La Memoria de los Sueños

domingo, febrero 27, 2005

La cazadora del cazador

- ¿Lo has entendido?

Lalegre asintió.

- ¿Cuándo deseais que parta, majestad? - dijo, inclinando la cabeza en gesto de sumisión.

- Cuanto antes. La mitad del oro prometido te lo mandaré a tu casa esta misma noche. La otra mitad, cuando me traigas a Enkidu.

Lalegre, sin alzar la cabeza, miró al rey Gilgamesh con miedo. Sabía que no podía negarse a lo que el rey le ordenaba, y sin duda éste le estaba pagando una generosa compensación por sus servicios. Y sin embargo, Lalegre estaba convencida que la misión encomendada era descabellada.

Con una última reverencia la mujer se despidió del rey, y salió de la sala. Sin mirar atrás salió del palacio del Irigal, y ante ella se abrió la plaza de Uruk. El ziggurat de Inanna se levantaba sobre su enorme terraza ante ella, y por un momento Lalegre se sintió tentada de ir a ver a Nienna y explicárselo todo. Pero no podía hacerlo, pues el rey le daría muerte si alguien se enteraba de sus planes. Con la mirada, siguió los peldaños del ziggurat hasta su cúspide y admiró el templo al que la diosa descendía para encontrarse con su suma sacerdotisa el día de ofrendas.

"No podré decirle nada a la suma sacerdorisa, pero nada me niega que me concilie con la diosa" - pensó Lalegre.

Con aire cansino, empezó a cruzar la gran plaza hacia la terraza a la izquierda del ziggurat, a los jardines de Inanna. Subió las escaleras hasta elevarse por encima de la ciudad, y se detuvo al llegar arriba para recuperar el aliento perdido durante la ascensión. Por un momento, admiró la ciudad a sus pies, buscando con la mirada la Casa de las Esencias. La encontró donde siempre, su terraza del tejado cubierta de sábanas al viento, y suspiró sabiendo que quizás tardaría mucho tiempo en poder ver aquel lugar.

Entre los sauces, Lalegre se dejó llevar por su caminar hasta un rincón que conocía bien. Entre unos setos bajo la sombra de un cedro enorme, había tenido ya muchas citas con hombres importantes de la ciudad. Miró con una mezcla de desprecio y de asco hacia ella misma aquella hierba mullida que tantas veces había empleado de lecho con tantos hombres diferentes. Era su destino, sí, pero no por ello tenía que gustarle. Lalegre escupió con amargura sobre la hierba, y se alejó de allí.

Porque Lalegre era una prostituta sagrada de Inanna, y no sólo eso. Era la mejor prostituta sagrada al servicio de Nienna, la suma sacerdotisa de la diosa del amor. De su cuerpo salía oro para pagar las ofrendas a la diosa, y sólo los más ricos y poderosos podían permitirse compartir lecho con ella. Pero ahora era el rey quien requería sus servicios para una tarea muy especial... y por primera vez en años, Lalegre sintió asco de aquello que era.

La tarde estaba declinando cuando llegó a casa. Kuu salió a recibirla, como hacía siempre.

- Buenas tardes, mi señora. ¿Ha ido bien el día?

La esclava doméstica vestía una simple túnica de cuerpo entero. Era joven, y aunque normalmente habría ido con el torso desnudo para marcar su condición, Lalegre no deseaba que ningún cliente se sintiese tentado por la esclava por algo así, y la obligaba a taparse recatadamente.

- No, no ha ido nada bien. Kuu, prepárame mis ropas de viaje, y guarda en un cesto de mimbre mis perfumes y esencias. Me voy de viaje.

- ¿De viaje? ¿A dónde vamos, mi señora? - preguntó Kuu sorprendida.

- Tú no vas a ninguna parte, Kuu. Soy lo la que se va. Necesitaré un asno para llevar mis cosas, así que encárgate de traerme uno. Ve ahora, ya me harás el equipaje a la vuelta.

- Muy bien, mi señora...

Lalegre entregó a Kuu un saquito con cuentas de plata para poder comprar el asno, y la muchacha salió de la casa. Lalegre entonces se fue a su dormitorio, y se tumbó en su cama al tiempo que de sus ojos empezaban a derramarse lágrimas...

Era de mañana cuando Kuu la despertó. La esclava había preferido no molestarla, pero le había preparado un delicioso desayuno a base de frutas frescas. Lalegre, sin embargo, no tenía apetito.

- Dime, Kuu. ¿Trajeron algo para mi ayer?

Kuu asintió, y salió en busca de un pequeño cofre de madera que entregó a su regreso a su dueña. Pesaba mucho. Lalegre lo abrió, y admiró por unos momentos el oro prometido por el rey. No había vuelta atrás.

- Escucha, Kuu. El consejero Sagat me pidió que instruyese a su hija en las artes del amor, pues se le casa en una semana. Deberás ir en mi lugar. Has visto lo suficiente en la Casa de las Esencias como para saber qué explicarle a la chica. Preséntate allí esta tarde, ¿de acuerdo?

Kuu asintió, y tras el desayuno ayudó a su ama a cargar el asno con el equipaje para el viaje.

- ¿A dónde va, mi señora? - preguntó Kuu.

Lalegre la miró confundida. Había estado tan absorta en sus cosas que ni se le había ocurrido decirle nada a su esclava. No podía arriesgarse.

- El rey me ha dado una orden, y debo cumplirla. No hables con nadie de esto, Kuu. Regresaré en cuanto pueda, pero puede que sea bastante tiempo. Cierra bien la casa cuando marches a casa del consejero Sagat. En el cajón del mueble de mi habitación hay plata suficiente para que puedas vivir varios meses sin mi. Úsala bien, ya sabes dónde está la llave del mueble. Si alguien te pregunta, di que he ido a ver a mi prima Kina, que está enferma. Pero no menciones nada más, ¿entiendes?

Kuu asintió sin más. Lalegre entonces cogió las riendas del asno, y empezó a andar.

- Se llama Toth... - dijo Kuu, tímidamente. Lalegre se detuvo un momento -. Adiós, mi señora...

- Adiós, Kuu.

Lalegre salió de la ciudad por la puerta norte, y en solitario se puso a caminar por el camino entre los campos sembrados. La mañana era cálida, y la aldea de Karau quedaba a medio día a pie. Con paso calmado, anduvo un buen rato sola, y de vez en cuando se aseguraba que su puñal seguía atado a su cinto, bajo su túnica. Nunca había usado un arma, pero creyó conveniente cogerla, pues si una mujer sola por aquellos caminos corría peligro, no digamos ya una mujer hermosa como ella. Porque Lalegre era hermosa, casi tanto como lo era Nienna su señora...

El caminar pronto se convirtió en algo monótono y cansino. Bajo el sol del mediodía, Lalegre temió que el sol dañara su delicada piel. Cuando al fin llegó a la aldea, el olor de las gallinas y del estiércol la saludó. Miró aquellas cuatro barracas infectas, y pensó que incluso en la puerta norte las casas eran más dignas que aquellos agujeros para pastor. Un rebaño de cabras pastaba en un campo cercano al camino, y Lalegre se dio cuenta que el pastor la estaba mirando desde hacía un buen rato. Lalegre suspiró, cerró un momento los ojos para relajarse, y se acercó al pastor.

- Buenos días... Estoy buscando a Enkidu, el cazador. Me han dicho que está por esta zona...

El pastor estaba totalmente desaliñado. Olía a infiernos, y sin duda no sabía lo que era el agua o el perfume más allá del perfume del estiercol de sus cabras. Mascaba algún tipo de raíz que le había ennegrecido los dientes.

- Bien... El Enkidu pasó por aquí hará dos días. Se fue a la aldea de Matu. Creo que para buscar caza.

Lalegre agradeció al pastor, y se alejó de él tan rápido como pudo tratando que éste no se diera cuenta de lo asustada que estaba. Jamás había salido de Uruk. La expectativa de seducir y acostarse con alguien como aquel hombre cada vez le parecía peor idea.

Y se puso de nuevo en marcha, y siguiendo el camino con su asno le cayó al fin la noche encima. Agotada, se apartó del camino y se echó para dormir. Los ruidos de la noche, tan diferentes de los de la ciudad, la inquietaron. Había sido incapaz de encender un simple fuego para alejar a los animales, y apenas fue capaz de dormir unas pocas horas cuando el cansancio venció sus miedos a la oscuridad y a los animales que acechaban desde las sombras en su mente. Pero con la llegada de la mañana, sus temores se desvanecieron.

"Estás en una zona de pastos. Aquí los cazadores cazan a los animales peligrosos..." - se repitió aleccionadoramente Lalegre una y otra vez.

El sol subió radiante esa mañana, y el calor se hizo cada vez más y más intenso. Lalegre empezó a notar cómo se le resecaba la piel pese a protegerla bajo su túnica blanca. Llegado el mediodía, estaba abrasada. Fue entonces cuando, junto al camino, vio un canal de irrigación, y se decidió a darse un baño. Le iría bien para que la piel no se le desecara, y para quitarse el olor a sudor. Ató a Toth a un arbol entre las cañas que rodeaban el canal, y usándolas de resguardo se desnudó. Había encontrado un pequeño codo de aguas limpias y no muy profundas en un giro del canal, y el agua le pareció una bendición de la diosa cuando su frescura rozó su abrasada piel. Poco a poco, se limpió bien y disfrutó del agua, relajando sus doloridas piernas. Pasó un buen rato antes que se decidiese a salir.

Lalegre se secó un poco, y sacó del cesto de mimbre uno de los frascos de las esencias que llevaba, y mojó sus dedos en aceite de rosas y jazmín, pasándolos luego por su cuello. Aquella esencia siempre le había hecho sentirse fresca, vital, y necesitaría de toda su frescura y vitalidad para lo que le esperaba en la aldea... si es que Enkidu estaba allí.

Toth rebuznó alarmado, con fuerza, justo cuando Lalegre se ceñía su túnica de lino blanco. Fue un rebuzno de pánico, seguido de lo que parecía un rugido. Algo entre las cañas se movió bruscamente cerca de Lalegre, que con cuatro zancadas llegó a donde su asno estaba atado. Un león de las llanuras trataba de desgarrar el cuello del animal para darle muerte. Lalegre sintió un miedo atroz, como jamás había sentido, ante aquella bestia salvaje, mientras su asno trataba de cocear en vano a su verdugo.

Algo en el aire siseó, y el león se tambaleó soltando al asno. De nuevo, un siseo, y el león salió corriendo. Lalegre apenas pudo ver en el pecho del león una flecha clavada con fuerza. De entre las cañas que la rodeaban, salió un hombre con su arco. Era alto, su pecho musculoso y sus brazos fuertes. Lalegre estaba completamente desquiciada por lo que acababa de suceder, pero trató de calmarse.

- ¿Quién... Quién eres? - le preguntó.

El hombre acabó de salir de entre las cañas desde las que había acechado al león, y miró a la mujer.

- Soy Enkidu. Los de la aldea me han pedido que dé caza al león de las llanuras que mata sus cabras. Lo estaba rastreando cuando...

"Enkidu..." - pensó Lalegre. La diosa se lo había dado. No se lo podía creer. "Gracias...", rezó interiormente al tiempo que se acercaba a su salvador... y lo abrazaba.

Lalegre temblaba, temblaba asustada. Porque estaba asustada, pero también porque sabía que pocos hombres eran capaces de resistir el abrazo de una mujer hermosa y asustada.

- Oh, gracias... gracias... gracias... - le susurró pegado a su poderoso pecho.

Enkidu dejó caer el arco, y acariciando la cabellera de Lalegre, trató de calmarla.

- ¿Cómo te llamas? - le preguntó Enkidu.

Y mientras por sus mejillas resbalaban lágrimas de alivio, lo miró a los ojos y le dijo:

- Lalegre... Mi señor, me llamo Lalegre...

"Y eres mio, Enkidu... Y por la diosa, que pronto serás de Gilgamesh..."

La diosa le había entregado a aquel hombre de la mejor de las maneras posibles. Y Lalegre no fallaría a su rey.

viernes, febrero 25, 2005

La caza del cazador

El rastro era fresco. Sin duda, el león de las llanuras se había acercado a aquel recodo del canal para beber agua al alba. Con suerte, todavía deambularía por la zona. Enkidu se descolgó el arco de la espalda, y tratando de hacer el menor ruido posible se acercó a las cañas que crecían alrededor del agua. Con los ojos bien abiertos, empezó a buscar signos de movimiento, rastros, heces, cualquier cosa que le diese una pista de dónde estaba el animal al que estaba dando caza.

Cuando le separaban pocos metros de las cañas, oyó algo inesperado. Alguien cantaba.

El cazador se quedó por unos momentos sorprendido, y se deslizó hasta la cobertura de las cañas sin soltar el arco. Acechando como un depredador, Enkidu apartó las plantas que obstruían su visión. Allí, en el agua, una mujer se estaba bañando en el agua, completamente desnuda.

Enkidu se quedó sin aliento admirando su belleza. No era una pastora de cabras desaliñada y sucia. Su piel era tersa, levemente bronceada en lugar de quemada por el sol de los campos, y su cabellera caía por sus hombros como una cascada de oscuridad. Fuese quien fuese aquella mujer, no tenía nada que ver con las mujeres que había conocido en las aldeas.

Ella salió del agua, y se acercó a la hierba sobre la que había dejado sus ropas y sus cosas. Se envolvió con una túnica de un blanco intenso y brillante, con los bordes bordados con hilo de plata, y cogió un frasco con esencias que empleó para su cuello. El olor del perfume llegó hasta Enkidu, cuyo olfato algunos decían era tan fino como el de los perros, aunque el chico siempre había pensado que era una exageración.

Un rebuzno alertó a la mujer, y puso en guardia a Enkidu. Otro rebuzno siguió al primero. Enkidu se acordó del león de las llanuras al que estaba dando caza, y de manera casi instintiva colocó una flecha en el arco que sostenía mientras sus piernas le acercaban al origen del rebuzno. Por el rabillo del ojo vio que la mujer estaba asustada, sin saber qué hacer.

Con cuatro zancadas, Enkidu llegó al claro entre las cañas del que venían los rebuznos. Un burro de monta, sin duda de la mujer, estaba atado a un árbol. El león de las llanuras le había saltado al cuello, y estaba tratando de morder el duro cuello del animal para darle muerte. El burro apenas sí era capaz de agitarse y rebuznar, aterrado por sentir el cálido aliento de la muerte en su nuca.

Enkidu tensó el arco, y una flecha surcó el aire para clavarse en el muslo del león. El animal soltó su presa con un rugido, y tras caer al suelo aturdido por el dolor, se levantó para mirar qué sucedía. Enkidu no le dio tregua, y instantes después de la primera flecha, una segunda se clavó en el tordo del león. El animal, herido y cojo, aceptó la derrota huyendo a toda velocidad. Enkidu tuvo la tentación de ir tras el león, pero pensó que herido como estaba era muy peligroso. De todos modos, las heridas que le había causado eran severas, y la pérdida de sangre lo debilitaría. Al menos tenía eso. Si esperaba un rato antes de volver a atacarlo, el animal seguramente estaría más débil, y sería de caza más fácil.

La mujer apareción entre las cañas, asustada.

- ¿Quién... Quién eres? - interrogó la mujer al cazador que acababa de salvar a su burro.

Enkidu salió de entre las cañas, y no pudo evitar mirarla bien antes de contestar. Ahora que la tenía tan cerca, su olor era más intenso y embriagador. Ella era menuda, bastante más baja y fina que él, aunque de formas insinuantes bajo la túnica blanca.

- Soy Enkidu. Los de la aldea me han pedido que dé caza al león de las llanuras que mata sus cabras. Lo estaba rastreando cuando...

No pudo acabar. La mujer, temblando de miedo, ya le abrazaba aferrándose a él tras el susto como una niña que se aferra a su padre en busca de protección.

- Oh, gracias... gracias... gracias...

Enkidu se quedó sin saber qué hacer. Dejó caer el arco, y con las manos acarició aquella cabellera negra que tanto le había fascinado momentos antes, tratando de calmar a la mujer. Entre sus brazos, parecía frágil y delicada, algo precioso y valioso que había que proteger. Quizás era por no estar acostumbrado a tener a una mujer tan hermosa en brazos, o quizás era por el perfume embriagador de ella...

- ¿Cómo te llamas? - le preguntó el cazador a la mujer.

Y con lágrimas en los ojos, de alivio de quien ha visto la muerte cerca, ella le respondió.

- Lalegre... Mi señor, me llamo Lalegre...

miércoles, febrero 23, 2005

Alice: Diario de una depredadora

Tras dejar el coche en la entrada, Alice abrió la puerta de la casa. Como Bernard había aparcado delante y como había hablado con él, no se sorprendió en absoluto encontrarlo en el refugio. Lo que sí le sorprendió a Alice era que la recién llegada estuviese jugueteando con Bernard, y al entrar los sorprendió en mitad de una interesante... posturita insinuante de Mina.
- Tú debes ser la nueva.
Dijo Alice sin poder evitar soltar una leve sonrisa burlona. Seducción. Los placeres de la carne eran para ella insignificantes al lado de los placeres de la Sangre, y aquellos vestigios de apareamiento de los humanos siempre le había divertido verlos entre los cainitas. Por supuesto, eran de utilidad para conseguir comida fácil, pero en absoluto un chupasangre que se preciara de serlo debería sucumbir a ellos.
O quizás es que años en el Sabbat habían atrofiado el corazón de Alice para siempre, y estaba más allá del alcance de los sentimientos más agradables de la vida.
Daba igual. Ya llevaba no-viviendo sin ellos muchos años y le iba bien.
- Voy a tomar una ducha. Vosotros dos, a ver si estais un poco más atentos, que ni os habeis enterado de mi entrada...
Alice se fue al cuarto de baño y se sacó la gabardina de piel negra. La espada que había cogido de la armería del hotel estaba bien sujeta al forro interior, y costaba de percibirse a menos que ella se moviese. Fue desnudándose mientras llenaba la bañera de agua helada.
Sin siquiera sentir un escalofrío, Alice introdujo primero un pie, luego el otro, en la bañera. Apretó los dientes levemente al sentir el frío del agua helada. Se tumbó y dejó que el frío la dejase en un estado de aletargamiento, similar al que debían sentir los reptiles cuando están demasiado tiempo sin ver el sol. Pero Alice se resistió a ello. Forzando su voluntad, no permitió que su mente se nublara. Usando el estímulo del frío, recordó su gélida alma de asesina, recordó las pruebas que había superado en el pasado...
Tras lavarse con cuidado su melena azabache, Alice salió de la bañera y se secó. El frío había dejado su alma inmortal lista para la caza.
Tenía Hambre.
Se enfundó las botas, se puso de nuevo la gabardina y comprobó que la espada se delizaba bien desde su vaina y que el puñal de su bota izquierda estaba bien oculto.
Tras despedirse con un sonido casi imperceptible de Bernard y Mina, Alice se introdujo en el coche, y tomó una carretera secundaria hacia la periferia de la ciudad. Con las rígidas leyes de caza de Chicago, cazar dentro de la urbe era como mínimo arriesgarse a llamar una atención no deseada. Pero Alice tenía toda la noche por delante. Abrió el maletero, sacó dos placas de matrícula falsas y las cambió por las del coche.
Tras recorrer cerca de 25 millas en dirección contraria a la ciudad, vio lo que buscaba: un pequeño club de strip-tease. Dejó el coche aparcado a unos 300 metros, y se acercó a la salida del local. Ni un alma, pero la música del interior atestiguaba que había inquilinos en su interior.
Esperó lo necesario. Los depredadores siempre esperan lo necesario a sus presas. Al fin salió del local un hombre, un cincuentón algo ebrio y bastante poco agraciado. Su enorme panza debía ser una de las razones por las que lo más cercano al sexo contrario que era capaz de tener era el roce de su mano con la ropa interior de una stripper al ponerle algunos dólares en sus partes más íntimas. Estaba solo: Alice tuvo la paciencia necesaria para esperar a que apareciese alguien apropiado sin testigos. Así pues, no fue difícil comprender la reacción de asombro o de babeo que tuvo el hombre al ver a Alice abriendo su gabardina y mostrando su magnífico cuerpo.
- Ven, guapo. ¿Necesitas compañía para esta noche? Te aseguro que no te saldré muy cara...
Fascinado por la presencia de Alice, el hombre poco pudo hacer salvo acercarse. Alice lo llevó a un cercano callejón, y entre unos contenedores dejó que el hombre se le acercase lo suficiente... y entonces una fuerza inhumana apresó al desgraciado en la garganta, ahogando cualquier intento de grito mientras el cazador vaciaba a la presa de su vida.
Seducción.
Una herramienta para alimentarse. Nada más.
El gordo dejó un bonito cadáver, pero Alice era demasiado profesional para dejar un rastro tan evidente. Vacío de sangre, el cadáver no mancharía mucho. Se puso unos guantes de vinilo, como los que se utilizan en los hospitales, y sacó sigilosamente algunas de las bolsas de basura del contenedor. Con su espada cortó en pedazos al gordo e introdujo en las distintas bolsas cualquier rastro de su existencia. Antes de meter las manos y la cabeza, las destrozó con su fuerza inhumana. Así costaría más identificarle en el caso que alguien llegase a dar con él. Realmente, no lo creía.
Cogió su cartera. Unos pocos dólares, una foto raída de la que debía ser su ex-mujer... Una vida patética acabada de forma patética.
Silenciosamente, regresó a su coche y se fue. Ahora ya no tenía Hambre.
Las luces de Chicago parpadeaban frente a ella al regresar. Al llegar al refugio, metió de nuevo el coche en el garaje y cambió las placas de la matrícula por las buenas. Subió a la sala de estar, y tras volver a saludar a los presentes con un monosílabo, subió al cuarto de baño. Allí limpió el filo de su espada, dejándolo de nuevo reluciente, y tiró al desagüe los guantes de vinilo. Comprobó que no quedase rastro de sangre sobre su cuerpo, y entonces se vistió. Un pantalón vaquero negro, y un jersey de lana negro también. Ropa cómoda. Le gustaba el negro, y además le sentaba como un guante. Colgó la gabardina en el armario de su habitación, se ajustó una vez más las botas y comprobó por enésima vez que el puñal oculto estuviese en su sitio. Bajó al salón, y con una amplia sonrisa, se dirigió a los presentes.
- Una noche estupenda, ¿no creeis?