martes, mayo 03, 2005

Prólogo (2) 1/1

El sol de la mañana brillaba con fuerza. Una ligera brisa se levantó, y refrescó el ambiente. Friedrich observó la ciudad que yacía a sus pies, sentado en silencio sobre un prado de hierba, húmeda de rocío. Se encontraba allí, solo, en aquella colina. Miró su reloj: las ocho y cuarto. Era la hora. Levantó la vista, y lo vio: un avión minúsculo que volaba solo, en medio del cielo, apenas un puntito a sus ojos. Y de repente, se hizo la luz. Mil soles desatados sobre la ciudad. Todos los truenos de todas las tempestades que el mundo había visto rugieron al unísono. Todos los vientos, desencadenados. Luz. Calor. Fuego. Humo. El Infierno mismo desatado.

Un viento abrasador le rodeó, y notó cómo le desgarraba el cuerpo. Un humo negro le envolvió, sumergiéndole en tinieblas abrasadoras. Avanzó colina abajo, hacia la ciudad, a ciegas, a través del humo. De repente, el humo se deshizo, y lo vio. Destrucción. La ciudad convertida en cenizas. Sus oídos, ensordecidos todavía, sólo podían percibir los lamentos indescriptibles que surgían de las tripas desgarradas de la ciudad herida, gritos deseperados, de dolor y de muerte. Miró a su allrededor, y sólo vio cadáveres carbonizados y gente agonizando. Se miró las manos, y vio que su piel se había quemado. Sintió el dolor en su propia carne, y gritó.

Lo había logrado.

“Ordenador, termina el programa.”

La ciudad se deshizo a su alrededor. Los lamentos de los moribundos se fundieron con el silencio de la cámara del simulador. El infierno desapareció.

Mientras se quitaba el traje de inmersión sensorial, una sensación de vértigo le inundó. Su cuerpo no cesaba de temblar, como si un frío mortecino reinase en la sala. Pero no era frío lo que inundaba el cuerpo de Friedrich, sino emoción. Su hermana, que se encontraba a su lado, se levantó , y empezó a sacarse el traje de inmersión. Friedrich la miró, y cuando ella se sacó la máscara, vio un brillo en sus ojos como no había visto jamás: emoción, tristeza, amor a la vida, dolor por los muertos... Y Helena se puso a llorar. Un llanto sincero, como el llanto de una chiquilla que acaba de perder a su madre. Friedrich se sentó en el suelo, y se quedó observándola un largo rato. Trató de entender lo que sentía: dolor, muerte, vida... No podía describirse con palabras. Al final, cuando ella su hubo calmado un poco, Friedrich se le acercó y le ayudó a acabar de sacarse el traje.

- Veo que te ha gustado, Helena.

- Esta vez te has superado, hermanito. Creo que esta noche voy a tener pesadillas por tu culpa.

Helena se río tímidamente mientras observaba el rostro de su hermano. En los ojos de Friedrich no había lágrimas, pero ella pudo ver en su profundo azul el débil resplandor de la llama que llevaban dentro, una llama que ardía como jamás le había visto antes. Salieron de la cámara holográfica, y fueron hacia el salón. Laura, la criada, les esperaba. Sostenía una bandeja con dos tazas de té humeantes, que les sirvió con diligencia.

- ¿Cómo ha ido, señor?¿Ha conseguido lo que se había propuesto? – preguntó Laura mientras les servía. Friedrich se limitó a sonreir, sin alzar la vista de la taza.

- Debes verlo por ti misma, Laura – respondió Helena -. Friedrich se ha superado, me puedes bien creer. Ha conseguido plasmar la bomba atómica de Hiroshima con una fuerza indescriptible. ¡Mira! – Helena cogió su taza -. ¡Todavía me tiemblan las manos de la emoción!

- Me alegro, señor. Por cierto, ha llamado su tío mientras estaba en la cámara del simulador. Como estaba ocupado, ha dejado un mensaje grabado para usted.

- Gracias, Laura – Friedrich por fin alzó la vista de la taza de té-. Lo miraré dentro de un rato, antes quiero llamar a mi agente. Con lo de hoy, ya tengo todas las piezas de mi exposición listas, y le alegrará saberlo.

- Como quiera, señor, pero su tío insistió en que el asunto era muy importante. Y si ahora me disculpan, señores, me retiraré a hacer la cena.

Laura se retiró a la cocina, y Friedrich marcó el número de Claire. La pantalla de la pared dejó de mostrar los típicos peces de acuario para dejar lugar al rostro de Claire. Un rostro relativamente jóven, a pesar de sus 50 y tantos, claro indicador que su cirujano plástico era de los buenos. Pero teniendo en cuenta la fama de alguno de sus representados (¿Qué mánager de arte no vendería su alma por representar a Siong Shiang, o a Bruce Keller?), sin duda podía permitírselo.

- ¡Friedrich, mon cheri! ¡Qué alegría me da verte! Precisamente esta mañana pensando en ti.

- Yo tambien me alegro de verte, Claire, y estoy seguro que tú lo estarás todavía más cuando te acabe de decir que he acabado la última obra. Hace un rato, la he probado con Helena, y dice que es lo mejor que he hecho. Yo también lo creo.

Friedrich sonaba orgulloso, mientras tomaba un sorbo del té. Helena sonreía mientras le escuchaba, y asintió lo dicho por su hermano con una sonrisa entusiasta.

- Oh, Helena, ma petite Helene. Tu ojo para el arte es casi tan bueno como el mío. Cuéntame, ¿cómo es?

- Es una simulación de la primera bomba atómica caída sobre población civil, la de Hiroshima. Te aseguro, Claire, que jamás me he sentido igual. Tienes que verlo por ti misma, qué digo ver, ¡vivirlo! Mi hermanito va a callar a todos los idiotas que le critican por-ser-hijo-de, después de esto. Ya lo verás.

- ¡Espléndido! Ahora mismo voy a encargar un billete para Zürich. Te llamaré en cuanto llegue, Friedrich. Estoy ansiosa por ver tus nuevas obras. ¡Au revoir!

Claire cerró la comunicación, y Friedrich miró sonriente a Helena, que ya se había recuperado de la experiencia del simulador, y ahora se agitaba excitada en el sofá. Friedrich pensó que, sólo por verla de aquella manera, ilusionada y sonriente, había valido la pena el esfuerzo.

Estuvieron largo rato hablando sobre la experiencia del simulador, las esculturas de Friedrich, sus cuadros, sus montajes. Charlaron sobre qué diría Claire al ver todo el trabajo de Friedrich, y fantasearon con el lugar donde podrían montar la exposición. Él se conformaba con Viena, pero Helena le dijo que su obra merecía, como mínimo, ser expuesta en la capital, Bruselas, y se rió de él diciendo que seguro que conseguía poner un cuadro o dos en el museo de arte del Palacio de Versalles, a lo cual él repondió con una sonora carcajada.

La tarde les pasó volando, y finalmente llegó la hora de la cena. Laura entró en el salón para avisarles que tenían la cena preparada en el comedor. Al terminar, Laura le recordó a Friedrich la llamada de su tío.

- Me había olvidado por completo, con todo lo de esta tarde. Gracias, Laura. Recoge esto y depués puedes retirarte. Helena, voy a ver que quiere el tío Víctor, y después te acompañaré a casa, ¿de acuerdo?

- Muy bien, hermanito. Voy a buscar las chaquetas, mientras tanto.

Friedrich se acercó al monitor de la pared y activó el mensaje. Su tío apareció en la pantalla, en su despacho. Su demacrado rostro parecía más serio que de costumbre.

- Hola, Friedrich. Quiero hablar contigo de un asunto muy importante, en privado. Reúnete conmigo mañana a las 9 en mi despacho. Sé puntual, hay alguien a quien quiero que conozcas.

Era todo lo que decía el mensaje. ¿Qué querría el viejo tío Víctor?¿Y precisamente tenía que ir al día siguiente, cuando Claire llegaría para ver su obra? Conseguir un buen lugar para exponerla dependía de ella, y Claire era una mujer con el genio suficiente como para enfurecerse si, después de molestarse a venir hasta Zürich, él no estuviese listo para atenderla. Pero, por otra parte, ¿cómo contrariar al poderoso Presidente de la Cronos Space Industries?

- Friedrich, ¿estás listo? Ya tengo las chaquetas.

Helena entró en el salón, lista para irse, y llevaba la chaqueta de Friedrich en la mano. Él se levantó, la cogió, y se quedó mirando a su hermana un momento. Finalmente, le preguntó:

- Helena, ¿mañana tienes algún compromiso por la mañana?

- Bueno, había quedado con mamá para ir de compras al centro. ¿Por qué?

- Necesito que me hagas un gran favor. Tío Víctor me ha pedido que vaya a verle mañana a las nueve, porque al parecer hay alguien que quiere presentarme. Por, desgracia, eso quiere decir que no voy a poder atender a Claire, al menos durante la mañana. ¿Podrías ir a buscarla al aeropuerto, y entretenerla hasta el mediodía? Ya conoces su carácter, y no me gustaría acabar con la exposición en Berlín o algún otro tugurio, por no atenderla.

Helena se quedó mirándole, inquieta. El tío Víctor no había llamado nunca a Friedrich a su despacho, que ella supiese, y conociendo su manera de ser, debía ser algo serio. No era un hombre hecho para trivialidades. De hecho, apenas se le podía llamar “hombre”, pues perdió la mitad de su cuerpo tras estrellarse, a los 12 años, con un avión de entrenamiento. Apenas sobrevivió a sus heridas, y sólo gracias a que le conectaron a un equipo de soporte vital. Se pasó media adolescencia postrado en una cama, con el tórax unido a una compleja red de tubos y máquinas que trataban de sustituir lo que había sido su abdomen. A los 15 años, le crearon un soporte vital personalizado: su abdomen substituido por una base metálica de la que surgían ocho patas arácnidas para garantizar su estabilidad. Sin embargo, le daban la presencia de un monstruo. Pasar por aquel infierno había hecho de Víctor Waulf un ser frío, calculador, preciso y despiadado, cualidades que le sirvieron bien cuando heredó la presidencia de la corporación Cronos. No mostró emoción alguna cuando se suicidó Sonia, su primera mujer. Tampoco cuando lo hicieron la segunda y la tercera. Sun Lai, la cuarta, llevaba casada con él hacía seis meses, y se rumoreaba que empezaba a mostrar signos de depresión.

- Por supuesto, hermanito, cuenta con ello. Si me dejas una llave, incluso podría empezar a enseñarle algunas de tus obras, para ganar tiempo – contestó ella, sacudiéndose el escalofrío provocado por el recuerdo de su tío.

Gracias, Helena. Me haces un gran favor. Vamos, te llevaré a casa.