Susurros de mar
El aroma a sal lo impregnaba todo a bordo del Amanecer. Inzilbêth se maravillaba con el aroma del mar cada vez que cerraba los ojos y dejaba que le hablase el susurro de la brisa que mecía las velas blancas del galeón. Hacía ya tres días desde su inesperada partida de Rómenna, y aún no acababa de hacerse a la idea de que hubiese emprendido aquel viaje a los reinos de los elfos del este. Ella, Señora del Faro, que nunca había salido de la isla bendita. Ella, la niña de los ojos de su padre, que lo más lejos que había viajado era a Armenelos para asistir a la boda del príncipe Anardil.
Sus ojos verdes se posaron en la falda blanca que llevaba. Estaba un poco arrugada, y con las manos trató de alisarla. Ella misma había hecho aquel vestido, con las mejores telas élficas traídas por su señor esposo. Alzó la mirada y vio a los marineros trabajando en la cubierta, limpiándola y asegurándose que las cuerdas de las velas estuviesen bien sujetas. Caminó hacia la borda de la proa entre ellos, como un pensamiento etéreo al que se le presta atención pero se ignora por etéreo. Como Señora del Faro, debía estar a la altura de su nombre, y podía sentir el deseo contenido que arrancaba en los marinos de su marido. Siempre había sido así, y ya estaba tristemente acostumbrada a ello. Antes de ser la esposa del capitán Gimilzôr, había sido la niña de los ojos de Arûkhôr, el anterior Señor del Faro. Su única hija, siempre impoluta y brillante como una joya en las fiestas de los nobles de Rómenna, con docenas de jóvenes tratando de cortejarla con alabanzas a su belleza y con deseos por el título de su señor padre bajo sus promesas de felicidad eterna.
Inzilbêth llegó al fin a la barandilla de la proa y se apoyó suavemente sobre la madera tratando de no manchar el fino vestido que llevaba. Podía sentir ahora la brisa con mayor claridad, aún no atemperada por su choque con las velas del Amanecer. Incluso la espuma marina del romper del casco contra el agua le llegaba en forma de un fino rocío con olor a sal. Pero no le importaba. Inzilbêth suspiró, dándose cuenta que en el fondo había tenido suerte. Gimilzôr podía ser muchas cosas, pero por encima de todas era un buen hombre que la honraba y la amaba. Le había costado largos años darse cuenta de ello, pues cuando el rey propuso el matrimonio, su señor padre no pudo objetar nada, y si lo hizo Inzilbêth nunca lo supo. Ella, la Perla del Faro, casada con un capitán advenedizo de baja cuna... Tardó mucho tiempo en tomarse aquella proposición de matrimonio de otro modo que no fuera un insulto, y tardó aún más tiempo en comprender que la situación era tan embarazosa para él como lo era para ella. Por fortuna, hacía mucho tiempo que había logrado conciliar aquellos pensamientos con su esposo, y ya no podía imaginarse al lado de otro hombre en su vida. Si tan sólo le hubiese podido dar un hijo... Se sorprendió a sí misma con las manos en el vientre vacío, como tantas otras veces, y sobresaltándose con miedo a que nadie se diese cuenta de aquel leve gesto, devolvió sus manos a la barandilla de la proa. Cerró los ojos tratando que el olor a sal y el sonido del viento limpiasen su mente de aquellos pensamientos que sólo le traían dolor, pero la humedad en sus ojos le decía que ya era demasiado tarde.
Daetas: ¿Escuchando al mar, señora? - dijo una melancólica voz a su lado.
Inzilbêth entreabrió los ojos para girarse y encontrar a su lado al embajador Daetas, pasajero distinguido del Amanecer en aquel viaje inaugural.
Inzilbêth: Sí, supongo que sí... - respondió nerviosa al darse cuenta de sus ojos llorosos -. Pero me ha entrado sal en los ojos, y...
Inzilbêth no pudo continuar. O no supo. El rostro del medio elfo irradiaba una pureza extraña, sin mácula, y en su mirada sintió como si éste pudiese ver directamente el dolor arraigado en su alma. Pero Daetas no dijo nada, y el medio elfo dio un paso hasta ponerse al lado de Inzilbêth y, tomando la barandilla entre sus manos, cerró los ojos y dejó que la brisa le hablase y el mar le besase.
Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis salido alguna vez de Númenor? - preguntó el embajador con voz sosegada.
Inzilbêth se giró para mirar hacia el frente del barco, hacia el este, y con la cabeza empezó la negativa.
Inzilbêth: Mi padre me tenía guardada bajo siete llaves en Rómenna. Más tarde, cuando me casé, fueron mis obligaciones como Señora del Faro las que me guardaron de ver mundo.
Daetas: Debe ser extraño ser la esposa de un marino que probablemente haya visitado más costas de la Tierra Media que cualquier otro hombre, y no haber visto mundo.
Inzilbêth se sobresaltó levemente. ¿Realmente había leido su mente?
Inzilbêth: No lo sé - mintió ella -, nunca me lo he planteado así.
Daetas no dijo nada, pero tampoco se movió. Con los ojos entrecerrados y el cuerpo relajado, estaba de pie junto a la dama alto y blanco como el faro de Rómenna. Se decía que el embajador era heredero de las artes de su pueblo, los vanyar de Aman, y que la suya era una triste historia. Inzilbêth había oido cómo durante la Guerra de la Cólera las huestes de Valinor lucharon contra el Enemigo, y cómo su pueblo había sido bendito por los Poderes con la isla de Númenor y con gran longevidad tras aquella guerra. Según se relataba, durante aquella última guerra acontecida hacía ya mil años, un señor de los Vanyar conoció a una mujer de las tribus de los hombres, y cuando sus hermanos regresaron a su tierra él se quedó atrás con ella. Fruto de aquella unión habían nacido dos hijos, pero el padre regresó a las Tierras Imperecederas pocos años después de la temprana muerte de ella. Sin embargo, los dos niños se habían quedado con la familia de su madre en la nueva isla de Númenor, y desde entonces habían sido el puente entre los hombres del oeste y los elfos del este. Se decía que su familia materna los había enviado a la corte de Gil-galad a conocer los usos y modos de su pueblo, y con los años el hermano mayor se convirtió en embajador de Númenor entre el pueblo inmortal. Pues él mismo había elegido la inmortalidad, del mismo modo que Elros eligiese la mortalidad.
Inzilbêth se preguntó cuántas cosas podría contarle del mundo aquel hombre, y también se preguntó cuán solo se había sentido en su larga vida sin madre y con su padre ido más allá del mar.
Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis oido hablar de Ost-in-Edhil?
Inzilbêth asintió, sintiendo cómo la tensión de momentos atrás se desvanecía con aquella pregunta que cambiaba el inquietante tema de conversación.
Inzilbêth: Algo he oido de la fortaleza de los eldar.
Daetas: El rey me propuso llevaros hasta ella. Deseo visitar a mi hermano, que reside en el reino del caballero Celeborn y de la dama Galadriel, y aunque vuestro señor esposo se mostró de acuerdo al principio, temo que el peso del deber le haga cambiar de opinión.
Inzilbêth parpadeó dos veces antes de comprender lo que el medio-elfo le estaba diciendo. Pero antes que pudiese decir nada, Daetas dejó la barandilla y se giró para regresar a su camarote.
Daetas: Supuse que os gustaría saberlo, mi señora.
Inzilbêth: Sí... Sí, gracias. Hablaré con él.
El medio-elfo asintió caballeroso y se despidió marchándose de la proa. Inzilbêth se quedó de nuevo sola allí, acompañada únicamente por la brisa y la espuma del mar, e interiormente agradeció al embajador su aviso. Si algo la había atenazado durante aquel viaje, había sido el miedo. Miedo del pájaro que ha vivido toda su vida en su jaula dorada y que se niega a pasar la puerta para volar por los cielos. Miedo que Gimilzôr sin duda había notado, y que tratando de protegerla le había sembrado dudas respecto a aquel viaje y ella.
Quizás a ella le habían hecho cruzar la puerta de su jaula dorada por real decreto, pero ahora ya había probado el mar y la brisa, y en el fondo de su corazón quería ver más. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Pero sus temores le habían impedido darse cuenta de ello. Hasta entonces. Sólo bastaron unas palabras del embajador para darse cuenta de aquello, y allí frente al mar Inzilbêth tomó la determinación de abandonar su miedo y abrazar los cielos. Quizás como un guiño irónico, al alzar la vista vio un pájaro marino volando despreocupadamente por delante del Amanecer, libre hacia el este. Hacia los reinos de los elfos. Hacia la Tierra Media.
Sus ojos verdes se posaron en la falda blanca que llevaba. Estaba un poco arrugada, y con las manos trató de alisarla. Ella misma había hecho aquel vestido, con las mejores telas élficas traídas por su señor esposo. Alzó la mirada y vio a los marineros trabajando en la cubierta, limpiándola y asegurándose que las cuerdas de las velas estuviesen bien sujetas. Caminó hacia la borda de la proa entre ellos, como un pensamiento etéreo al que se le presta atención pero se ignora por etéreo. Como Señora del Faro, debía estar a la altura de su nombre, y podía sentir el deseo contenido que arrancaba en los marinos de su marido. Siempre había sido así, y ya estaba tristemente acostumbrada a ello. Antes de ser la esposa del capitán Gimilzôr, había sido la niña de los ojos de Arûkhôr, el anterior Señor del Faro. Su única hija, siempre impoluta y brillante como una joya en las fiestas de los nobles de Rómenna, con docenas de jóvenes tratando de cortejarla con alabanzas a su belleza y con deseos por el título de su señor padre bajo sus promesas de felicidad eterna.
Inzilbêth llegó al fin a la barandilla de la proa y se apoyó suavemente sobre la madera tratando de no manchar el fino vestido que llevaba. Podía sentir ahora la brisa con mayor claridad, aún no atemperada por su choque con las velas del Amanecer. Incluso la espuma marina del romper del casco contra el agua le llegaba en forma de un fino rocío con olor a sal. Pero no le importaba. Inzilbêth suspiró, dándose cuenta que en el fondo había tenido suerte. Gimilzôr podía ser muchas cosas, pero por encima de todas era un buen hombre que la honraba y la amaba. Le había costado largos años darse cuenta de ello, pues cuando el rey propuso el matrimonio, su señor padre no pudo objetar nada, y si lo hizo Inzilbêth nunca lo supo. Ella, la Perla del Faro, casada con un capitán advenedizo de baja cuna... Tardó mucho tiempo en tomarse aquella proposición de matrimonio de otro modo que no fuera un insulto, y tardó aún más tiempo en comprender que la situación era tan embarazosa para él como lo era para ella. Por fortuna, hacía mucho tiempo que había logrado conciliar aquellos pensamientos con su esposo, y ya no podía imaginarse al lado de otro hombre en su vida. Si tan sólo le hubiese podido dar un hijo... Se sorprendió a sí misma con las manos en el vientre vacío, como tantas otras veces, y sobresaltándose con miedo a que nadie se diese cuenta de aquel leve gesto, devolvió sus manos a la barandilla de la proa. Cerró los ojos tratando que el olor a sal y el sonido del viento limpiasen su mente de aquellos pensamientos que sólo le traían dolor, pero la humedad en sus ojos le decía que ya era demasiado tarde.
Daetas: ¿Escuchando al mar, señora? - dijo una melancólica voz a su lado.
Inzilbêth entreabrió los ojos para girarse y encontrar a su lado al embajador Daetas, pasajero distinguido del Amanecer en aquel viaje inaugural.
Inzilbêth: Sí, supongo que sí... - respondió nerviosa al darse cuenta de sus ojos llorosos -. Pero me ha entrado sal en los ojos, y...
Inzilbêth no pudo continuar. O no supo. El rostro del medio elfo irradiaba una pureza extraña, sin mácula, y en su mirada sintió como si éste pudiese ver directamente el dolor arraigado en su alma. Pero Daetas no dijo nada, y el medio elfo dio un paso hasta ponerse al lado de Inzilbêth y, tomando la barandilla entre sus manos, cerró los ojos y dejó que la brisa le hablase y el mar le besase.
Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis salido alguna vez de Númenor? - preguntó el embajador con voz sosegada.
Inzilbêth se giró para mirar hacia el frente del barco, hacia el este, y con la cabeza empezó la negativa.
Inzilbêth: Mi padre me tenía guardada bajo siete llaves en Rómenna. Más tarde, cuando me casé, fueron mis obligaciones como Señora del Faro las que me guardaron de ver mundo.
Daetas: Debe ser extraño ser la esposa de un marino que probablemente haya visitado más costas de la Tierra Media que cualquier otro hombre, y no haber visto mundo.
Inzilbêth se sobresaltó levemente. ¿Realmente había leido su mente?
Inzilbêth: No lo sé - mintió ella -, nunca me lo he planteado así.
Daetas no dijo nada, pero tampoco se movió. Con los ojos entrecerrados y el cuerpo relajado, estaba de pie junto a la dama alto y blanco como el faro de Rómenna. Se decía que el embajador era heredero de las artes de su pueblo, los vanyar de Aman, y que la suya era una triste historia. Inzilbêth había oido cómo durante la Guerra de la Cólera las huestes de Valinor lucharon contra el Enemigo, y cómo su pueblo había sido bendito por los Poderes con la isla de Númenor y con gran longevidad tras aquella guerra. Según se relataba, durante aquella última guerra acontecida hacía ya mil años, un señor de los Vanyar conoció a una mujer de las tribus de los hombres, y cuando sus hermanos regresaron a su tierra él se quedó atrás con ella. Fruto de aquella unión habían nacido dos hijos, pero el padre regresó a las Tierras Imperecederas pocos años después de la temprana muerte de ella. Sin embargo, los dos niños se habían quedado con la familia de su madre en la nueva isla de Númenor, y desde entonces habían sido el puente entre los hombres del oeste y los elfos del este. Se decía que su familia materna los había enviado a la corte de Gil-galad a conocer los usos y modos de su pueblo, y con los años el hermano mayor se convirtió en embajador de Númenor entre el pueblo inmortal. Pues él mismo había elegido la inmortalidad, del mismo modo que Elros eligiese la mortalidad.
Inzilbêth se preguntó cuántas cosas podría contarle del mundo aquel hombre, y también se preguntó cuán solo se había sentido en su larga vida sin madre y con su padre ido más allá del mar.
Daetas: Decidme, mi señora, ¿habéis oido hablar de Ost-in-Edhil?
Inzilbêth asintió, sintiendo cómo la tensión de momentos atrás se desvanecía con aquella pregunta que cambiaba el inquietante tema de conversación.
Inzilbêth: Algo he oido de la fortaleza de los eldar.
Daetas: El rey me propuso llevaros hasta ella. Deseo visitar a mi hermano, que reside en el reino del caballero Celeborn y de la dama Galadriel, y aunque vuestro señor esposo se mostró de acuerdo al principio, temo que el peso del deber le haga cambiar de opinión.
Inzilbêth parpadeó dos veces antes de comprender lo que el medio-elfo le estaba diciendo. Pero antes que pudiese decir nada, Daetas dejó la barandilla y se giró para regresar a su camarote.
Daetas: Supuse que os gustaría saberlo, mi señora.
Inzilbêth: Sí... Sí, gracias. Hablaré con él.
El medio-elfo asintió caballeroso y se despidió marchándose de la proa. Inzilbêth se quedó de nuevo sola allí, acompañada únicamente por la brisa y la espuma del mar, e interiormente agradeció al embajador su aviso. Si algo la había atenazado durante aquel viaje, había sido el miedo. Miedo del pájaro que ha vivido toda su vida en su jaula dorada y que se niega a pasar la puerta para volar por los cielos. Miedo que Gimilzôr sin duda había notado, y que tratando de protegerla le había sembrado dudas respecto a aquel viaje y ella.
Quizás a ella le habían hecho cruzar la puerta de su jaula dorada por real decreto, pero ahora ya había probado el mar y la brisa, y en el fondo de su corazón quería ver más. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Pero sus temores le habían impedido darse cuenta de ello. Hasta entonces. Sólo bastaron unas palabras del embajador para darse cuenta de aquello, y allí frente al mar Inzilbêth tomó la determinación de abandonar su miedo y abrazar los cielos. Quizás como un guiño irónico, al alzar la vista vio un pájaro marino volando despreocupadamente por delante del Amanecer, libre hacia el este. Hacia los reinos de los elfos. Hacia la Tierra Media.