La Memoria de los Sueños

miércoles, mayo 23, 2007

Relato de cartas del tarot

Segundo relato del taller de escritura creativa, esta vez creado a partir de algunas cartas del tarot. Sin título.


La luz menguaba a medida que pasaba la tarde, y con ella también menguaba el trabajo pendiente. Sentada junto a Matilde en la vieja banqueta del patio, Adriana aclaraba los últimos vasos sucios de la hora de la comida.

- ¡Ay! Mi espalda... – se quejó Matilde.

- Deberías cuidarte más, tía. Ya no tienes edad para lavar los platos de la taberna.

- Puede ser, pero... ¿Quién lo hará, si no lo hago yo? – respondió con voz cansada.

- Yo puedo hacerlo, tía.

- Adriana... – empezó ella, adoptando de nuevo aquella pose maternalista que tanto gustaba vestir en aquellos últimos meses -. Adriana, tú aún eres joven y bonita. Deberías cazar a un buen marido mientras te dure.

Aquel comentario no le gustó a Adriana. Sí, era cierto, a su edad la mayoría de las chicas del pueblo ya estaban casadas, y sin embargo ella no podía permitírselo. Aún no. Sus tíos empezaban a estar mayoresm y con sus primos en la guerra, era necesario que alguien ayudara en la taberna. Y a fin de cuentas, ella les debía tanto... De no ser por tía Matilde, Adriana habría sido una huérfana más en aquel largo conflicto que ya duraba más de lo que nadie recordaba. ¿Qué importancia tenía su vida, entonces, en un mundo en que cualquier día podrían llevarse a su joven marido al frente?

Le había pasado a Julia y a Ana. Y Antonia se había casado con un hombre demasiado mayor para ir a la guerra, pero desde que tuvo su segundo hijo sólo se quejaba de lo amargos que eran sus días. “Siempre acaba borracho – le había dicho -, y ya no me importa que me pegue a mi. Pero a la niña... No lo soporto. ¡No lo soporto! Algún día Nuestro Señor sabe que haré una desgracia si esto sigue así.”

No. Adriana había asumido la firme convicción de esperar. Esperar al final de la guerra, que muchos daban como cercano desde hacía tiempo, pero que nunca acababa de llegar. Sólo entonces podría encontrar a un buen marido, y tener una buena vida, cuando sus primos volviesen del ejército y tía Matilde tuviese cuatro manos para ayudarle a llevar la taberna.

Los caballeros entraron empapados del polvo del camino. Uno de ellos tenía la capa rasgada y manchada de sangre, y otro tenía un vendaje limpio tapándole el lado derecho del rostro.

- Así que este es el sitio que dijo Teo – bramó un tercero, grande como un toro, ancho de espaldas como un roble.

Adriana no pudo sino acercarse a ellos para ofrecerles mesa, pero al oir el nombre de su primo de labios del toro, no pudo evitar preguntar.

- ¿Conocéis a Teodoro?

- Claro que sí – afirmó el toro -. Fue él quien nos habló de este lugar. ¿Dónde está su madre? Traemos una carta para ella.

El enorme caballero portaba un escudo bordado en su sobrevesta con un extraño pájaro de alas desplegadas, negro sobre un fondo de hilo dorado. Fue en ese instante, al fijarse en el blasón, que Adriana sintió una punzada de nervios. Acababa de descubrir ante quién se hallaba.

- Vos sóis... ¿Sóis el Toro de Cabo Nuevo?

- Sí, niña – dijo el hombre poco impresionado -. Y ahora, haz el favor de llamar a la señora de la casa. Y de paso tráenos vino mientras nos instalamos.

Adriana asintió con una forzada reverencia y un “Sí, mi señor” tan flojo que a buen seguro el hijo pequeño del conde de Cabo Nuevo no habría alcanzado a oír. Se apresuró hacia la cocina donde encontró a Matilde pelando de plumas una de las gallinas del corral, y nerviosa por la emoción casi se quedó sin habla.

- ¡Matilde! Ma... Matilde... – tartamudeó -. El hijo... El toro... Está aquí. ¡Está aquí!

Matilde apartó el ave sobre una mesa, junto a algunas cebollas que Adriana había pelado un rato antes, y cogiendo a Adriana por los brazos la agitó un poco para calmarla.

- Tranquilízate, Adriana. ¿Qué sucede?

- El... El hijo del conde de Cabo Nuevo está aquí – respondió serenándose un poco -. ¡El toro de Cabo Nuevo! Y dice que trae una carta de Teo.

Matilde se agitó nerviosa por un instante.

- Teo... Mi hijo, ¿está bien?

- No... Sí... No lo sé, supongo que sí – le respondió confundida -. Han pedido vino. Y verte.

- ¡Pues vamos, no te quedes ahí pasmada! Coge una jarra y llénala de la bota del fondo. Nada del vino rancio de las comidads. Voy a ver.

Matilde se apresuró hacia la puerta de la cocina, dejando a Adriana con la jara de vino vacía entre las manos. Para cuando llegó al comedor, Matilde estaba junto ea uno de los caballeros, que leía la carta de Teo.

“... y creo que para Navidades todo habrá acabado al fin, y podré volver a casa” – oyó Adriana mientras servía seis copas y las llenaba de la jarra -. “Espero que Adriana, papá y tú estéis bien. Teo.”

Matilde lloraba emocionada, y el joven caballero lector se limitó a sonreir.

- Gracias, gracias – le dijo Matilde -. Gracias por traerme nuevas de Teo, señor caballero.

- No hay de qué – le respondió éste -. Teo es un buen amigo, y además nos dijo que su cerdo asado es particularmente bueno. Creo que con una buena cena nos hará más que contentos.

- ¡Por supuesto! – exclamó exultante Matilde -. Aunque el asado para tanta gente llevará rato de preparar. Con la guerra, pocos pueden permitirse la carne de cerdo estos días.

- El dinero no será problema – asintió el caballero.

- Adriana – dijo Matilde -, quédate con estos señores por si necesitan cualquier cosa. Yo tengo trabajo en la cocina.

Adriana asintió, y rápidamente vio que haría falta más vino. Cuando regresó, los seis caballeros estaban de pie alrededor de la mesa, sus copas alzadas, y el Toro de Cabo Nuevo finalizaba el brindis.

- ...por nuestra Emperatriz, por los ciudadanos del reino, y sobretodo por los amigos ausentes.

- ¡Por ellos! – respondieron al unísono la cohorte de caballeros.

Y chocaron sus copas con tanta fuerza que Adriana temió que las rompieran. Pero no lo hicieron, y bebieron, y Adriana se apresuró a llenarlos de nuevo.

- Tú eres Adriana, ¿no? – preguntó el joven caballero que había leído la carta a Matilde -. La prima de Teo, ¿verdad?

- S... Sí – respondió ella con voz ahogada, tímida.

¿Cómo era posible que un caballero del reino la conociese?

- Tu primo me ha hablado de ti. ¿Es cierto lo que dice, que tienes la voz de un ángel?

Algunos de los compañeros cercanos del joven caballero se rieron, pero Adriana sólo sintió cómo la sangre se le subía al rostro.

- La has hecho sonrojar, don Juán – espetó el de la capa rasgada.

- No... No lo sé, señor caballero – fue lo único que pudo decir ella.

Y salió corriendo hacia la cocina, mientras el joven caballero se quedaba perplejo y los demás se reían a carcajadas. Adriana cerró la puerta de la cocina con su corazón bombeando a toda prisa, y Matilde la miró de arriba abajo sorprendida.

- ¿Qué haces aquí? – la reprochó su tía -. ¡Estás toda roja!

- Yo...

- Vaya, ¿ya se te han insinuado? – dijo Matilde dándose cuenta de lo que había sucedido.

- ¿Insinuado?

- Cuánto mundo te queda por ver, mi niña. ¡Ve con cuidado, o esta noche alguno de esos caballeros calentará contigo su regazo!