunos llaman débil a Do Kar, pero el gran orco negro ya ha acabado con tres pretendientes a su trono, mostrando su fuerza y destreza en batalla. Pero quién sabe lo que el futuro deparará a este orco y a su clan...
Do Kar recuerda poco de su infancia. Recuerda un tiempo en que merodeaba por la gran oscuridad, sirviendo oscuros ejércitos de grandes hechiceros, en una interminable guerra donde los orcos morían y vertían su sangre sin ningún sentido. Recuerda haber merodeado como una bestia sin mente en batallas sin final. Pero prefiere no recordar aquellos días.
Hace ya mucho que Do Kar salió a la superfície, que conoció la mordedura del sol sobre sus ojos, y que aprendió a acostumbrarse a su mal. Grande y fuerte, vagó errante como un salvaje, alimentándose de lo que era capaz de cazar, de lo que era capaz de recoger. Vio de lejos las ciudades de hombres, de elfos y enanos, y sintió la mordedura de sus flechas cuando trató de acercarse a ellas. Vagó por los páramos secos, lejos de los caballeros de brillantes armaduras, y se hizo fuerte. Sobrevivió. Hasta que encontró el clan.
Al principio, no estaba muy seguro de la razón, pero al llegar a aquel poblado de tiendas de campaña lleno de orcos salvajes Do Kar no fue inmediatamente atacado. Quizás fue su tamaño, o el tamaño de sus cicatrices, pero el caso es que se le permitió quedar... durante media hora. Ese fue el tiempo que necesitó el cabecilla de la tribu para encararse con él, para echarlo fuera de su territorio. Olía el peligro en Do Kar, olía su fuerza, y tuvo miedo que aquel orco grandote y torpe de extraño color rompiese el delicado equilibrio que a base de terror mantenía el orden en el clan. Do Kar no tuvo más opción que hacerle frente, y blandiendo su oxidada doble hacha orca enseguida se vio superado por aquel guerrero sin par en el clan. Mung, el jefe del clan, atravesó un costado de Do Kar con su lanza, dejándolo a su muerte. Pero Do Kar era fuerte, más de lo que otros sospechaban, y aquella herida que en otro habría causado la muerte no lo hizo en el orco oscuro. Se levantó esa noche, cuando el campamento ya se había levantado, y lentamente fue recuperándose de aquella herida, bebiendo de charcas llenas de lodo, comiendo raíces... Y así, sobrevivió, y siguió de lejos al clan. Humillado por la derrota, pero demostrando suficiente fuerza como para alzarse en pie, Do Kar volvió al campamento... Y esa vez fue tolerado. Cualquiera lo suficientemente resistente como para sobrevivir una acometida de la lanza de Mung había hecho méritos para vivir entre los orcos del clan. Y Do Kar había aprendido quién mandaba... Y por lo tanto a quién obedecer. Y obedeció a Mung.
La vida en el campamento no era fácil. Do Kar era demasiado grande, demasiado lento para la vida de las llanuras, aunque compensaba aquellas carencias con una fuerza tremenda y un cuerpo a cuerpo letal. Y poco a poco, Do Kar empezó a ganarse el respeto de sus nuevos compañeros de clan.
El clan de Mung era un clan errante. Atacaban a todo aquel que se pusiera en su camino, saqueaban, y se comportaban como animales. A menudo, Do Kar se lamentaba para sí mismo que Mung careciese de cerebro donde le sobraba fuerza. Aquel pensamiento se hizo peligrosamente importante a medida que el clan abandonaba la estepa y la horda se adentraba en territorio de los hombres. Los campamentos y las caravanas quedaron atrás, y cada vez eran más y más frecuentes los ataques a aldeas. Ataques sin sentido. Ataques sin otro objetivo que matar y saquear.
La horda se enriquecía, y los saqueos eran cada vez más fructíferos. Do Kar incluso logró hacerse una armadura a base de trozos de metal arrancados de sus víctimas, pero su cuerpo era demasiado grande y le daban un aspecto grotesco. La facilidad que tenía el “gran orco negro”, como le llamaban, para acabar con sus enemigos empezaba a ser importante y respetada. Do Kar empezó a hacer algo que Mung nunca había hecho: pensar. En cada asalto, aprendía de las defensas de sus enemigos, de las tácticas, y empezó a ver a través de sus trampas, de sus estratagemas, a adelantarse a ellas. Aprendió que su lento cuerpo le daba una ventaja: su voz, potente y grave, capaz de ser oida a un grito suyo entre sus compañeros de clan. Gracias a aquella capacidad para ver los problemas antes que se produjesen en una batalla, y de estar ahí para cerrar la brecha cuando los llamados “civilizados” organizaban un contra-ataque contra la horda, otros orcos del clan empezaron a deberle la vida.
Con el paso de los meses, demasiados fueron los que emepezaron a deberle la vida. Mung vio de nuevo la amenaza a su liderazgo sobre el clan, pero con Do Kar ya derrotado y servil el jefe del clan no encontraba manera alguna de ver un atisbo de traición en el gran orco negro. Pero Do Kar empezó a ver cómo Mung le mandaba a él y a los suyos a los lugares más peligrosos del asalto, a su muerte. Y Do Kar con astucia impropia de un orco logró sobrevivir una vez, en la toma de una empalizada. Y otra, en el ataque a un grupo de soldados de relucientes armaduras. Y hasta una tercera vez, acabando con un grupo de sacerdotes en peregrinaje.
Pero cuando Mung mandó a Do Kar y sus seguidores al frente de una caravana de un hechicero oscuro, la magia desatada del hechicero acabó con ellos. Era una trampa, que ni Do Kar ni Mung habían previsto. Hartos de las incursiones de la horda, los habitantes de la región habían contratado a un mago poderoso para darles muerte. Pero no fue muerte lo que les dio, sino esclavitud: el mago diezmó a la horda, empleando su poder sobre los más fuertes, y tras un duro combate logró capturar a Mung. Lo que le hizo a Mung, Do Kar no lo sabe. Sin embargo, cuando a los tres días de estar prisionero cargado de cadenas los hombres se alejaron, Mung había cambiado. Portaba una reluciente capa, y una diadema de hierro en la frente. El líder del clan anunció a los suyos que había logrado su liberación a cambio de algunas concesiones, y que había forjado una alianza con el mago que les había derrotado. Del lado de quién era tan fuerte como para derrotar al clan, dijo Mung, el clan sería invencible. Y Mung ordenó la marcha hacia el corazón de las tierras civilizadas.
Do Kar entendió lo sucedido. Lo recordaba, lo había vivido mucho tiempo atrás: grandes hechiceros dominando a la horda, allá en la Infraoscuridad, enviándolos a la muerte gracias a sus sed de guerra, de botín. Pero de qué sirve un botín, o una guerra, si no vives para disfrutarla. Y de qué sirve tratar de convencer a los orcos de lo contrario. Llenos de rabia por la derrota ante los humanos, pero enardecidos por aliarse con aquellos más fuertes que el clan, como una sola marabunta de hachas negras los orcos siguieron a Munk y marcharon hacia el interior. Y durante unos días, las cosas fueron como había dicho Mung. Ardieron aldeas, saquearon graneros y comieron carne cruda de cerdo.
Pero a cada día que se internaban más y más en territorio civilizado Do Kar intuía más y más el desastre. Así se lo dijo a sus allegados, a aquellos con los que había estado combatiendo con más frecuencia: Muktar, un orco nervudo y peludo; Lugush, un orco panzudo y grandote amante de la grasa de cerdo pero bueno para cubrirte las espaldas; Croc, un combatiente con medio rostro desfigurado por el fuego de una casa en llamas que le cayó encima durante un saqueo y que casi acaba con su vida... Sus tres fieles compañeros no tenían mucha cabeza, pero entendían que Do Kar era fuerte, y asentían a sus palabras aún sin comprenderlas.
Y una mañana, la traición del mago se consumó. Un ejército pasó por encima de la horda cuando todavía estaban acampados, acabando con Mung, con el mago al frente. Do Kar apenas tuvo tiempo de replegar a algunos de los suyos y huir, pero Lugush acabó pagando su panza dando con su cabeza clavada en una pica. El mago había convertido la horda en una amenaza mayor de lo que jamás habría sido a ojos de los lugareños, y a cambio de mucho más oro del inicialmente pactado arrasó al clan. Sin duda, pensaba Do Kar, Mung estaba bajo su control, y por eso lograron tomar al clan con la guardia baja.
Así fue como los restos de la horda regresaron a las llanuras, a los pastos secos donde pocos vivían, lejos de la guerra, lejos de la vida de saqueo. Los siguientes meses fueron de luchas intestinas, donde cada cual luchaba por un pedazo de carne a muerte con sus hermanos de clan. Muchos murieron de hambre, otros por las heridas. Sin la fuerza suficiente de la horda para saquear, la vida era imposible de sostener en las llanuras. Ya no podían asaltar caravanas en busca de alimentos. Ya no podían atosigar pequeñas comunidades. Débiles y sin liderazgo, la horda se disgregó.
Aquellos años Do Kar vagó de nuevo. En la horda había sido un extranjero, y aunque con ellos compartió mucho ya nada le retenía en aquel erial. Vagó de nuevo, comiendo lo que lograba cazar, vigilando no entrar en los territorios de los hombres, con su vieja y oxidada doble hacha al hombro. Vagó sin rumbo durante algunos años, hasta que sus pasos le llevaron lejos de las llanuras, hasta inhóspitas cordilleras infestadas de orcos de las montañas. Le recordaron aquellos orcos al clan, a cómo habían sido, pero aquellos orcos tenían otros objetivos, otros amos. Al igual que el clan de Mung, el clan de la montaña seguía a un mago oscuro, uno que los hombres llamaban el liche. El liche no estaba ni vivo ni muerto, y comandaba poderosa magia de oscuras artes. Do Kar, cansado de vagar, entró en el clan de la montaña. Esperó el desafío del líder, pero no hubo tal desafío. El liche deseaba tropas, deseaba una fuerza de combate, y cualquier nuevo orco a sus filas era respetado.
Do Kar pronto vio que la ferrea mano del Amo Negro, como le llamaban los demás orcos, había traído el orden a las tribus de la montaña, y había dado a nacer el clan de la Montaña Negra. Aquel era un clan mucho más grande que el que había sido el clan de Mung, más fuerte, mucho mejor organizado y equipado. Do Kar pudo así deshacerse de su vieja hacha oxidada y logró que le forjaran una nueva. Incluso logró una armadura adecuada a su cuerpo. Pronto, su fuerza y su experiencia le hicieron destacar a ojos de los guerreros del clan, y el Amo Negro oyó de él.
Do Kar no olvidará la primera vez que estuvo ante el Amo Negro jamás. Le convocó en lo más profundo y oscuro de la cueva de la Montaña Negra, un lugar donde no había luz, y donde sus ojos de la Infraoscuridad recordaron cómo había sido antaño su hogar. Notó el frío aliento de la muerte cuando el Amo Negro apareció ante él, insinuante como un lamento, fríos sus ojos como el mármol de una tumba. Do Kar vio su voluntad doblegada, y al igual que el resto de guerreros fuertes del clan de la Montaña Negra se arrodilló ante el Amo Negro. Y recibió de su señor el mando de una Garra, una unidad de orcos. Como Señor Negro, vistió una armadura negra como el carbón, y obtuvo la magia de los objetos que le entregó su Amo Negro. El Maestro, le llamaba. Y como a un dios lo adoraba.
De aquel modo, el enorme orco negro, vestido en una armadura de placas completa y con una terrible hacha doble orca entre las manos se puso al frente de una de las cinco Garras del Amo Negro. El antiguo comandante de la Garra, un guerrero llamado Roru, desafió a su nuevo señor. Do Kar, sabedor que el Amo no permitiría que matase a alguien de la habilidad de Roru, contuvo su fuerza y tras una dura pelea perdonó la vida de Roru. Compasión? No, Roru era una buena hacha, demasiado buena como para tirarla, y Do Kar era lo suficientemente listo como para saber eso. Y convirtió a Roru en su Puño, su mano derecha.
Al fin el Amo Negro estuvo listo. Do Kar nunca supo sus planes, sólo sabía que con el Amo él era respetado, que daba órdenes, y que cada noche tenía una hembra orca – o de otra raza capturada, de manera excepcional – en su lecho. Kry, Locut, Grund y Ulrik eran los otros cuatro comandantes de Garra, cuatro poderosos guerreros de impresionante habilidad. Cuando las fuerzas del Amo Negro avanzaron, arrasaron con todo. Como señor de su Garra, Do Kar siempre fue el primero en elegir botín, el primero en elegir hembras, y en batalla sus gritos de guerra enardecían el clamor de los orcos al tiempo que acobardaban los corazones de sus enemigos. Fue así como llegaron a una ciudad amurallada, grande en dimensiones. El Amo hizo construir torres de asedio, catapultas, y así obedecieron sus cinco Garras. La toma de la ciudad duró dos semanas de asedio, y los humanos que en ella vivían demostraron ser más resistentes que los pueblerinos a los que deberían haber protegido. A hacha y fuego, el Amo conquistó un territorio propio, y se hizo rey. No era el suyo un gran reino, apenas una ciudad próxima a las montañas, pero obligó con amenazas y la fuerza de sus Garras a que los hombres doblegaran la rodilla ante su nuevo señor. Secuestrando literalmente a sus familias, logró para sí añadir las tropas de la ciudad a las propias.
Do Kar se contagió de la cruel sed de sangre y poder del Amo Negro. Tras la toma de la ciudad, eligió para sí una hembra que aún nunca había probado: una noble elfa, de dorados cabellos y piel blanca como el resplandor de la luna. Fue un capricho, y durante la semana siguiente al asalto un capricho bien aprovechado. No fue hasta pasada esa semana que a Do Kar se le ocurrió preguntar a la elfa su nombre. Siliana, una aprendiz de mago elfa que tuvo la mala fortuna de estar visitando a unos parientes en la ciudad. A Do Kar le divertía el odio que la elfa tenía hacia él, y la indefensión que le provocaba el no tener su libro de conjuros con ella: era como una niña, indefensa y manejable.
Pero el reinado del Amo Negro pronto recibió una contundente respuesta por el rey del país de aquellos hombres, de aquella ciudad. Donde el Amo había esperado consolidar su poder, sólo halló revueltas. Borrachos del vino de los hombres, sus orcos se volvieron indisciplinados y violentos, y los comandantes de Garra estaban demasiado ociosos disfrutando de sus botines de guerra como para imponer el orden. El Amo montó en cólera, y Locut vio cómo su cabeza acababa atravesada en una pica en la plaza central de la ciudad pocos días después que llegase un mensajero anunciando la declaración de guerra del rey del país. Aquello puso en cintura a los comandantes de las Garras. El Amo Negro sacó a sus tropas de la ciudad, y las lanzó a campo abierto, a buscar la conquista y la muerte de sus enemigos. Fue una táctica agresiva y arriesgada, pero funcionó... al principio. Dos ciudades más cayeron bajo la fuerza del Amo.
Do Kar resultó ser uno de los comandantes de Garra más eficaces del Amo, y fue recompensado por ello con la tercera ciudad. Do Kar se convirtió en su caudillo, gobernando con puño de hierro, siguiendo las órdenes del Amo. Roru se empezó a revelar como un eficaz lugarteniente, y el rey del país mandó un grupo de emisarios para firmar un armisticio.
Y durante unos meses, hubo paz. Do Kar disfrutó de su concubina favorita, y logró evitar su suicidio en varias ocasiones cuando la elfa quedó embarazada. El Amo Negro estaba interesado en ver el resultado del cruce entre el gran orco negro y la maga elfa, para experimentar, y si su Amo así lo quería, Do Kar entonces estaba de acuerdo. Siliana lloraba amargamente cada noche, incapaz de acabar con su vida, condenada a vivir de aquella manera. Poco a poco, sus ansias de libertad se fueron anulando, y Do Kar empezó a doblegar su voluntad.
Pero mientras duró la tregua, la economía empezó a flaquear. La riqueza de aquellas ciudades venía de las minas de plata que había en sus montañas, pero pocos eran los dispuestos a comerciar con el país del Amo Negro. La riqueza de plata no sirvió para alimentar a las Garras, ni a los esclavos, y pronto una hambruna se apoderó de las tres ciudades. La anarquía regresó, y el Amo Negro vio cómo su reino amenazaba con desintegrarse. Sólo vio una salida: conquistar los territorios vecinos de otras dos ciudades de otro país, ricas y fértiles. Aquello probaría ser fatal.
Las fuerzas de Do Kar atacaron la ciudad más al sur, y avanzaron con escasa oposición. Demasiado poca oposición. Los orcos estaban nerviosos, pues la orden era no incendiar, sino capturar, tarea demasiado sutil para sus instintos destructores. De repente, se desató el infierno: aquel país se había aliado con aquel que el Amo Negro invadiese meses atrás, y dejando avanzar con facilidad en su territorio a las tropas de Do Kar, lograron hacer una pinza perfecta. Cortaron la línea de suministros de la horda cuando llegaron a la ciudad a conquistar, aislándolos, y de repente Do Kar se dio cuenta que estaban sin salida posible. Las noticias que traían los escasos mensajeros capaces de atravesar el cerco indicaban que las otraa Garra invasora estaba en una situación similar. Y las otras tres Garras guardaban el territorio del Amo.
Do Kar sólo vio una salida: romper el cerco y regresar al reino del Amo Negro por donde habían venido antes que éste pudiese completarse. Aunque arriesgada, la maniobra fue rápida y tomó al enemigo por sorpresa, antes que pudiesen cerrar el cerco por completo. De nuevo, el instinto de Do Kar para ver las trampas del enemigo le salvó la vida, aunque perdió la mitad de su garra en aquella carga frenética campo a través.
Derrotado, descubrió que la otra Garra, la de Ulrik, había sido aniquilada. El Amo Negro estaba debilitado, con una Garra destruida y otra diezmada. La Alianza entre los dos países decidió que era el momento de acabar con la amenaza, y lanzó sus ejércitos sobre las Tres Ciudades.
El Amo Negro, cobarde, huyó. Nadie sabe a dónde fue, pero al desaparecer su dominio sobre los comandantes de Garra desapareció. Se desató el Caos, y las tres ciudades cayeron una tras otra. Do Kar logró reunir a algunos supervivientes y conservar algunas de sus posesiones, incluyendo a su concubina embarazada, y huyó a las montañas. Juró en su huída, a sus hombres, que la traición del Amo Negro no sería perdonada. Y ante los dioses orcos antiguos, ante Gruumsh, hizo una promesa: ningún otro mago o hechicero doblegaría su voluntad, jamás, ni sometería a los suyos. Desde esa noche, juró Gruumsh, vivirían como lo que eran. Como orcos.
Así nació el clan de Do Kar, en las salvajes y agrestes colinas de las que surgiera el Amo Negro. Se quemaron los ídolos representando al liche, se destruyeron sus estatuas, se borraron sus símbolos. Bendito por Gruumsh, Do Kar y los suyos se hicieron fuertes en su valle, entre las montañas. Fue Do Kar en persona quién pidió parlamentar con un grupo de emisarios de los reyes de los países atacados. La oferta de negociación fue recogida con sorpresa, pero pese a los recelos se envió a negociar al general Walar... con quinientos hombres tras él.
Do Kar bajó sólo acompañado de su guardia de sangre y su Puño, el ya inquebrantablemente leal Roru. Expuso sus condiciones: a cambio de permitirle vivir en los valles de las montañas con los suyos, ellos se comprometían a guardar aquellas montañas, famosas por los dragones que habitaban en ellas, los gigantes, y otros peligrosos monstruos. Para aquellos países devastados por la guerra contra los orcos, el trato era conveniente, pero recelaban de Do Kar y sus intenciones. A cambio de su confianza, Do Kar liberó a un centenar de esclavos humanos y enanos, usados como porteadores por su Garra en la guerra, ilesos. Aquel acto sorprendió a los hombres de los reinos, que vieron en aquel caudillo orco, negro y grande, algo inesperado. Accedieron a cambio de poder instalar a la salida del valle un muro defensivo y una fortaleza de vigilancia. Do Kar aceptó con la condición de poder poner una base propia al otro lado del muro, para vigilar la invasión de los hombres.
Y así, quedó sellado el acuerdo, pero Do Kar no incluyó en el trato a su elfa. Era suya, y pese a la diferencia entre ambos, ahora tenían un hijo en común. Sabedor que aquella aberración había nacido fruto de la ambición del liche y de sus propios deseos. Siliana, dada probablemente por muerta por sus parientes, gozaba cada vez de mayor libertad en el clan, y por extraño que pareciese había desarrollado para con su hijo medio orco un especial aprecio. Como Do Kar...
Hace ya tres años que el muro que cierra los valles de las montañas fue construido. El clan Do Kar subsiste, y se ha llegado a una paz. El valle principal se ramifica en otros tres, y Do Kar gobierna sobre los valles y los siete poblados orcos que hay en él. Gracias a la experiencia adquirida como administrador de la ciudad, Do Kar ha conseguido que sus orcos empiecen a vivir de acuerdo a como Gruumsh así lo quiso para con su pueblo: cazan, recolectan y talan, pero no tanto como para destruir lo que les rodea. Esto último lo ha aprendido de su concubina elfa. A través del muro, un tráfico comercial se ha iniciado con el exterior, comerciando con materias primas del los valles, plantas medicinales de alta montaña, y plata, hierro y otros metales que se extraen de las montañas.
De vez en cuando los guerreros de la antigua Garra deben subir a los valles superiores para acabar con algún gigante que baja a buscar cacería. Do Kar tiene enemigos, y no pocas preocupaciones, pero cuenta con su clan como su fuerza. Algunos no entienden sus maneras, pero la traición del Amo Negro sigue demasiado presente en el recuerdo. Algunos llaman débil a Do Kar, pero el gran orco negro ya ha acabado con tres pretendientes a su trono, mostrando su fuerza y destreza en batalla. Pero quién sabe lo que el futuro deparará a este orco y a su clan...