La Memoria de los Sueños

viernes, septiembre 15, 2006

El Último

Los pies de Arvor chapotearon al moverse tórpemente sobre el charco de sangre que le goteaba de las entrañas abiertas. Aún en su terrible estado, Arvor seguía en pie aguantando su hacha y jadeando pesadamente sin dejar de mirar a su adversario con todo el odio del mundo. Y sin embargo, era un odio vacío, desesperado. A esas alturas de la batalla, el enano ya tenía claro que su última hora había llegado y era aquella, y que nunca más volvería a poner el pie en aquella vida en los salones de los reyes bajo la montaña, ni bebería cerveza junto a sus compañeros de armas, ni cantaría canción enana alguna. Tampoco engendraría el heredero que tanto le habría gustado tener. No, nadie cantaría canciones sobre su tumba, ni derramaría lágrimas tras su muerte, pues Arvor moriría en aquel oscuro lugar solo y olvidado.

El trasgo se agitó una vez más, alzando su lanza para embestir al enano. Las sombras iluminadas por la débil antorcha que agonizaba en algún lugar de la sala permitían al enano distinguir apenas la figura de su enemigo, y haciendo de tripas corazón el enano obligó a sus piernas a moverse. Que muriese allí sólo y olvidado no significaba que fuese a hacerlo sin su orgullo intacto. El trasgo moriría con él. Arvor alzó el hacha al tiempo que un calambre en su brazo derecho casi le obligó a tirarla a un lado, pero su espíritu estaba ardiendo como el fuego de sus propias entrañas abiertas, y aquel dolor insoportable le dio la fuerza para sostener su arma una última vez. Tenía los brazos entumecidos con el hormigueo de la falta de sangre de sus venas, una sangre que seguía goteando inexorable a través de su tremenda herida en el vientre, pero eso no iba a detenerle. En un rincón de su mente, Arvor se permitió reir una última vez al darse cuenta que si el trasgo le dejaba de lado, él moriría de todos modos, y que lanzándose lanza en mano contra él, únicamente daba a Arvor ocasión para su venganza particular.

La criatura de la oscuridad dio un paso lateral y fintó con su lanza una estocada que Arvor a duras penas esquivó, antes de darse cuenta que no era aquel el verdadero golpe que su enemigo le había preparado. En ese momento, el trasgo hizo girar la lanza sobre su cuerpo para golpearle en plena mandíbula con el mango de ésta, y el mundo dio vueltas como una peonza alrededor de Arvor al notar varios dientes saltar de su sitio. La lanza del trasgo penetrando por su pecho y atravesando su pulmón detuvieron la peonza. El sabor de la sangre se hizo más intenso en su garganta, y en algún lugar de su espalda había ahora un segundo agujero más mortífero que el primero.

Pero no importaba, porque Arvor sabía que ya estaba muerto. Y con esa certeza, sonrió una sonrisa llena de locura sanguinolenta al tiempo que dejaba a su hacha trazar un arco desde las alturas en que las sostenía hasta el cuello del trasgo abriendo su cabeza como un melón maduro. La criatura no gritó, pues no esperaba que el enano pudiese atacar en aquel estado, y murió instantáneamente cayendo sobre sus rodillas. Los brazos del trasgo se aferraron en su muerte a la lanza con tal fuerza que forzó a Arvor a doblegar sus rodillas y caer sobre ellas en un grito de dolor. El enano abrió los ojos por última vez para reirse de su víctima antes de ir al infierno con ella, y encontró ante sus ojos los del trasgo llenos de horror por la certidumbre de su propia muerte.

Y entonces, murió. Abrazado a su ejecutor y víctima, aquel enano solitario y de corazón envidioso respiró por última vez.

***

El olor a caldo de gallina fue lo primero que llamó la atención de Arthos. Bueno, el olor y el rugido que su estómago lanzó en respuesta. El rechoncho enano sonrió bajo su barba y tomando una de las trencitas de su bigote entre los dedos con gesto de satisfacción, se acercó dando dos saltitos hasta la barra.

- Ríventhail, preciosa – le dijo a la tabernera -, ¿verdad que me pondrás un buen plato de ese caldo? Con algo de hervido de pollo, y algunas alubias...

La rechoncha tabernera se giró con una bandeja de codornices que estaba sacando del horno y, con rostro de madraza, le dedicó una sonrisa al enano que la acababa de piropear.

- Ay, Arthos, claro que te pondré una buena cena – de dijo, dándose cuenta que los ojos del enano estaban muy atentos a las codornices al horno de su bandeja -, aunque quizás prefieras un par de estos animalitos.

- Pues no te diré que no, Ríventhail. Tienen un aspecto fantástico, y ese olorcito a ajillo y perejil... Vamos, no se hable más. Un buen plato de sopa y un par de codornices.

Con su sonrisa de madraza satisfecha, la tabernera dejó la bandeja de codornices sobre una mesa vieja y le señaló al enano una mesa donde esperar su cena. Poco después, Arthos empezaba su particular festín como premio a un día de trabajo provechoso.

Las puertas de la taberna se abrieron muchas veces esa noche, pues mucha era la gente que había ido a la ciudad para el festival de primavera. Justo había terminado la sopa cuando se abrieron para dejar paso a dos enanos a quien Arthos no esperaba ver.

- ¡Mivren, Svivren! – gritó por encima del ruido del comedor el enano al verlos -. ¡Aquí!

Arthos logró que los dos hermanos le viesen, y no sin una sonrisa ambos se acercaron a su mesa donde le encontraron presto para un fraternal abrazo.

- Arthos – empezó Svivren -, te hacía todavía en la parte alta del valle.

- ¿Y perderme el festival de primavera? – replicó irónico el mercader -. Por favor... Al fin y al cabo, soy un hombre de negocios.

- Como siempre lo has sido, viejo canalla – se rió Mivren sentándose a la mesa -. ¿Ha ido bien la temporada de invierno?

- Cinco toneladas de hierro, tres de cobre y una de estaño. He necesitado más de treinta carros para traerlo todo.

Los ojos de los hermanos se abrieron mucho al oir aquellas cantidades.

- Parece que te va bien, viejo canalla – dijo Mivren.

- Parece, sí... – asintió Arthos -. Pero decidme, ahora que ya sabéis de mi. ¿Qué os trae hasta la ciudad?

Los dos hermanos se miraron dudando por un momento, pero Svivren fue quien respondió a la pregunta de Arthos.

- ¿Te acuerdas de Arvor?

- Claro – dijo Arthos frunciendo el ceño. Su gesto se nubló de la alegría del reencuentro a uno más sombrío -. Es el hermano menor de mi padre, mi tío de sangre. La oveja negra de mi familia. ¿Cómo no voy a acordarme de esa deshonra?

- Pues hemos oido que está en las Cavernas del Miedo.

Los tres enanos se quedaron en silencio, y Arthos levantó su jarra de cerveza lentamente hasta la altura de sus labios, dejando la bebida derramarse por su boca lentamente. Sus ojos no dejaron de mirar a los dos hermanos en ningún momento.

- ¿Y qué haréis? – dijo dejando la jarra a un lado -. Este encuentro no ha sido casualidad, ¿verdad?

- No – admitió Mivren con vergüenza en su gesto -. No, Arthos, preguntamos por ti.

- Lo imaginaba – dijo con voz glacial el mercader enano -. Mirad, mi tío y yo nunca nos hemos llevado bien, y además...

- ¿Puedes escucharnos, al menos? – le cortó Svivren -. Mi hermano y yo hemos hecho un largo camino para encontrarte. Si tu tío ha muerto, sólo quedas tú.

Sí, sólo quedaba él... Y Arthos sabía eso demasiado bien. Con un pesar nuevo y desconocido abrumándole por momentos, Arthos tomó la jarra de nuevo y apuró los últimos tragos de cerveza, suspirando poderosamente al dejarla de nuevo en la mesa.

- Mirad, no soy un combatiente. Mi padre quiso enseñarme a manejar las armas, pero siempre se me han dado mejor los números, y además...

- Nosotros sí sabemos luchar, Arthos. Además, sabes mejor que nadie que es necesario recuperar el códice de esas cavernas.

La vieja historia regresaba al fin. Arthos se había preguntado durante veinte años cuándo le llegaría el momento. Su padre, sus hermanos, sus tíos y sus sobrinos, sus primos... Todos ellos en algún momento habían pasado por aquel momento. Todos ellos habían tenido que afrontar la deuda de su sangre, y todos ellos habían ido a las cavernas. Todos habían muerto. Arthos, el menor de todos ellos, siempre esperó a que alguno de sus parientes triunfase en aquella empresa. Cuando su tío Arvor renegó en público de aquella tarea, nadie fue capaz de pedirle a él que cumpliese con el destino familiar.

Pero Arvor el Cobarde había ido, y si era cierto, ya sólo quedaba él con vida. Nadie regresaba jamás con vida de las cavernas. Mirando a los dos hermanos, Arthos sintió una punzada de miedo, presintiendo que su última hora estaba cercana.

- Así, ¿decís que vendréis conmigo? – dijo en voz muy baja el enano.

- Sí – respondieron a la vez -. No te dejaremos solo.

Cuando llegaron las codornices a la mesa, a Arthos ya no le quedaba nada de hambre.

***

Las ominosas ruinas de la entrada de la antigua ciudadela miraban altivas a los tres intrusos. Las estatuas de los reyes de antaño que flanqueaban el camino real miraban con sus ojos de granito a tres enanos convencidos de caminar hacia la muerte. A uno de ellos le ataba un juramento, uno no formulado por él, sino por un antepasado suyo a las puertas de su muerte. De todos los descendientes de aquel antepasado, sólo él quedaba con vida. Los otros dos eran guardianes del honor, enanos criados en las costumbres de su pueblo, listos siempre para arbitrar en disputas de honor y actuar como jueces de su pueblo. Para ellos, todo lo que habían predicado en su vida era ahora todo el motivo que necesitaban para emprender aquel camino a la fatalidad.

- No lo entiendo, de veras – dijo deteniéndose Arthos al pie de la severa estatua del primer rey de la Tercera Dinastía -. A mi me obliga el Juramento pronunciado por un enano hace trescientos años, más de un siglo antes que yo mismo naciese. Y a vosotros os obliga vuestro honor de hacer cumplir el honor entre los clanes de los enanos sea cual sea el precio. ¿Qué demonios hacemos aquí?

- Vivir con honor – replicó Mivren.

- Morir con honor – añadió Svivren.

- Puede ser – dijo resignado Arthos -, y ciertamente yo me siento preparado para morir. No soy un cobarde, por mucho que alguno lo haya insinuado. Mi padre me enseñó lo que significa pertenecer a esta familia, y no dudéis que llevaré adelante su voluntad con el criterio que corresponde a esta tarea. Sin embargo, puedo hacerlo solo. No es necesario que vengáis conmigo y muráis a mi lado. No rehuiré mi destino. Yo no soy mi tío.

Los dos hermanos se miraron con ojos cansados de tanto viajar, pero más cansados por el camino que quedaba por delante. Y los dos negaron al unísono.

- Para un guardián del honor – empezó Svivren -, no sólo importa que cada enano viva acorde a las reglas del honor.

- Para un guardián del honor – terminó Mivren – es igual de importante que ningún enano muera en deshonor. Y si tú mueres sin lograr lo que tus antepasados no lograron, Arthos, toda tu familia habrá muerto en deshonor.

- Y eso no podéis permitirlo... – musitó con cierta amargura el mercader enano.

Una fina llovizna empezó a caer en el camino real poco después de aquel cruce de palabras. Mivren abría el camino en busca de peligros, con su hacha en la mano lista para ser usada. Svivren por su parte llevaba una espada corta desenvainada, y cerraba el camino vigilando las emboscadas por la espalda. Arthos, entre ambos, dejó que su mano se deslizase a lo largo de la vaina de su propia espada larga. Nunca había sido un guerrero, aunque su padre le había enseñado todo lo básico referente al uso de la espada. No era la de su padre, pues aquella se había perdido cuando éste afrontó su destino. No, aquel arma no era más que una vulgar espada de un acero de dudosa calidad. Mirando a sus dos guardianes, Arthos se concienció que la única protección real que llevaba consigo era la de aquellos dos hermanos.

***

El goteo del agua cayendo desde las alturas de la caverna era enloquecedor. Gotitas. Gotita tras gotita filtrada a través de miles de metros de roca sólida hasta hallar la cavidad en que las ruinas de la antigua ciudadela moraban en un espantoso silencio. Bueno, un silencio roto por aquellas gotitas enloquecedoras. El eco del lugar hacía que resonasen como una extraña música que no era de aquel mundo, trayendo sonidos de la oscuridad que rodeaba los lugares donde no alcanzaba la vista y donde las antorchas no lograban iluminar.

Dos días llevaban ya caminando por las ruinas de la gran ciudadela. Hasta ese momento, lo único que habían encontrado habían sido los restos de dos enanos muertos tiempo atrás. Uno estaba prácticamente momificado, sus huesos blancos a la luz de las antorchas, su sonrisa tétricamente pulida en un craneo sin vida. El otro... Arthos siempre supuso que un día se encontraría con sus parientes muertos, pero nunca esperó hacerlo en vida. Pero el cinturón de su hermano Arrioth era de factura inconfundible, y en medio de una osamenta destrozada y desperdigada en varios metros a la redonda en una sala ruinosa que algún día había sido una cocina, encontró la hebilla en la que un toro de plata ennegrecida y otro de bronce chocaban con sus cornamentas en alto. Arthos tomó aquel testigo silencioso de una muerte horrible, y tras estar casi dos horas buscando los restos de su fallecido hermano por los rincones en ruinas de la sala, les dio una sencilla sepultura ocultándolos de la vista entre los escombros derruidos de un muro.

Desde entonces, le costaba no mirar la hebilla que llevaba en la bolsa. La sacaba cada rato, y hacerlo le recordaba al enano que lo había llevado a cazar por primera vez, a un hermano que le había enseñado lo relajante que podía ser ir a pescar, y sobretodo un amigo que siempre estuvo a su lado y le defendió cuando anunció a su padre que no tomaría el camino de las armas. Ni Mivren ni Svivren las vieron, pero ese día Arthos derramó las primeras lágrimas en muchos años.

La muerte debería haberles llegado ya, pero se burlaba de ellos y su risa eran aquellas gotas de agua que traían la locura. Hacía ya diez horas que caminaban rodeados de ellas, buscando los peligros que habían destruido a sus predecesores. Mivren halló una trampa de foso que fue complicado sortear. Svivren detuvo a tiempo un extraño mecanismo que se había activado a su paso, y aunque Arthos nunca sabría ya qué activaban aquellas viejas poleas oxidadas, ciertamente se alegraba de seguir ignorando su función.

- ¿Sabes algo de estas ruinas que nosotros no sepamos, Arthos? – preguntó Svivren, y el comerciante enano notó en su tono algo similar al miedo por primera vez.

- Pues... Creo que no – dijo Arthos -. Mi padre me explicó que aquí se hallaba la corte del rey enano hasta que hace trescientos años el Nigromante se convirtió en su consejero particular. Su hijo se rebeló contra él, murió, y al hacerlo pronunció el Juramento.

- Y desde entonces, cualquier descendiente del rey que ha tratado de restaurar este lugar ha muerto, sin excepción. Y nadie sabe qué hay en estas cavernas – completó Mivren.

- Bueno – siguió Arthos -, hay algunas especulaciones al respecto. Se sabe que al primogénito real lo mató un conjuro del Nigromante, y que los primeros que regresaron aquí lo hicieron con la idea de expulsar al Nigromante de este lugar. Y hace más de doscientos años, el Nigromante dejó de aparecer en las tierras bajas, pero aún así todo enano que llegaba a este lugar seguía muriendo. Por eso mi padre creía que alguna expedición de antaño había logrado confinar al monstruo a este lugar, quizás mediante la magia.

Aún no había acabado aquellas palabras, que instintivamente su mano se había introducido en el macuto que colgaba de su hombro en busca del frasco de agua bendita que había en él. No era mucho, pero había oido en una ocasión que el agua bendita era repelente de todo tipo de mal, y que se empleaba para cercar los lugares sagrados de la entrada de cualquier mal. Quizás le sería de ayuda, aunque lo dudaba. Arthos sabía demasiado bien que iba a morir.

- Todo es demasiado tranquilo aquí – se quejó Svivren una vez más -. Si el Nigromante está aquí, ¿dónde se esconde?

Ninguno de los dos enanos que le acompañaban dio una respuesta a aquella pregunta. Arthos se detuvo un momento para secarse el sudor de la frente y sacar la cantiplora para beber algo de agua. Mientras lo hacía, iluminó con su antorcha la humedad del techo. Cientos de gotitas de agua brillaron a la luz de la antorcha en un techo carente de vida. No había ni siquiera mohos. Arthos dejó entonces la antorcha en el suelo para abrir la cantimplora, y al hacerlo vio las huellas. La respiración de Arthos se cortó. Con todo aquel agua cayendo del techo, el fango debería haber ocultado cualquier huella. Eran recientes.

Alzando un brazo en silencio con la cantimplora en la mano, esperó a que los dos hermanos se diesen cuenta que había hallado algo. Mivren se dio cuenta el primero, e hizo una seña a Svivren. Los dos hermanos se acercaron hasta el comerciante y empezaron a examinar las huellas. A ojos de Arthos, eran desproporcionadamente grandes para cualquier criatura que pudiese vivir en aquellos angostos pasadizos. Con sumo cuidado, los dos guardianes del honor empezaron a seguir aquellas huellas gigantescas que parecían enanas salvo por el tamaño. Salieron del pasadizo embarrado para entrar en una galería en la que los restos del barro, aún relativamente fresco, eran fáciles de seguir. Al menos, lo fueron durante un trecho, pero para cuando ya no lo fueron la galería había tomado un sentido único y sin bifurcaciones. Aquel pasadizo contrastaba fuertemente con el paisaje de los últimos dos días, con el suelo empedrado y con las paredes bien trabajadas y alisadas. Era un pasadizo estrecho, en el que los dos hermanos yendo codo con codo ocupaban todo el espacio. Y cualquiera en su extremo podría ver la luz de sus antorchas, de modo que las apagaron con cuidado y se detuvieron.

Los ojos de la raza de los enanos está habituada a la oscuridad, y en la oscuridad total todavía pueden ver tanto como los de un hombre en una espesa niebla. No había otra opción que apagar las antorchas, pues si en algo habían estado de acuerdo en su acercamiento a las ruinas, era en que sólo mediante el sigilo o la astucia podrían sobrevivir donde más de cincuenta guerreros fuertes y curtidos habían fracasado.

***

Los habían encontrado envueltos en un manto de oscuridad en aquella gran sala. Sus ojos tardaron unos momentos en darse cuenta de lo que era aquella figura extraña y grotesca, y hasta que no se dieron cuenta que no era una amenaza no se relajaron. Abrazados en un extraño patrón, un trasgo y un enano yacían muertos. Arthos no necesitó hebillas esta vez para reconocer a su tío.

Desde que apagaran las antorchas, había reinado el silencio. Era necesario, pues si se hallaban en el lugar donde el mal de aquel lugar moraba, no podían exponerse lo más mínimo. Arthos revisó el cuerpo de su tío Arvor, y un deje de orgullo manchado de dolor por su pérdida se mezcló en su alma al ver cómo había logrado dar muerte al trasgo en su mismísimo último aliento. Svivren y Mivren regresaron hasta los dos cadáveres para indicar a Arthos que les siguiera, y le señalaron varios cuerpos de trasgos más yaciendo inertes en la sala: uno, dos... Hasta siete, sin contar el del craneo partido abrazado al enano muerto.

“Habéis venido, Último Descendiente...”

Una voz oscura surgió de la oscuridad, resonando en todas partes y en ninguna a la vez. Una sacudida recorrió el espinazo de Arthos, y el comerciante enano entendió que su cuerpo no respondería a sus deseos: estaba muerto de miedo.

Mientras se giraba tórpemente, vio a Mivren y a Svivren lanzarse a la niebla oscura que les rodeaba con sus armas desenvainadas, lanzando gritos de guerra, y desaparecieron de su vista. Sólo podía oir sus gritos desesperados y sus insultos, pero estaban demasiado lejos como para que sus ojos pudiesen ver lo que pasaba.

Y de pronto, con dos gritos, regresó el silencio.

- ¿Mivren? – preguntó Arthos al tiempo que su mano derecha tomaba el frasco de agua bendita -. ¿Svivren?

Pero no hubo respuesta de ninguno de sus dos compañeros. Con mano temblorosa, Arthos tomó su espada y la desenvainó. Llevaba la mano diestra ocupada con el agua bendita, la zurda con la espada, y el corazón lleno de miedo y dudas.

“Último Descendiente” – regresó la voz, esta vez más cercana pero igual de ilocalizable -, “ha llegado mi hora”

Surgió de la nada, apenas un borrón espectral abalanzándose sobre él. Arthos trató de arrojarle el frasco de agua bendita, pero el frasco chocó contra una pared lejos de aquella cosa, y para cuando quiso darse cuenta ya tenía su espalda contra el suelo. Su espada tampoco estaba ya en su zurda. Entre las nieblas de oscuridad, Arthos pudo ver un extraño enano deforme con los ojos oscuros, vacíos de vida, sonriendo macabramente entre unos labios de carne cadavérica. Los gusanos se movían bajo su piel, y sus cuencas estaban vacías y carentes de vida.

“He esperado tanto tiempo, Último Descendiente...”

Aquellas palabras resonaron directamente en su cabeza, y Arthos comprendió que la criatura no hablaba con palabras, sino directamente a la mente. Aunque poco importaba. Con sus manos frías y ganchudas, estaba abriéndole el vientre, y lo último que vio fue cómo aquel espectro introducía su cabeza entera en sus entrañas.

***

El aire soplaba fresco a su alrededor, lejos del olor viciado del interior. Quizás uno pudiese pensar que con el tiempo, habría podido acostumbrarse al olor. Pero no era así. Para él, el tiempo sólo había sido una cárcel durante más de doscientos años. La sangre que le mantenía atrapado en aquel lugar al fin se había desvanecido, sin embargo.

No había sido sencillo, y pensó con amargura que de no haber poseído a su hijo trescientos años atrás para que pronunciara aquel juramento, jamás habría logrado superar la maldición que éste le impuso. Pero ahora el Último Descendiente estaba muerto, y las cadenas del maleficio que le ataban a su palacio y sus alrededores se había desvanecido. Y seguía siendo inmortal.

No pudo evitar detenerse en medio del camino real, entre las estatuas de sus antepasados. No pudo evitar detenerse y reir como un poseso. Trescientos años no eran nada al lado de la inmortalidad, y ya nada podía detenerle. El aire estaba desprovisto de la magia de antaño, y con un poco de suerte nadie se daría cuenta de nada. Pensó con amargura el precio pagado para llegar a donde había llegado, pero su ambición sin límites le decía que el precio había sido justo.

- ¡Miradme, estúpidos! – gritó alzando un puño a las estatuas de los reyes -. ¡Sólo sois granito! ¡Pero yo soy eterno, y mi carne es carne y mi sangre es sangre!

Pronto regresaría a la civilización. Y lo haría con el honor de haber exorcizado las viejas ruinas. Y lo haría como rey de los señores de los enanos, último descendiente del verdadero linaje real. Y mientras regresaba al mundo de los vivos, no pudo evitar silbar una vieja tonadilla de su infancia, una que hablaba de reyes y héroes de antaño. Reyes y héroes muertos. Él sería diferente. Él había pagado el precio. Él era eterno.