La Memoria de los Sueños

martes, mayo 03, 2005

Comparativa

Bueno, este es un pequeño ejercicio de comparación: entre el post del Prólogo (2) y el de Prólogo más abajo (está en dos partes, que la segunda parte se me borró al escribirla cuando casi la tenía acabada... Y me hizo rabia volver a empezar justo entonces), hay tres años de diferencia.

He querido re-escribir algo que traté de currarme en aquel entonces, y compararlo con mi estilo actual para ver hasta qué punto he cambiado mi modo de escribir en este tiempo.

¿Cómo lo veis?

Prólogo (2) 1/1

El sol de la mañana brillaba con fuerza. Una ligera brisa se levantó, y refrescó el ambiente. Friedrich observó la ciudad que yacía a sus pies, sentado en silencio sobre un prado de hierba, húmeda de rocío. Se encontraba allí, solo, en aquella colina. Miró su reloj: las ocho y cuarto. Era la hora. Levantó la vista, y lo vio: un avión minúsculo que volaba solo, en medio del cielo, apenas un puntito a sus ojos. Y de repente, se hizo la luz. Mil soles desatados sobre la ciudad. Todos los truenos de todas las tempestades que el mundo había visto rugieron al unísono. Todos los vientos, desencadenados. Luz. Calor. Fuego. Humo. El Infierno mismo desatado.

Un viento abrasador le rodeó, y notó cómo le desgarraba el cuerpo. Un humo negro le envolvió, sumergiéndole en tinieblas abrasadoras. Avanzó colina abajo, hacia la ciudad, a ciegas, a través del humo. De repente, el humo se deshizo, y lo vio. Destrucción. La ciudad convertida en cenizas. Sus oídos, ensordecidos todavía, sólo podían percibir los lamentos indescriptibles que surgían de las tripas desgarradas de la ciudad herida, gritos deseperados, de dolor y de muerte. Miró a su allrededor, y sólo vio cadáveres carbonizados y gente agonizando. Se miró las manos, y vio que su piel se había quemado. Sintió el dolor en su propia carne, y gritó.

Lo había logrado.

“Ordenador, termina el programa.”

La ciudad se deshizo a su alrededor. Los lamentos de los moribundos se fundieron con el silencio de la cámara del simulador. El infierno desapareció.

Mientras se quitaba el traje de inmersión sensorial, una sensación de vértigo le inundó. Su cuerpo no cesaba de temblar, como si un frío mortecino reinase en la sala. Pero no era frío lo que inundaba el cuerpo de Friedrich, sino emoción. Su hermana, que se encontraba a su lado, se levantó , y empezó a sacarse el traje de inmersión. Friedrich la miró, y cuando ella se sacó la máscara, vio un brillo en sus ojos como no había visto jamás: emoción, tristeza, amor a la vida, dolor por los muertos... Y Helena se puso a llorar. Un llanto sincero, como el llanto de una chiquilla que acaba de perder a su madre. Friedrich se sentó en el suelo, y se quedó observándola un largo rato. Trató de entender lo que sentía: dolor, muerte, vida... No podía describirse con palabras. Al final, cuando ella su hubo calmado un poco, Friedrich se le acercó y le ayudó a acabar de sacarse el traje.

- Veo que te ha gustado, Helena.

- Esta vez te has superado, hermanito. Creo que esta noche voy a tener pesadillas por tu culpa.

Helena se río tímidamente mientras observaba el rostro de su hermano. En los ojos de Friedrich no había lágrimas, pero ella pudo ver en su profundo azul el débil resplandor de la llama que llevaban dentro, una llama que ardía como jamás le había visto antes. Salieron de la cámara holográfica, y fueron hacia el salón. Laura, la criada, les esperaba. Sostenía una bandeja con dos tazas de té humeantes, que les sirvió con diligencia.

- ¿Cómo ha ido, señor?¿Ha conseguido lo que se había propuesto? – preguntó Laura mientras les servía. Friedrich se limitó a sonreir, sin alzar la vista de la taza.

- Debes verlo por ti misma, Laura – respondió Helena -. Friedrich se ha superado, me puedes bien creer. Ha conseguido plasmar la bomba atómica de Hiroshima con una fuerza indescriptible. ¡Mira! – Helena cogió su taza -. ¡Todavía me tiemblan las manos de la emoción!

- Me alegro, señor. Por cierto, ha llamado su tío mientras estaba en la cámara del simulador. Como estaba ocupado, ha dejado un mensaje grabado para usted.

- Gracias, Laura – Friedrich por fin alzó la vista de la taza de té-. Lo miraré dentro de un rato, antes quiero llamar a mi agente. Con lo de hoy, ya tengo todas las piezas de mi exposición listas, y le alegrará saberlo.

- Como quiera, señor, pero su tío insistió en que el asunto era muy importante. Y si ahora me disculpan, señores, me retiraré a hacer la cena.

Laura se retiró a la cocina, y Friedrich marcó el número de Claire. La pantalla de la pared dejó de mostrar los típicos peces de acuario para dejar lugar al rostro de Claire. Un rostro relativamente jóven, a pesar de sus 50 y tantos, claro indicador que su cirujano plástico era de los buenos. Pero teniendo en cuenta la fama de alguno de sus representados (¿Qué mánager de arte no vendería su alma por representar a Siong Shiang, o a Bruce Keller?), sin duda podía permitírselo.

- ¡Friedrich, mon cheri! ¡Qué alegría me da verte! Precisamente esta mañana pensando en ti.

- Yo tambien me alegro de verte, Claire, y estoy seguro que tú lo estarás todavía más cuando te acabe de decir que he acabado la última obra. Hace un rato, la he probado con Helena, y dice que es lo mejor que he hecho. Yo también lo creo.

Friedrich sonaba orgulloso, mientras tomaba un sorbo del té. Helena sonreía mientras le escuchaba, y asintió lo dicho por su hermano con una sonrisa entusiasta.

- Oh, Helena, ma petite Helene. Tu ojo para el arte es casi tan bueno como el mío. Cuéntame, ¿cómo es?

- Es una simulación de la primera bomba atómica caída sobre población civil, la de Hiroshima. Te aseguro, Claire, que jamás me he sentido igual. Tienes que verlo por ti misma, qué digo ver, ¡vivirlo! Mi hermanito va a callar a todos los idiotas que le critican por-ser-hijo-de, después de esto. Ya lo verás.

- ¡Espléndido! Ahora mismo voy a encargar un billete para Zürich. Te llamaré en cuanto llegue, Friedrich. Estoy ansiosa por ver tus nuevas obras. ¡Au revoir!

Claire cerró la comunicación, y Friedrich miró sonriente a Helena, que ya se había recuperado de la experiencia del simulador, y ahora se agitaba excitada en el sofá. Friedrich pensó que, sólo por verla de aquella manera, ilusionada y sonriente, había valido la pena el esfuerzo.

Estuvieron largo rato hablando sobre la experiencia del simulador, las esculturas de Friedrich, sus cuadros, sus montajes. Charlaron sobre qué diría Claire al ver todo el trabajo de Friedrich, y fantasearon con el lugar donde podrían montar la exposición. Él se conformaba con Viena, pero Helena le dijo que su obra merecía, como mínimo, ser expuesta en la capital, Bruselas, y se rió de él diciendo que seguro que conseguía poner un cuadro o dos en el museo de arte del Palacio de Versalles, a lo cual él repondió con una sonora carcajada.

La tarde les pasó volando, y finalmente llegó la hora de la cena. Laura entró en el salón para avisarles que tenían la cena preparada en el comedor. Al terminar, Laura le recordó a Friedrich la llamada de su tío.

- Me había olvidado por completo, con todo lo de esta tarde. Gracias, Laura. Recoge esto y depués puedes retirarte. Helena, voy a ver que quiere el tío Víctor, y después te acompañaré a casa, ¿de acuerdo?

- Muy bien, hermanito. Voy a buscar las chaquetas, mientras tanto.

Friedrich se acercó al monitor de la pared y activó el mensaje. Su tío apareció en la pantalla, en su despacho. Su demacrado rostro parecía más serio que de costumbre.

- Hola, Friedrich. Quiero hablar contigo de un asunto muy importante, en privado. Reúnete conmigo mañana a las 9 en mi despacho. Sé puntual, hay alguien a quien quiero que conozcas.

Era todo lo que decía el mensaje. ¿Qué querría el viejo tío Víctor?¿Y precisamente tenía que ir al día siguiente, cuando Claire llegaría para ver su obra? Conseguir un buen lugar para exponerla dependía de ella, y Claire era una mujer con el genio suficiente como para enfurecerse si, después de molestarse a venir hasta Zürich, él no estuviese listo para atenderla. Pero, por otra parte, ¿cómo contrariar al poderoso Presidente de la Cronos Space Industries?

- Friedrich, ¿estás listo? Ya tengo las chaquetas.

Helena entró en el salón, lista para irse, y llevaba la chaqueta de Friedrich en la mano. Él se levantó, la cogió, y se quedó mirando a su hermana un momento. Finalmente, le preguntó:

- Helena, ¿mañana tienes algún compromiso por la mañana?

- Bueno, había quedado con mamá para ir de compras al centro. ¿Por qué?

- Necesito que me hagas un gran favor. Tío Víctor me ha pedido que vaya a verle mañana a las nueve, porque al parecer hay alguien que quiere presentarme. Por, desgracia, eso quiere decir que no voy a poder atender a Claire, al menos durante la mañana. ¿Podrías ir a buscarla al aeropuerto, y entretenerla hasta el mediodía? Ya conoces su carácter, y no me gustaría acabar con la exposición en Berlín o algún otro tugurio, por no atenderla.

Helena se quedó mirándole, inquieta. El tío Víctor no había llamado nunca a Friedrich a su despacho, que ella supiese, y conociendo su manera de ser, debía ser algo serio. No era un hombre hecho para trivialidades. De hecho, apenas se le podía llamar “hombre”, pues perdió la mitad de su cuerpo tras estrellarse, a los 12 años, con un avión de entrenamiento. Apenas sobrevivió a sus heridas, y sólo gracias a que le conectaron a un equipo de soporte vital. Se pasó media adolescencia postrado en una cama, con el tórax unido a una compleja red de tubos y máquinas que trataban de sustituir lo que había sido su abdomen. A los 15 años, le crearon un soporte vital personalizado: su abdomen substituido por una base metálica de la que surgían ocho patas arácnidas para garantizar su estabilidad. Sin embargo, le daban la presencia de un monstruo. Pasar por aquel infierno había hecho de Víctor Waulf un ser frío, calculador, preciso y despiadado, cualidades que le sirvieron bien cuando heredó la presidencia de la corporación Cronos. No mostró emoción alguna cuando se suicidó Sonia, su primera mujer. Tampoco cuando lo hicieron la segunda y la tercera. Sun Lai, la cuarta, llevaba casada con él hacía seis meses, y se rumoreaba que empezaba a mostrar signos de depresión.

- Por supuesto, hermanito, cuenta con ello. Si me dejas una llave, incluso podría empezar a enseñarle algunas de tus obras, para ganar tiempo – contestó ella, sacudiéndose el escalofrío provocado por el recuerdo de su tío.

Gracias, Helena. Me haces un gran favor. Vamos, te llevaré a casa.

Prólogo (2/2)

Mientras Helena se iba hacia la ducha, Friedrich se fue hacia el salón y se sentó en el sillón para buscar en la agenda del teléfono el número de Claire. No tardó en encontrarlo, y llamó a su agente. Se sentó cómodo en el sillón y esperó a que ella contestase. Y entonces, la pantalla gigante de la pared del salón cambió la imagen del exterior del apartamento por la del salón de Claire.

Claire: ¿Friedrich? ¡Oh, Friedrich, mon cheri! ¡Qué alegría verte! – dijo la mujer con un cierto acento parisino.

A Friedrich siempre le había caído aquel papel de excéntrica bohemia que representaba Claire a sus más de cincuenta años. Vestía siempre elegante, modelos clásicos de Chanel o de otros diseñadores parisinos à la mode, como a ella le gustaba recalcar. Pero bajo ese disfraz, Claire ocultaba un agudo ojo para el talento y el arte, un ojo que a Friedrich le convenía.

Friedrich: Qué exagerada eres, Claire... ¡Si te llamé hace una semana!

Claire: Ya sabes que me gusta hablar contigo siempre – le replicó ella con una coqueta sonrisa de dama -. Pero supongo que eso no te entra en esa cabecita, cheri, así que supongo que me llamas por algún motivo. ¿Me equivoco?

Friedrich se limitó a sonreir. No necesitaba jugar a ese juego con ella, de modo que negó con la cabeza.

Friedrich: He acabado la última pieza. Vengo de la sala de inmersión de hacer la primera prueba.

Claire: ¿Y qué tal ha ido? – preguntó ella sin dejar de sonreir de aquella manera que tanto desconcertaba a Friedrich, como si tratase de seducirle permanentemente.

Friedrich: Bueno... Me queda arreglar un par de cosas de interactividad con la gente que aparece, pero creo que en un par de días estará acabado.

Claire: Y supongo que querrás que me pase por Zürich a echarle un vistazo a tus juguetes...

Y de nuevo, Friedrich se limitó a sonreir y a asentir con la cabeza.

Claire: Bien, en ese caso... – Claire se levantó del sofá en la que estaba sentada y se acercó a una cajonera en un lado de su salón.

Con aquella pantalla panorámica, daba la impresión de estar a pocos metros de Friedrich, casi allí mismo, incluso estando en París. Abrió una cajonera y empezó a buscar algo. Friedrich, mientras tanto, se levantó y se acercó a la gran pantalla. Curioso, empezó a entretenerse a mirar la decoración del salón de Claire mientras ella seguía buscando en el cajón algo.

Claire: ¿Dónde demonios puse mi agenda? Perdona, Friedrich, pero es que para estas cosas soy un pequeño desastre – se excusó ella mientras removía la cajonera -. La dejé por aquí, estoy segura...

Friedrich: Has cambiado los cuadros – le respondió Friedrich. En una de las paredes había dos cuadros que no recordaba de la anterior vez que había llamado -. ¿Son de Kato?

Claire: ¿Eh? Ah, sí, los cuadros… - dijo mientras buscaba en otra cajonera -. Fui a su exposición el martes, y vi esos dos. ¿Te gustan?

Friedrich examinó las pinturas a través de la pantalla. Los había visto en el catálogo de la exposición de Matsushiro Kato de París, que duraba ya tres semanas, y ya entonces le habían llamado la atención. En uno, se veía una flor amarilla, brillante, tiesa y resplandeciente en un mar de flores grises y marchitas. En cada centro de cada flor había un rostro de persona, y cada flor parecía poseer una vida, una personalidad únicas. El otro cuadro, según lo entendía Friedrich, era un amalgama de nubes de colores enlazadas sobre el cielo, tocándose bajo formas diversas: dos amantes besándose, dos manos cogiéndose, una madre con un bebé en brazos... Los trazos sugerían, y era la imaginación la que completaba aquellas formas intermedias.

Friedrich siempre había admirado a los pintores. Él era negado con las formas artísticas clásicas, y trabajar con una escultura o un cuadro eran para él cosas fuera de su alcance creativo. En ese momento, envidió a Kato por haber logrado que Claire desembolsase dinero de su bolsillo para poder colgar aquellas obras suyas en su sala de estar.

Claire: Ah, aquí está – dijo Claire, encontrando al fin su agenda debajo de un montón de catálogos de arte -. Debí dejarla con los catálogos al volver de la exposición el martes por la tarde. ¡Qué cabeza la mía!

Friedrich dejó su observación de los cuadros y centró de nuevo su atención en Claire, que volvió a sentarse en el sofá examinando su agenda. Como amante de lo antiguo, se manejaba con una agenda de papel impreso, según ella más elegante que esas frías máquinas que todos usaban hoy día.

Claire: Veamos... Si necesitas un par de días para acabar eso, puedo venir... Sí, el lunes. ¿El lunes te parece bien? ¿Por la mañana?

Friedrich: El lunes me parece perfecto – respondió sin moverse de delante de la pantalla -.

Claire: Pues apuntado queda. ¿Me vendrás a buscar al aeropuerto? Ya sabes cómo odio coger taxis teniendo amigos...

Friedrich se limitó a sonreir y aceptó con un gesto de cabeza que por un momento le dio un aire de solemnidad.

Claire: ¡Perfecto! Pues ya te avisaré la hora de mi vuelo. Por cierto, llama a tu hermana, que me apetece mucho ir a comer todos juntos, ¿te parece?

Friedrich: Helena está en la ducha – le señaló Friedrich -, ha hecho la primera inmersión conmigo.

Claire: Ah, ¿y qué le ha parecido? – dijo devolviendo esa sonrisa fascinante de dama a su rostro.

Friedrich: Ella dice que le ha gustado – respondió él con media sonrisa tímida.

Claire: Bien... En ese caso, estoy impaciente por que llegue el lunes. ¡Au revoir, mon cheri! – se despidió con un guiño de ojo.

Friedrich: Au revoir, Claire. Hasta el lunes.

Y la pantalla regresó a su aspecto habitual, mostrando desde aquel trigésimo piso a una Zürich que pronto dormiría, envuelta en un suave atardecer. Friedrich apuntó la cita en su agenda electrónica, y tras eso se sentó otra vez. Estaba tenso. La idea que su obra pasaría pronto la prueba del ojo crítico de Claire no le incomodaba, pero tenía miedo de que a ella no le gustase. Y si no le gustaba, lo tendría muy difícil para poder exponer su obra en alguna galería mínimamente conocida.

Sentado en el sillón, cerró los ojos y respiró profundamente, tratando de revivir los detalles que había visto y sentido en la sala de inmersión, buscando quedarse con aquello que le había gustado, y descartando lo que no le había gustado, pensando ya en los cambios para acercarse más a la idea que tenía en su mente. Estaba tan y tan cerca...

La puerta del cuarto de baño le interrumpió, cuando Helena salió ya vestida de calle y se sentó en el sofá junto al sillón.

Helena: Cuando quieras, yo ya he acabado. ¿Has llamado a Claire?

Friedrich asintió con la cabeza, abriendo los ojos, sin dejar aquella postura relajada en el sillón, con las manos cruzadas sobre los muslos.

Helena: ¿Y qué te ha dicho?

Friedrich: Viene el lunes. Dice que le apetecería que vinieras a comer.

Helena sonrió.

Friedrich: Bueno, pues me voy a tomar esa ducha, que este traje de inmersión empieza a ser incómodo de llevar.

Apenas se había levantado cuando sonó el teléfono. Helena puso la pantalla para contestar antes que Friedrich pudiera ver quién llamaba. Cuando miró a la pantalla, esperó ver a Claire que se hubiese dejado alguna cosa por decir, pero en su lugar apareció una mesa de despacho rodeada de máquinas de diversa índole que Friedrich conocía muy bien.

Helena: Tío Víctor...

El hombre, o lo que quedaba de él, estaba tras la mesa de despacho. En otra persona, se habría podido decir que estaba sentado, pero Víctor Waulf apenas conservaba la mitad de su cuerpo después del gravísimo accidente de helicóptero que con trece años casi le había costado la vida. Sólo ingentes cantidades de dinero de su padre y la mejor medicina que el hombre podía comprar permitieron a Víctor Waulf sobrevivir... Aunque atado a máquinas el resto de su vida, completamente inválido y completamente lúcido.

Friedrich siempre se dijo que él hubiese preferido morir a pasar por la vida de su tío.

Víctor: Friedrich... – dijo con su voz sintetizada, tan calmada y fría que no parecía humana -. El lunes quiero que vengas a mi despacho, a las diez de la mañana. No faltes.

Friedrich: ¿El lunes? ¿No puede ser en otro momento, tío? – replicó Friedrich.

Víctor: El lunes te espero.

La comunicación se cerró sin tiempo a decir más. Helena miró a Friedrich, encogiéndose de hombros.

Helena: Ya le conoces, no es bueno contradecirle.

Friedrich: Ya... Supongo que Claire vendrá por la mañana el lunes. ¿Irás a buscarla al aeropuerto? A ver si veo qué quiere el tío y para comer estoy de vuelta.

Helena: No es problema – le dijo ella.

Pero Friedrich se preguntó en silencio qué querría su tío de él. Hacía tanto que no iba a su despacho, que no le llamaba, que estaba seguro que sería por algo importante.

“Y Víctor Waulf nunca bromea, ni hace nada en vano” – recordó en silencio lo que su madre decía siempre de su hermano pequeño.

domingo, mayo 01, 2005

Prólogo (1/2)

Friedrich estaba sentado bajo el sol de la mañana, observando la ciudad a sus pies desde la colina. Podía notar el frescor de la hierba en sus pies, el olor de la humedad de la mañana que inundaba el prado en el que estaba, y el brillo deslumbrante del sol en sus ojos. Cerró los ojos, y dejó que los sonidos del lugar le abrazasen, le envolviesen como un vestido de gasas etérea. Cuando volvió a abrir los ojos, miró la hora en su reloj de pulsera. Las ocho y cinco.

Alzándose del suelo en el que estaba sentado, se levantó. Se puso las sandalias en los pies, y se echó a caminar por el caminito que bajaba la colina hacia las primeras casas de la ciudad. Una mujer en un balcón tendía la ropa, mientras dos niños pequeños jugaban frente a la primera casa al final del camino. Pero cuando Friedrich pasó ante ellos, fue como si no estuviera ahí, como si fuera un fantasma. Tras mirarlos unos segundos, el joven siguió caminando sin prisas. Todavía tenía tiempo.

La calle bajaba en una ligera pendiente, y las casas eran de techo bajo, muy diferentes a los enormes bloques de pisos a los que se había acostumbrado, o a las torres de oficinas que besaban el cielo en Zürich. Eran casas sencillas para gente sencilla. Gente que no tenía ninguna culpa de lo que les había pasado. Friedrich trató de imaginar si aquella gente habría siquiera podido imaginar cuánto podría cambiar su vida en apenas unos segundos, y la única respuesta que halló fue un no rotundo. Nada había preparado a nadie para lo que había sucedido aquel día.

La calle estaba prácticamente vacía, salvo por una anciana que barría frente a la puerta de su humilde casa. Estaba encorvada, y los racionamientos habían hecho mella en ella, pues mostraba una delgadez inusual, pero pese a ello ahí estaba, barriendo como cada mañana la puerta de su casa. Friedrich miró los ojos rasgados de la mujer y cómo las arrugas se habían arremolinado a su alrededor, y trató de imaginar cómo habría sido aquello para una mujer de esa edad. Cómo habría sido chocar de frente con aquella tragedia. La mujer acabó de barrer, y se metió hacia dentro de la casa, ignorando la presencia de Friedrich. Y Friedrich volvió a mirar el reloj. Faltaban dos minutos.

La plaza tenía una buena visibilidad del centro de la ciudad. La habían elegido para encontrarse y observar mejor todo aquello, pero de tanto mirar los detalles, Friedrich temía llegar tarde a su mirador particular. Fue por eso que, cuando su hermana lo vio llegar, él corría calle abajo.

Helena: ¡Friedrich! ¡Vamos, hace casi cinco minutos que te espero!

Friedrich se frenó junto a su hermana, y trató de recuperar el aliento de la carrera.

Friedrich: Perdona... Es que estaba mirando...

Helena: No pasa nada - le interrumpió Helena -, pero ya es casi la hora. ¡Mira! - dijo señalando al cielo.

Friedrich alzó la vista, y vio un pequeño brillo plateado moviéndose por el cielo reflejando los rayos del sol de la mañana.

Helena: ¡Ahí está!

Y entonces se desató el infierno. Como si el sol hubiese estallado, un fogonazo de luz lo bañó todo en luz blanca, una luz silenciosa a la que acompañó el mayor trueno que jamás hubiesen escuchado los dos hermanos. Se alzó un viento terrible a la vez que el centro de la ciudad desaparecía en una nube de sangriento carmesí y el cielo parecía palidecer ante la poderosa luz de la enorme explosión que se había producido en el centro de la ciudad. Helena, instintivamente, se abrazó a su hermano mientras miraba la onda de choque acercarse cada vez más y más hasta donde estaban ellos. Friedrich no pudo evitar cubrirse los ojos para evitar quedar deslumbrado, ni sentir una punzada de miedo cuando vio la pared de tierra, polvo y tejados de casas acercándose a toda velocidad hacia ellos. Entonces, un segundo trueno pasó a través de ellos a la vez que el polvo cubría de oscuridad el cielo y nublaba la vista. Era un viento caliente, abrasador, y los árboles de la plaza empezaron a arder, y los tejados de las casas empezaron a volar, y las paredes de las casas a caer. Y las personas sólo pudieron morir en aquel infierno desatado.

Y en medio de todo aquello, los dos hermanos seguían abrazados, acuclillados en el suelo como un ovillo, gritando de terror.

Friedrich fue el primero en quitarse el casco. Tenía a su hermana fuertemente agarrada a él, y temblaba. Mientras apartaba el casco en el suelo, notó las lágrimas de sus ojos resbalando por sus mejillas. Sabía lo que vería, pero no se había preparado para ello. Se permitió unos segundos de llanto silencioso antes de coger delicadamente a su hermana y apartar sus brazos de su torso. La notó tensa, y todavía temblaba. Con mucho cuidado, presionó los seguros del casco del traje de inmersión y éste se liberó con suavidad. Apartó el casco de Helena, y vio que estaba llorando.

Friedrich: Helena... ¿Estás bien?

Helena: Oh, señor... Pobre gente... - dijo, visiblemente afectada.

Friedrich cogió a su hermana de la mano y la ayudó a levantarse del suelo. Mientras se empezaba a quitar los guantes del traje, notó que su pulso empezaba a decelerarse.

Helena: Friedrich... Esta vez te has superado - dijo su hermana mientras empezaba a quitarse su traje también -.

Friedrich: ¿Crees que gustará? - dijo con una sombra de duda en su voz -. Quizás es un poco...

Helena: Es perfecto - le cortó Helena -. A la gente le encantará. Nunca volverán a pensar en Hiroshima de otra manera.

Helena se acercó a su hermano, y lo miró con aquellos ojos verdes y juguetones, ahora humedecidos por las lágrimas. Pero la sonrisa bajo esos ojos era inequívoca.

Helena: Yo al menos, no podré. Me ha encantado.

Y así Friedrich vio que su hermana estaba siendo sincera con él, y respiró aliviado. Asintió agradecido con un leve gesto de cabeza, y cogió su casco y sus guantes para salir de la sala de realidad virtual.

Friedrich: Voy a llamar a Claire - dijo en voz baja mientras salía por la puerta.

Helena: Bien, ya verás como a ella también le encanta - le replicó Helena tras él.