La caza del cazador
El rastro era fresco. Sin duda, el león de las llanuras se había acercado a aquel recodo del canal para beber agua al alba. Con suerte, todavía deambularía por la zona. Enkidu se descolgó el arco de la espalda, y tratando de hacer el menor ruido posible se acercó a las cañas que crecían alrededor del agua. Con los ojos bien abiertos, empezó a buscar signos de movimiento, rastros, heces, cualquier cosa que le diese una pista de dónde estaba el animal al que estaba dando caza.
Cuando le separaban pocos metros de las cañas, oyó algo inesperado. Alguien cantaba.
El cazador se quedó por unos momentos sorprendido, y se deslizó hasta la cobertura de las cañas sin soltar el arco. Acechando como un depredador, Enkidu apartó las plantas que obstruían su visión. Allí, en el agua, una mujer se estaba bañando en el agua, completamente desnuda.
Enkidu se quedó sin aliento admirando su belleza. No era una pastora de cabras desaliñada y sucia. Su piel era tersa, levemente bronceada en lugar de quemada por el sol de los campos, y su cabellera caía por sus hombros como una cascada de oscuridad. Fuese quien fuese aquella mujer, no tenía nada que ver con las mujeres que había conocido en las aldeas.
Ella salió del agua, y se acercó a la hierba sobre la que había dejado sus ropas y sus cosas. Se envolvió con una túnica de un blanco intenso y brillante, con los bordes bordados con hilo de plata, y cogió un frasco con esencias que empleó para su cuello. El olor del perfume llegó hasta Enkidu, cuyo olfato algunos decían era tan fino como el de los perros, aunque el chico siempre había pensado que era una exageración.
Un rebuzno alertó a la mujer, y puso en guardia a Enkidu. Otro rebuzno siguió al primero. Enkidu se acordó del león de las llanuras al que estaba dando caza, y de manera casi instintiva colocó una flecha en el arco que sostenía mientras sus piernas le acercaban al origen del rebuzno. Por el rabillo del ojo vio que la mujer estaba asustada, sin saber qué hacer.
Con cuatro zancadas, Enkidu llegó al claro entre las cañas del que venían los rebuznos. Un burro de monta, sin duda de la mujer, estaba atado a un árbol. El león de las llanuras le había saltado al cuello, y estaba tratando de morder el duro cuello del animal para darle muerte. El burro apenas sí era capaz de agitarse y rebuznar, aterrado por sentir el cálido aliento de la muerte en su nuca.
Enkidu tensó el arco, y una flecha surcó el aire para clavarse en el muslo del león. El animal soltó su presa con un rugido, y tras caer al suelo aturdido por el dolor, se levantó para mirar qué sucedía. Enkidu no le dio tregua, y instantes después de la primera flecha, una segunda se clavó en el tordo del león. El animal, herido y cojo, aceptó la derrota huyendo a toda velocidad. Enkidu tuvo la tentación de ir tras el león, pero pensó que herido como estaba era muy peligroso. De todos modos, las heridas que le había causado eran severas, y la pérdida de sangre lo debilitaría. Al menos tenía eso. Si esperaba un rato antes de volver a atacarlo, el animal seguramente estaría más débil, y sería de caza más fácil.
La mujer apareción entre las cañas, asustada.
- ¿Quién... Quién eres? - interrogó la mujer al cazador que acababa de salvar a su burro.
Enkidu salió de entre las cañas, y no pudo evitar mirarla bien antes de contestar. Ahora que la tenía tan cerca, su olor era más intenso y embriagador. Ella era menuda, bastante más baja y fina que él, aunque de formas insinuantes bajo la túnica blanca.
- Soy Enkidu. Los de la aldea me han pedido que dé caza al león de las llanuras que mata sus cabras. Lo estaba rastreando cuando...
No pudo acabar. La mujer, temblando de miedo, ya le abrazaba aferrándose a él tras el susto como una niña que se aferra a su padre en busca de protección.
- Oh, gracias... gracias... gracias...
Enkidu se quedó sin saber qué hacer. Dejó caer el arco, y con las manos acarició aquella cabellera negra que tanto le había fascinado momentos antes, tratando de calmar a la mujer. Entre sus brazos, parecía frágil y delicada, algo precioso y valioso que había que proteger. Quizás era por no estar acostumbrado a tener a una mujer tan hermosa en brazos, o quizás era por el perfume embriagador de ella...
- ¿Cómo te llamas? - le preguntó el cazador a la mujer.
Y con lágrimas en los ojos, de alivio de quien ha visto la muerte cerca, ella le respondió.
- Lalegre... Mi señor, me llamo Lalegre...
Cuando le separaban pocos metros de las cañas, oyó algo inesperado. Alguien cantaba.
El cazador se quedó por unos momentos sorprendido, y se deslizó hasta la cobertura de las cañas sin soltar el arco. Acechando como un depredador, Enkidu apartó las plantas que obstruían su visión. Allí, en el agua, una mujer se estaba bañando en el agua, completamente desnuda.
Enkidu se quedó sin aliento admirando su belleza. No era una pastora de cabras desaliñada y sucia. Su piel era tersa, levemente bronceada en lugar de quemada por el sol de los campos, y su cabellera caía por sus hombros como una cascada de oscuridad. Fuese quien fuese aquella mujer, no tenía nada que ver con las mujeres que había conocido en las aldeas.
Ella salió del agua, y se acercó a la hierba sobre la que había dejado sus ropas y sus cosas. Se envolvió con una túnica de un blanco intenso y brillante, con los bordes bordados con hilo de plata, y cogió un frasco con esencias que empleó para su cuello. El olor del perfume llegó hasta Enkidu, cuyo olfato algunos decían era tan fino como el de los perros, aunque el chico siempre había pensado que era una exageración.
Un rebuzno alertó a la mujer, y puso en guardia a Enkidu. Otro rebuzno siguió al primero. Enkidu se acordó del león de las llanuras al que estaba dando caza, y de manera casi instintiva colocó una flecha en el arco que sostenía mientras sus piernas le acercaban al origen del rebuzno. Por el rabillo del ojo vio que la mujer estaba asustada, sin saber qué hacer.
Con cuatro zancadas, Enkidu llegó al claro entre las cañas del que venían los rebuznos. Un burro de monta, sin duda de la mujer, estaba atado a un árbol. El león de las llanuras le había saltado al cuello, y estaba tratando de morder el duro cuello del animal para darle muerte. El burro apenas sí era capaz de agitarse y rebuznar, aterrado por sentir el cálido aliento de la muerte en su nuca.
Enkidu tensó el arco, y una flecha surcó el aire para clavarse en el muslo del león. El animal soltó su presa con un rugido, y tras caer al suelo aturdido por el dolor, se levantó para mirar qué sucedía. Enkidu no le dio tregua, y instantes después de la primera flecha, una segunda se clavó en el tordo del león. El animal, herido y cojo, aceptó la derrota huyendo a toda velocidad. Enkidu tuvo la tentación de ir tras el león, pero pensó que herido como estaba era muy peligroso. De todos modos, las heridas que le había causado eran severas, y la pérdida de sangre lo debilitaría. Al menos tenía eso. Si esperaba un rato antes de volver a atacarlo, el animal seguramente estaría más débil, y sería de caza más fácil.
La mujer apareción entre las cañas, asustada.
- ¿Quién... Quién eres? - interrogó la mujer al cazador que acababa de salvar a su burro.
Enkidu salió de entre las cañas, y no pudo evitar mirarla bien antes de contestar. Ahora que la tenía tan cerca, su olor era más intenso y embriagador. Ella era menuda, bastante más baja y fina que él, aunque de formas insinuantes bajo la túnica blanca.
- Soy Enkidu. Los de la aldea me han pedido que dé caza al león de las llanuras que mata sus cabras. Lo estaba rastreando cuando...
No pudo acabar. La mujer, temblando de miedo, ya le abrazaba aferrándose a él tras el susto como una niña que se aferra a su padre en busca de protección.
- Oh, gracias... gracias... gracias...
Enkidu se quedó sin saber qué hacer. Dejó caer el arco, y con las manos acarició aquella cabellera negra que tanto le había fascinado momentos antes, tratando de calmar a la mujer. Entre sus brazos, parecía frágil y delicada, algo precioso y valioso que había que proteger. Quizás era por no estar acostumbrado a tener a una mujer tan hermosa en brazos, o quizás era por el perfume embriagador de ella...
- ¿Cómo te llamas? - le preguntó el cazador a la mujer.
Y con lágrimas en los ojos, de alivio de quien ha visto la muerte cerca, ella le respondió.
- Lalegre... Mi señor, me llamo Lalegre...
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