La Memoria de los Sueños

sábado, julio 15, 2006

Susurros de mar

El aroma a sal lo impregnaba todo a bordo del Amanecer. Inzilbêth se maravillaba con el aroma del mar cada vez que cerraba los ojos y dejaba que le hablase el susurro de la brisa que mecía las velas blancas del galeón. Hacía ya tres días desde su inesperada partida de Rómenna, y aún no acababa de hacerse a la idea de que hubiese emprendido aquel viaje a los reinos de los elfos del este. Ella, Señora del Faro, que nunca había salido de la isla bendita. Ella, la niña de los ojos de su padre, que lo más lejos que había viajado era a Armenelos para asistir a la boda del príncipe Anardil.

Sus ojos verdes se posaron en la falda blanca que llevaba. Estaba un poco arrugada, y con las manos trató de alisarla. Ella misma había hecho aquel vestido, con las mejores telas élficas traídas por su señor esposo. Alzó la mirada y vio a los marineros trabajando en la cubierta, limpiándola y asegurándose que las cuerdas de las velas estuviesen bien sujetas. Caminó hacia la borda de la proa entre ellos, como un pensamiento etéreo al que se le presta atención pero se ignora por etéreo. Como Señora del Faro, debía estar a la altura de su nombre, y podía sentir el deseo contenido que arrancaba en los marinos de su marido. Siempre había sido así, y ya estaba tristemente acostumbrada a ello. Antes de ser la esposa del capitán Gimilzôr, había sido la niña de los ojos de Arûkhôr, el anterior Señor del Faro. Su única hija, siempre impoluta y brillante como una joya en las fiestas de los nobles de Rómenna, con docenas de jóvenes tratando de cortejarla con alabanzas a su belleza y con deseos por el título de su señor padre bajo sus promesas de felicidad eterna.

Inzilbêth llegó al fin a la barandilla de la proa y se apoyó suavemente sobre la madera tratando de no manchar el fino vestido que llevaba. Podía sentir ahora la brisa con mayor claridad, aún no atemperada por su choque con las velas del Amanecer. Incluso la espuma marina del romper del casco contra el agua le llegaba en forma de un fino rocío con olor a sal. Pero no le importaba. Inzilbêth suspiró, dándose cuenta que en el fondo había tenido suerte. Gimilzôr podía ser muchas cosas, pero por encima de todas era un buen hombre que la honraba y la amaba. Le había costado largos años darse cuenta de ello, pues cuando el rey propuso el matrimonio, su señor padre no pudo objetar nada, y si lo hizo Inzilbêth nunca lo supo. Ella, la Perla del Faro, casada con un capitán advenedizo de baja cuna... Tardó mucho tiempo en tomarse aquella proposición de matrimonio de otro modo que no fuera un insulto, y tardó aún más tiempo en comprender que la situación era tan embarazosa para él como lo era para ella. Por fortuna, hacía mucho tiempo que había logrado conciliar aquellos pensamientos con su esposo, y ya no podía imaginarse al lado de otro hombre en su vida. Si tan sólo le hubiese podido dar un hijo... Se sorprendió a sí misma con las manos en el vientre vacío, como tantas otras veces, y sobresaltándose con miedo a que nadie se diese cuenta de aquel leve gesto, devolvió sus manos a la barandilla de la proa. Cerró los ojos tratando que el olor a sal y el sonido del viento limpiasen su mente de aquellos pensamientos que sólo le traían dolor, pero la humedad en sus ojos le decía que ya era demasiado tarde.

Daetas: ¿Escuchando al mar, señora? - dijo una melancólica voz a su lado.

Inzilbêth entreabrió los ojos para girarse y encontrar a su lado al embajador Daetas, pasajero distinguido del Amanecer en aquel viaje inaugural.

Inzilbêth: Sí, supongo que sí... - respondió nerviosa al darse cuenta de sus ojos llorosos -. Pero me ha entrado sal en los ojos, y...

Inzilbêth no pudo continuar. O no supo. El rostro del medio elfo irradiaba una pureza extraña, sin mácula, y en su mirada sintió como si éste pudiese ver directamente el dolor arraigado en su alma. Pero Daetas no dijo nada, y el medio elfo dio un paso hasta ponerse al lado de Inzilbêth y, tomando la barandilla entre sus manos, cerró los ojos y dejó que la brisa le hablase y el mar le besase.

Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis salido alguna vez de Númenor? - preguntó el embajador con voz sosegada.

Inzilbêth se giró para mirar hacia el frente del barco, hacia el este, y con la cabeza empezó la negativa.

Inzilbêth: Mi padre me tenía guardada bajo siete llaves en Rómenna. Más tarde, cuando me casé, fueron mis obligaciones como Señora del Faro las que me guardaron de ver mundo.

Daetas: Debe ser extraño ser la esposa de un marino que probablemente haya visitado más costas de la Tierra Media que cualquier otro hombre, y no haber visto mundo.

Inzilbêth se sobresaltó levemente. ¿Realmente había leido su mente?

Inzilbêth: No lo sé - mintió ella -, nunca me lo he planteado así.

Daetas no dijo nada, pero tampoco se movió. Con los ojos entrecerrados y el cuerpo relajado, estaba de pie junto a la dama alto y blanco como el faro de Rómenna. Se decía que el embajador era heredero de las artes de su pueblo, los vanyar de Aman, y que la suya era una triste historia. Inzilbêth había oido cómo durante la Guerra de la Cólera las huestes de Valinor lucharon contra el Enemigo, y cómo su pueblo había sido bendito por los Poderes con la isla de Númenor y con gran longevidad tras aquella guerra. Según se relataba, durante aquella última guerra acontecida hacía ya mil años, un señor de los Vanyar conoció a una mujer de las tribus de los hombres, y cuando sus hermanos regresaron a su tierra él se quedó atrás con ella. Fruto de aquella unión habían nacido dos hijos, pero el padre regresó a las Tierras Imperecederas pocos años después de la temprana muerte de ella. Sin embargo, los dos niños se habían quedado con la familia de su madre en la nueva isla de Númenor, y desde entonces habían sido el puente entre los hombres del oeste y los elfos del este. Se decía que su familia materna los había enviado a la corte de Gil-galad a conocer los usos y modos de su pueblo, y con los años el hermano mayor se convirtió en embajador de Númenor entre el pueblo inmortal. Pues él mismo había elegido la inmortalidad, del mismo modo que Elros eligiese la mortalidad.

Inzilbêth se preguntó cuántas cosas podría contarle del mundo aquel hombre, y también se preguntó cuán solo se había sentido en su larga vida sin madre y con su padre ido más allá del mar.

Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis oido hablar de Ost-in-Edhil?

Inzilbêth asintió, sintiendo cómo la tensión de momentos atrás se desvanecía con aquella pregunta que cambiaba el inquietante tema de conversación.

Inzilbêth: Algo he oido de la fortaleza de los eldar.

Daetas: El rey me propuso llevaros hasta ella. Deseo visitar a mi hermano, que reside en el reino del caballero Celeborn y de la dama Galadriel, y aunque vuestro señor esposo se mostró de acuerdo al principio, temo que el peso del deber le haga cambiar de opinión.

Inzilbêth parpadeó dos veces antes de comprender lo que el medio-elfo le estaba diciendo. Pero antes que pudiese decir nada, Daetas dejó la barandilla y se giró para regresar a su camarote.

Daetas: Supuse que os gustaría saberlo, mi señora.

Inzilbêth: Sí... Sí, gracias. Hablaré con él.

El medio-elfo asintió caballeroso y se despidió marchándose de la proa. Inzilbêth se quedó de nuevo sola allí, acompañada únicamente por la brisa y la espuma del mar, e interiormente agradeció al embajador su aviso. Si algo la había atenazado durante aquel viaje, había sido el miedo. Miedo del pájaro que ha vivido toda su vida en su jaula dorada y que se niega a pasar la puerta para volar por los cielos. Miedo que Gimilzôr sin duda había notado, y que tratando de protegerla le había sembrado dudas respecto a aquel viaje y ella.

Quizás a ella le habían hecho cruzar la puerta de su jaula dorada por real decreto, pero ahora ya había probado el mar y la brisa, y en el fondo de su corazón quería ver más. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Pero sus temores le habían impedido darse cuenta de ello. Hasta entonces. Sólo bastaron unas palabras del embajador para darse cuenta de aquello, y allí frente al mar Inzilbêth tomó la determinación de abandonar su miedo y abrazar los cielos. Quizás como un guiño irónico, al alzar la vista vio un pájaro marino volando despreocupadamente por delante del Amanecer, libre hacia el este. Hacia los reinos de los elfos. Hacia la Tierra Media.

El Amanecer de Rómenna

La borda del Amanecer era un bullicio de actividad. Bajo las velas replegadas, los marineros ultimaban los preparativos para la partida hacia el este. El galeón olía a madera y a brea, y la botadura del nuevo orgullo de los astilleros de Rómenna estaba ya próxima. Desde el puente, el capitán Gimilzôr miraba con orgullo su nave. Mucho tiempo había capitaneado las expediciones de su rey a lo largo y ancho del mundo, y el Amanecer era la mejor recompensa a toda una vida de servicio y amistad. Los ojos grises del viejo marino miraron a la media docena de marinos que limpiaban y fregaban el suelo de la borda hasta casi hacerlo brillar bajo la luz del sol, y de ahí saltaron al suelo donde casi un centenar de hombres ultimaban la puesta de troncos para llevar el galeón desde el astillero hasta el agua. Vio a dos de ellos discutir vivazmente el cómo hacerlo de manera rápida, y un tercero daba instrucciones a algunos trabajadores sobre el mejor modo de apuntalar la estructura durante el transporte.

Gimilzôr se apoyó contra la rueda del timón. Pronto estarían preparados para navegar, y con ella marcaría el rumbo hacia aguas amigas. Las costas de la Tierra Media, tan inexploradas en su conjunto, habían sido su hogar durante más de la mitad de su vida. Junto a Anardil - a Gimilzôr, a pesar de los años que habían transcurrido desde su coronación, le costaba pensar en él con otro nombre - habían visitado las heladas aguas de la bahía de Forochel en el norte, donde los restos de la Gran Batalla que cambió el mundo aún podían verse en la tierra mancillada. Se había maravillado con las grandes ballenas que surcaban los mares, con la compañía de los delfines, y con los grandes bancos de atunes que tan sabrosos habían sido en su mesa.

El Amanecer, además, marcaba una nueva era. Con sus casi cuarenta metros de eslora, era un barco de gran envergadura pero también pensado para la velocidad. Sus velas lo impulsarían allende las costas de Númenor mucho más rápido que a cualquiera de sus predecesores, rebajando en casi cuatro días el viaje desde Rómenna hasta la corte de Gil-Galad.

Marinero: Capitán - dijo un marino acercándose a Gimilzôr -, me dicen que ya está todo a punto para la botadura.

Gimilzôr: Excelente - resolvió el capitán -. Dile a todos los que queden a bordo que desciendan a tierra. No quiero nadie a bordo cuando se bote el barco.

Él mismo dio una última palmada a la rueda del timón y se encaminó a la pasarela para bajar de la borda. Dejando atrás a los hombres que trabajaban en la botadura, el capitán salió del astillero para dirigirse a la bocana del puerto donde estaba todo el mundo congregado para celebrar aquel evento tan especial. No podía faltar. Al fin y al cabo, él era el homenajeado con aquel galeón, y el rey en persona pretendía hacerle entrega del navío ante la nobleza de Rómenna.

El gentío se había arremolinado junto al estrado y las gradas que se habían colocado ante el agua para poder dejar un buen puesto de visión a los señores de la ciudad. Algunos guardias organizaban a la gente para evitar que se aglomeraran en exceso, pero era algo difícil de hacer al haber algunos millares de personas tratando de poder ver al rey de Númenor y al nuevo orgullo de la flota. Gimilzôr podía notar la expectación vibrando en el aire, y por un momento sintió una punzada de miedo de no poder estar a la altura. Él no era de alta cuna. Había sido un marinero competente, y un mejor navegante, y su gran experiencia le había valido de mucho a lo largo de su vida. Cuando una tempestad tropical al doblar el Cabo del Miedo acabó con el capitán del Tormenta en el agua, fue él quién tuvo que tomar el mando de la nave y mantener a salvo al príncipe Anardil. Desde ese desafortunado día, Gimilzôr se había convertido en el único capitán con el que el rey navegaría. Hacía ya casi un siglo que Gimilzôr había sido honrado con el título de Señor del Faro de Rómenna, al unirse en matrimonio a la dama Inzilbêth, la única hija de Arûkhôr, anterior Señor del Faro de Rómenna. Gimilzôr se había sentido honrado, sí, pero en ocasiones se sentía triste al no poder quedarse con su esposa más tiempo, y a menudo sentía que para ella, él no era más que un desconocido. Mientras se acercaba al estrado, con los guardias del rey escoltándolo para abrirle paso entre el gentío que vitoreaba su nombre como el de un héroe, la vio vestida de blanco, su falda ondeando al viento de la mañana. Desde la lejanía uno podría haberla confundido con una de las damas de los Altos Elfos, pues suyas habían sido las manos que habían tejido los delicados encajes de madreperla de aquella túnica que vestía. Viéndola, Gimilzôr sintió una vez más aquella punzada de culpa que le daba el pensar que aún no había sido capaz, en cien años de matrimonio, de darle un hijo. Quizás otro habría pensado mal de su esposa, pero Gimilzôr no había logrado engendrar jamás, ni siquiera un bastardo en sus romances de juventud por las costas de la Tierra Media. Habría cambiado su flamante galeón por un hijo para compensar los pesares que su matrimonio había causado a su aún joven esposa.

Los dos hombres que flanqueaban a Gimilzôr se apartaron para dejarle subir por los escalones del estrado. Tar-Aldarion, el Rey Marinero, aguardaba con una amplia sonrisa bajo su barba cana. Su hija relucía junto a él, en el lugar que habría ocupado la reina de no haber fallecido algunos años atrás.

Tar-Aldarion: ¡Ciudadanos de Rómenna! - empezó el rey con su potente voz habituada al mando -. Escuchadme bien. Esta mañana estamos aquí para homenajear a un hombre que ha servido al reino. A un hombre bueno que ha llevado a cabo siempre su deber allí donde se le ha necesitado. Y ante todo, para homenajear a un amigo. Contemplad a Amanecer, el amanecer de una nueva era para las flotas de Númenor...

Con aquellas palabras, un ruido pesado de troncos y maderas crujientes se oyó saliendo del enorme edificio del astillero, y por primera vez el casco del Amanecer fue besado por la luz matinal del sol. Y así, pocos segundos después, un enorme chapoteo certificó la botadura. Vítores y aplausos acompañaron aquel momento, y el rey hizo entrega a Gimilzôr del pergamino con el real decreto que le nombraba capitán del Amanecer y Señor de la Flota de Rómenna. Casi doscientos barcos bajo su mando.

Los dos viejos amigos intercambiaron palabras cómplices que nadie oyó, pues los aplausos y los vítores eran tan estruendosos que nadie podría oir palabra alguna. Así, nadie supo nunca qué fue lo que Gimilzôr dijo a su rey que logró arrancar una sonrisa y una carcajada en Tar-Aldarion, pero tampoco importaba. Los botes con los marineros del Amanecer ya estaban llegando a bordo para abrir sus velas y mostrar el esplendor de aquel regalo de Círdan Carpintero de Barcos, con el sol del Amanecer tejido en hilo de oro en ellas. Tal era el resplandor de aquel sol bajo los rayos de su hermano en los cielos, que cuando las velas se desplegaron el viento de la mañana fue silenciado por exclamaciones de entusiasmo y maravilla.

Tar-Aldarion: Bien, amigo mío - dijo el rey a Gimilzôr -, ha llegado la hora de partir.

Gimilzôr: Ha llegado - dijo con menos entusiasmo del que el rey había esperado.

Tar-Aldarion: ¿Sucede algo? - inquirió preocupado al notar algo extraño en su viejo amigo.

Gimilzôr: Es Inzilbêth. Nuestro matrimonio no la hace feliz. Puedo verlo en sus ojos cada vez que la veo. Llevamos cien años casados, pero sigo siendo para ella un mero desconocido.

El rey se giró y vio a la esposa de Gimilzôr. La Señora del Faro de Rómenna hacía honor a su título, y brillaba alta como el faro de la bahía, pero la tristeza de sus ojos era tan veraz como la luz del sol de la mañana reflejada en las velas del Amanecer.

Tar-Aldarion: Es un viaje corto hasta Lindon. ¿Por qué no la llevas contigo?

Gimilzôr: ¿Conmigo? - preguntó sorprendido -. Es un viaje oficial. Ella tiene obligaciones aquí. ¿Quién se ocupará de...?

Tar-Aldarion: Gimilzôr, ¿acaso no soy el rey de este reino? Ya me encargaré yo de sus obligaciones. Ya encontraré a alguien que se encargue de ellas las semanas que estéis fuera. Pasa un tiempo con ella. Os hará bien. Y cuando estéis en Lindon, visitad las ciudades de los elfos. El embajador regresa a su hogar, y he oido decir que Ost-in-Edhil es una maravilla a la altura de las maravillas de los señores de antaño. ¿Por qué no le acompañáis?

Gimilzôr se quedó en silencio por un momento, pensativo. Como siempre, su rey era demasiado generoso con él, y Gimilzôr se sonrojó levemente ante aquellas palabras que no venían de su señor, sino de un verdadero amigo.

Gimilzôr: Anardil... Gracias.