miércoles, febrero 23, 2005

Alice: Diario de una depredadora

Tras dejar el coche en la entrada, Alice abrió la puerta de la casa. Como Bernard había aparcado delante y como había hablado con él, no se sorprendió en absoluto encontrarlo en el refugio. Lo que sí le sorprendió a Alice era que la recién llegada estuviese jugueteando con Bernard, y al entrar los sorprendió en mitad de una interesante... posturita insinuante de Mina.
- Tú debes ser la nueva.
Dijo Alice sin poder evitar soltar una leve sonrisa burlona. Seducción. Los placeres de la carne eran para ella insignificantes al lado de los placeres de la Sangre, y aquellos vestigios de apareamiento de los humanos siempre le había divertido verlos entre los cainitas. Por supuesto, eran de utilidad para conseguir comida fácil, pero en absoluto un chupasangre que se preciara de serlo debería sucumbir a ellos.
O quizás es que años en el Sabbat habían atrofiado el corazón de Alice para siempre, y estaba más allá del alcance de los sentimientos más agradables de la vida.
Daba igual. Ya llevaba no-viviendo sin ellos muchos años y le iba bien.
- Voy a tomar una ducha. Vosotros dos, a ver si estais un poco más atentos, que ni os habeis enterado de mi entrada...
Alice se fue al cuarto de baño y se sacó la gabardina de piel negra. La espada que había cogido de la armería del hotel estaba bien sujeta al forro interior, y costaba de percibirse a menos que ella se moviese. Fue desnudándose mientras llenaba la bañera de agua helada.
Sin siquiera sentir un escalofrío, Alice introdujo primero un pie, luego el otro, en la bañera. Apretó los dientes levemente al sentir el frío del agua helada. Se tumbó y dejó que el frío la dejase en un estado de aletargamiento, similar al que debían sentir los reptiles cuando están demasiado tiempo sin ver el sol. Pero Alice se resistió a ello. Forzando su voluntad, no permitió que su mente se nublara. Usando el estímulo del frío, recordó su gélida alma de asesina, recordó las pruebas que había superado en el pasado...
Tras lavarse con cuidado su melena azabache, Alice salió de la bañera y se secó. El frío había dejado su alma inmortal lista para la caza.
Tenía Hambre.
Se enfundó las botas, se puso de nuevo la gabardina y comprobó que la espada se delizaba bien desde su vaina y que el puñal de su bota izquierda estaba bien oculto.
Tras despedirse con un sonido casi imperceptible de Bernard y Mina, Alice se introdujo en el coche, y tomó una carretera secundaria hacia la periferia de la ciudad. Con las rígidas leyes de caza de Chicago, cazar dentro de la urbe era como mínimo arriesgarse a llamar una atención no deseada. Pero Alice tenía toda la noche por delante. Abrió el maletero, sacó dos placas de matrícula falsas y las cambió por las del coche.
Tras recorrer cerca de 25 millas en dirección contraria a la ciudad, vio lo que buscaba: un pequeño club de strip-tease. Dejó el coche aparcado a unos 300 metros, y se acercó a la salida del local. Ni un alma, pero la música del interior atestiguaba que había inquilinos en su interior.
Esperó lo necesario. Los depredadores siempre esperan lo necesario a sus presas. Al fin salió del local un hombre, un cincuentón algo ebrio y bastante poco agraciado. Su enorme panza debía ser una de las razones por las que lo más cercano al sexo contrario que era capaz de tener era el roce de su mano con la ropa interior de una stripper al ponerle algunos dólares en sus partes más íntimas. Estaba solo: Alice tuvo la paciencia necesaria para esperar a que apareciese alguien apropiado sin testigos. Así pues, no fue difícil comprender la reacción de asombro o de babeo que tuvo el hombre al ver a Alice abriendo su gabardina y mostrando su magnífico cuerpo.
- Ven, guapo. ¿Necesitas compañía para esta noche? Te aseguro que no te saldré muy cara...
Fascinado por la presencia de Alice, el hombre poco pudo hacer salvo acercarse. Alice lo llevó a un cercano callejón, y entre unos contenedores dejó que el hombre se le acercase lo suficiente... y entonces una fuerza inhumana apresó al desgraciado en la garganta, ahogando cualquier intento de grito mientras el cazador vaciaba a la presa de su vida.
Seducción.
Una herramienta para alimentarse. Nada más.
El gordo dejó un bonito cadáver, pero Alice era demasiado profesional para dejar un rastro tan evidente. Vacío de sangre, el cadáver no mancharía mucho. Se puso unos guantes de vinilo, como los que se utilizan en los hospitales, y sacó sigilosamente algunas de las bolsas de basura del contenedor. Con su espada cortó en pedazos al gordo e introdujo en las distintas bolsas cualquier rastro de su existencia. Antes de meter las manos y la cabeza, las destrozó con su fuerza inhumana. Así costaría más identificarle en el caso que alguien llegase a dar con él. Realmente, no lo creía.
Cogió su cartera. Unos pocos dólares, una foto raída de la que debía ser su ex-mujer... Una vida patética acabada de forma patética.
Silenciosamente, regresó a su coche y se fue. Ahora ya no tenía Hambre.
Las luces de Chicago parpadeaban frente a ella al regresar. Al llegar al refugio, metió de nuevo el coche en el garaje y cambió las placas de la matrícula por las buenas. Subió a la sala de estar, y tras volver a saludar a los presentes con un monosílabo, subió al cuarto de baño. Allí limpió el filo de su espada, dejándolo de nuevo reluciente, y tiró al desagüe los guantes de vinilo. Comprobó que no quedase rastro de sangre sobre su cuerpo, y entonces se vistió. Un pantalón vaquero negro, y un jersey de lana negro también. Ropa cómoda. Le gustaba el negro, y además le sentaba como un guante. Colgó la gabardina en el armario de su habitación, se ajustó una vez más las botas y comprobó por enésima vez que el puñal oculto estuviese en su sitio. Bajó al salón, y con una amplia sonrisa, se dirigió a los presentes.
- Una noche estupenda, ¿no creeis?