La Memoria de los Sueños

miércoles, abril 19, 2006

Mentiroso...

La lluvia caía plomiza sobre la mujer sentada en el banco del parque. Hacía un buen rato que había empezado a llover, pero ella permanecía inmóvil en aquel lugar. Era un día gris, en un parque vacío. Ella al fin levantó la mirada, y buscó en derredor suyo algo que no encontró. Si hubiera habido alguien para ver aquella mirada, habría visto la tristeza que había en ella. Y si hubiera podido mirarla de cerca, se habría dado cuenta que algunas de las gotas de agua que resbalaban por su rostro en realidad eran lágrimas incontroladas.

Completamente calada, la mujer al fin se levantó del banco y se puso a andar hacia una de las puertas del parque. El agua, que hacía ya un rato que caía con fuerza, había dejado charcos en el camino. Sus zapatos, hasta entonces sin mácula, rápidamente se embarraron mientras ella caminaba sin siquiera mirar dónde ponía los pies. Cruzó una calle al salir del parque sin siquiera mirar si venían coches, absorta como estaba en lo que fuese que obnibulaba su mente, y un sonoro frenazo hizo presagiar lo peor. Ella, ni se inmutó cuando el coche se detuvo a escasos centímetros de sus rodillas, y sin apresurar ni aminorar la marcha, siguió cruzando la calle.

La puerta del coche se abrió, y entre improperios de todo tipo un hombre de algo más que mediana edad salió de él. Pero sus quejas e insultos murieron enseguida, al ver el hombre que ella parecía andar ajena al mundo que la rodeaba. Quizás fuese porque el hombre había recibido en su juventud la impronta que un hombre debe ayudar a una mujer en apuros, y ciertamente el estado de ella no parecía el de una persona sin problemas. Al contrario. A sus ojos, ella parecía una mujer rota.

Fue así como el hombre se acercó a la mujer, y tras indagar si estaba bien sin obtener respuesta, y no sin dudas evidentes, se quitó la chaqueta y la puso sobre los hombros de ella. Quizás fue el contacto con otra persona. Quizás fue el dejar de sentir el repiqueteo del agua contra su ropa. En cualquier caso, la mujer se detuvo en aquel momento.

No se la podría llamar hermosa. Estaba algo entrada en carnes y en arrugas, y sus finos labios estaban entreabiertos dejando ver unos dientes descuidados, manchados de un exceso de tabaco, o quizás de café. Sus ojos quizás eran azules, pero en ese día gris al hombre le parecieron más bien grises. Eso fue al menos lo que pensó cuando ella se giró para mirar a aquel que le había estado a punto de atropellar, y que ahora le había puesto su chaqueta encima para protegerla un poco de la lluvia.

Entonces, ella rompió de nuevo en un llanto vivo, y desfalleciendo sus piernas, cayó sobre el hombre que tuvo que sostenerla en brazos para evitar que cayese al suelo. El hombre estaba completamente desconcertado ante el llanto de la mujer.

“Llora... Es un llanto tan sincero...”

El hombre no lograba entender lo que sucedía, pero había sido padre de dos niños y una niña, y quizás por ello la abrazó como había abrazado a su hija cuando ésta había sido pequeña. Recordó cómo la acunaba, cómo acariciaba su cabeza y su cabello para calmarla cuando ella lloraba o estaba triste. Se descubrió a sí mismo haciendo lo mismo con aquella desconocida.

Un sonoro pitido de claxon le sacó de aquel momento. Su vehículo, detenido en medio de la calle, dificultaba mucho el paso de otros coches. El hombre dirigió a la mujer hasta un porche cercano, aguantándola pues parecía estar a punto de desfallecer en cualquier momento, y la dejó sentada recostada contra una pared. Luego, se acercó al coche para poder apartarlo de en medio. Avanzándolo un poco, lo dejó parado ante unos contenedores de basura y encendió las luces de emergencia.

Con pesadez, bajó del coche y se acercó de nuevo a la chica mientras un conductor joven le increpaba y pitaba a su paso. El hombre lo miró un momento. Pegatinas brillantes de alguna discoteca de moda hacían juego con el ritmo grave y potente que emanaba de sus altavoces, más propios de un local de marcha que de un coche particular. El hombre ni se molestó en devolver los insultos, y más tarde se sorprendería de ello, pues no era una persona que tolerase bien aquel comportamiento.

Pero en ese instante, también por motivos que más tarde le costaría explicar bien, su mente estaba centrada en aquellos ojos grises y llenos de lágrimas que le esperaban sentados bajo aquel porche. Ella no se había movido nada desde que la dejara, y tras un momento de duda sacó su teléfono móvil y llamó al servicio de emergencias. Con toda la delicadeza de la que era capaz, le quitó la chaqueta. Era una chaqueta gruesa, de lana y de color negro, que al contacto con la mujer se había hinchado con el agua de su ropa. La enrolló, la escurrió, y tras secarla un poco la empleó de toalla para secarla un poco más. Le secó la cara, los hombros y la espalda, pero evitó tocar sus pechos pese a que estaban tan mojados como el resto de su cuerpo.

Mientras la estaba secando, ella murmuró algo que él apenas entendió. Volvía a llorar. Sus lágrimas resbalaban otra vez de unos ojos enrojecidos, brillando de extraña manera en aquel rostro pálido y frío que había dejado atrás la lluvia.

- ¿Ha dicho algo, señora? – preguntó el hombre.

Pero sus palabras no iban dirigidas a él. Iban dirigidas a alguien que no estaba presente. Eran apenas un susurro, pero ella las volvió a repetir.

- Me dijiste que estarías siempre conmigo... Mentiroso...

“Mentiroso...”

El hombre miró su reloj y se preguntó cuánto tiempo tardaría en llegar la ambulancia. La calle estaba extrañamente vacía, de modo que nadie pudo detenerse a ayudarle con la mujer. Fue así como por segunda vez estrujó su abrigo negro de lana para quitarle el agua y poder seguir secando a la mujer. Continuó por su vientre... Y su mano se detuvo.

Allí, a modo de topos rojos, había sangre salpicada. No mucha, pero sí la suficiente como para que el hombre se pusiese alerta. No vio signos de heridas en su cuerpo, por lo que dedujo que la sangre no era suya. Nervioso, la envolvió en la chaqueta y ya no la siguió secando. Sacó su paquete de tabaco del bolsillo y se encendió un pitillo. Ella entonces reaccionó por segunda vez, y alzando la vista pidió uno. Él se sorprendió al verla reaccionar, pero no se lo negó. Le dio un cigarrillo y le dio su encendedor, que ella empleó con mános trémulas.

- Tengo frío... – dijo tras dar una primera calada -. Tengo mucho frío.

- ¿Qué ha sucedido? – le interrogó él.

Pero ella no dijo nada. Se limitó a dar una segunda calada, y luego una tercera, y él se quedó en silencio mirándola fumar con desesperación aquel cigarrillo.

“No es asunto mío. Ya has hecho bastante. Que venga la ambulancia y se la lleve.”

La ambulancia llegó tras el segundo cigarrillo. Un enfermero y una enfermera se acercaron a ellos y la examinaron con presteza. La envolvieron en una manta seca, y la subieron a la ambulancia. Ella la rodeó con un brazo para ayudarla a caminar, y él se quedó un momento atrás para agradecer al hombre lo que había hecho.

- Está en shock – dijo -. Eso, y muerta de frío. ¿Ha visto algo extraño por aquí?

- Tiene manchas de sangre en el vestido – dijo el hombre señalando con el dedo su propio vientre -. Pero creo que no son suyas.

- En ese caso, será mejor avisar a la policía. Muchas gracias, podemos encargarnos nosotros.

El hombre asintió, y se despidió del enfermero. Con la chaqueta de lana negra bajo el brazo, se acercó a su coche aparcado en doble fila ante los contenedores de basura. Mientras dejaba en el asiento trasero la chaqueta, alzó la mirada hacia la puerta del parque y vio las huellas de la mujer marcadas en el barro. También se dio cuenta que prácticamente había dejado de llover.

Encendiendo otro cigarrillo, el tercero ya, se acercó a la puerta del parque y empezó a seguir las huellas de la mujer marcadas en el barro.Llegaban hasta un banco. El hombre miró alrededor del banco, miró entre los arbustos, pero no vio nada en las inmediateces.

“No es asunto mío. Ya has hecho bastante. Que venga la policía y se encargue.”

Apagando el cigarrillo, volvió con paso ligero al coche. Su mente estaba intranquila, pensando en la mujer misteriosa. Subió al coche, le dio al contacto, y apagando las luces de emergencia se puso en marcha de nuevo. No tenía prisa, pues había regresado de trabajar. Girando a la izquierda para dar un rodeo al parque, se giró también hacia el radio casette para poner su emisoria de radio preferida. Miró la hora, y se sorprendió al comprobar que había pasado muy poco rato en compañía de la extraña mujer. Se giró entonces a su izquierda para ver el banco solitario en que había estado sentada ella, y se preguntó qué le había llevado a aquel extraño estado.

No lo vio. Absorto como estaba en la radio y en el banco, el golpe contra su parachoques llegó repentino. El corazón del hombre se aceleró. Instintivamente, su pie pisó el freno y el coche se detuvo, pero no sin antes dar un par de extraños saltos. Bajando del coche, sus ojos se clavaron en el hombre que acababa de atropellar. Era de algo más que mediana edad, un poco calvo, algo entrado en carnes. A su lado, su mujer miraba el cuerpo con una mirada gris horrorizada.

Había matado a un hombre.

El pánico se adueñó del hombre. Quizás fue el saber que la policía estaba en camino. Quizás el miedo de saberse asesino de un hombre, aunque hubiese sido un accidente. El caso es que cuando quiso darse cuenta, el hombre ya había salido corriendo, dejando su coche en medio de la calzada. Huía, huía, y notaba su corazón acelerado latiendo erráticamente. Cruzó una calle, una plaza, pasó frente a un puesto de fruta y atravesó otra calle más...

Y frente a él, vio a la mujer en el otro lado de la acera. Y tras ella, la verja del parque. Fue sólo un instante, pues algo le golpeó y le tiró al suelo. Notó cómo sus costillas se hundían en sus pulmones, y el metálico sabor de la sangre le removió las entrañas hasta llegar a su boca. Tumbado sobre la calzada, vio cómo el vestido de la mujer se había manchado con su sangre. Pudo ver también por el rabillo del ojo al conductor. Era un hombre de algo más que mediana edad, un poco calvo, algo entrado en carnes. ¿O era un joven en un coche con pegatinas brillantes de alguna discoteca de moda hacían juego con el ritmo grave y potente que emanaba de sus altavoces, más propios de un local de marcha que de un coche particular? Su mente giraba sin cesar, y en su confusión no supo qué pensar. Sólo vio cómo huía a pie, llevado por el pánico.

Luego, sólo vio unos ojos grises que pudieron ser azules mirándole llenos de lágrimas. Llamaban su nombre desde alguna parte, pero era un sonido distante y lejano.

- ¿María?

Fue en ese instante cuando reconoció los ojos de su mujer en aquellos que le miraban. Vio el día en que los vio por primera vez. El día en que besó los labios de ella por primera vez, aquellos labios finos y entreabiertos que dejaban entrever unos dientes descuidados, manchados de un exceso de tabaco, o quizás de café.

- ¿Estarás siempre conmigo? – le preguntaron ese día esos labios finos.

Claro que sí...

“Mentiroso”