miércoles, marzo 01, 2006

Altáriël

Cuando los ojos de Altáriël se acostumbraron a la luz, estaba en el suelo temblando. La luz la había cegado, y el frío que envolvía su cuerpo la había dejado agarrotada. Poco a poco fue incorporándose, pero todo el cuerpo le dolía terriblemente, como si le hubieran dado una terrible paliza. Pero su blanca piel estaba sin mácula alguna de heridas. No era así, sin embargo, con sus ropas y sus adornos. Fuesen lo que fuesen, estaban ennegrecidos como el carbón, quebradizos al tacto, y pronto Altáriël se encontró desnuda y débil como un bebé.

Algo había ido mal. Terriblemente mal. Lo sabía en su fuero interno. El qué, Altáriël no lo sabía, pero todo su cuerpo le decía que algo había ido terriblemente mal. Y la carbonilla que había quedado sobre su piel. Y en el suelo. Pues la tierra en que se había encontrado yacía quemada, como si un terrible y abrasador fuego hubiese acabado con todo vestigio de vegetación en el lugar.

El frío aún sacudía a Altáriël, que temblaba como una hoja mecida al viento. No reconocía aquel bosque en que se encontraba. No reconocía los árboles. No reconocía los sonidos. Los ojos de Altáriël trataban de enfocarse, pero el mundo a su alrededor parecía distorsionarse a cada paso que daba. En su debilidad, sintió una náusea seguida de arcadas, y la elfa tuvo que arrodillarse e intentar vomitar. Pero nada salió de su boca. Su estómago estaba vacío, y mareada, cayó al suelo y perdió la conciencia...

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Voz: Shhh... – susurró alguien cerca suyo.

Altáriël giró la cabeza buscando el susurro. A diferencia de la anterior vez que había abierto los ojos, no era luz deslumbrante lo que veía. En su lugar, sólo había penumbra y oscuridad. Un olor penetrante le llegó, y entonces el dolor volvió a empezar. Empezó como una punzada, como un cuchillo clavado en su estómago, y la náusea regresó a su garganta con un sabor amargo y ácido. Trató de incorporarse del lecho en que estaba tumbada, pero una mano sobre su pecho lo evitó, sujetándola con fuerza. La mano era nudosa y calluda, con uñas retorcidas y llenas de algo húmedo y pastoso. Altáriël se dio cuenta entonces que su estómago se relajaba, al tiempo que el ser que había a su lado decía algo en una voz susurrante que no alcanzaba a entender.

Altáriël respiró hondo, y dejó que lo que fuese que estaba haciendo aquel ser surtiese efecto. Poco a poco, las ganas de vomitar fueron remitiendo, y sólo entonces se dio cuenta que el olor penetrante venía de la pasta en las manos de aquel ser. Y que ella misma, aún desnuda, estaba cubierta de aquella pasta.

Cuando Altáriël estuvo más relajada, se dedicó a observar lo que la rodeaba. Estaba tumbada en el suelo de lo que parecía ser una rústica cabaña, con un lecho de hojas de algún tipo de palmera bajo ella, aunque al contrario que las palmeras, aquellas hojas resultaban mucho más suaves y mullidas, y no tenían filos cortantes. Fuera debía ser de noche, pero parecía que el ser de manos nudosas no necesitaba luz para moverse en aquella oscuridad.

Cuando hubo terminado de hacer lo que fuese que estaba haciendo con la mano, Altáriël estaba mucho mejor. Relajada, aunque cansada, el dolor se había mitigado. El ser quitó su mano del pecho de la elfa y Altáriël se quedó estirada, inmóvil. Cerró los ojos, y cayó profundamente dormida.

Las luces de la mañana se colaron por entre el techo de ramas y hojas secas, y la despertaron. Altáriël oyó unos ronquidos a su lado, graves y cavernosos. Se giró para ver quién estaba durmiendo a su lado, y se encontró estirada junto a una enorme hembra orca. Sus manos estaban embadurnadas de barro seco, al igual que todo el cuerpo de la elfa. Altáriël se quedó observando en silencio a la orca, y pensamientos contradictorios asaltaron su mente. ¿Por qué una orca la había sanado? Y más aún, ¿por qué estaba en ese lugar?

Poco a poco y no sin un esfuerzo importante, Altáriël se incorporó hasta quedar sentada sobre el lecho de hojas gigantes. Un leve mareo le vino, pero esta vez no fue al estómago, sino a la cabeza. Se meció con las manos la larga cabellera tratando de despejarse y de centrar su mente, y se soprendió al ver que sus cabellos no eran negros como la noche, sino blancos como la nieve.

Así estaba cuando la orca a su lado despertó, y la miró desde su rostro mancillado y purulento. Sus ojos eran negros y primitivos, y estaba jorobada. Altáriël se dio cuenta que estaba embarazada, y que debía ser bastante joven, y a pesar que había sido su salvadora no podía sino mirar a la hembra con una mezcla de duda y asco. ¿Por qué la había ayudado? La hembra dijo algo en la lengua de los orcos, pero Alráriël no lo entendió. Viendo que la elfa no reaccionaba, la hembra señaló un cuenco de barro lleno de una extraña pasta que estaba junto a Aláriël. La elfa miró la pasta, espesa y verdosa, y negó con la cabeza.

Altáriël: No, no es necesario... Me encuentro mejor, de veras. No necesito embadurnarme otra vez con eso.

La orca miró a Altáriël con sus ojos oscuros. A la elfa le recordaron los ojos de una vaca rumiante. De hecho, todo el rostro de la orca le recordaba al rostro de una vaca. Tenía la cara alargada, con los ojos prominentes y la barbilla estrecha, pero pese a ello con una enorme boca. Con aquella mirada de vaca rumiante, la orca al fin se movió, y cogió el cuenco. Metiendo la mano en él, se llevó a la boca la pasta, y la ingirió. Era comida. La orca entonces tendió el cuenco a Altáriël, y le hizo gestos para que comiese de él. Altáriël observó un largo momento a la orca y su cuenco, y al final no supo cómo estaba sosteniéndolo entre sus propias y huesudas manos. Reprimió su asco, y hundió su mano en la pasta del cuenco. Estaba fría, y le recordaba al lodo... Pero al fin, la llevó a su boca y la probó. Era amarga, espesa, pesada, pero la orca de rostro de vaca rumiante asintió con la cabeza y le hizo gestos para que comiese. Y Altáriël, con un esfuerzo de voluntad, comió.

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Envuelta en la capa de pieles que le había regalado Pie-Negro, Altáriël estaba en cuclillas al lado del fuego en el centro del poblado. Sus ojos azules estaban clavados en las llamas, como si buscaran algo en su luz. Pero ese algo no existía. Cerca de ella, Ojos-Pálidos tocaba un tambor de piel de cabra con un femur de jabalí, y algunos de los jóvenes del clan bailaban alrededor de la hoguera al ritmo del tambor y de sus propios cánticos agudos. Altáriël no les hacía caso. Nunca les hacía caso. Rostro-Largo le había enseñado que si les hacía caso, alguno de ellos se consideraría objeto de su interés, y probablemente la tomaría allí mismo. Así era como lo hacían los orcos, a su salvaje modo. Y a ella, por algún motivo, la temían. Pero en los ojos de los machos, había visto igualmente que la deseaban. Deseaban su piel fina, sus blancos cabellos de luz, sus ojos azules pálidos como el cielo sin nubes... Cuando se vio su rostro en el estanque junto al que estaba el poblado, no se había reconocido. Recordaba que sus ojos habían sido azules, sí, pero de un color oscuro como... Como... Había cerrado los ojos tratando de recordar cuán oscuros habían sido sus ojos, pero las palabras no le salían. “Altáriel”, dijo al agua, y su reflejo le respondió con su silencio. ¿Quién era Altáriël?

Hacía ya dos lunas que convivía con el Clan-junto-al-agua, el clan que vivía junto al lago. Había aprendido algunas palabras, e incluso había visto cómo Pie-Negro la cortejaba con regalos. Como a una hembra más del clan. Rostro-Largo le había advertido de no coger ningún regalo, pero desnuda como se sentía, aceptó una capa de pieles para cubrir su lánguido cuerpo. Aquello fue todo. Del por qué la habían ayudado, Rostro-Largo le había dicho que los elfos les habían ayudado en una gran guerra, y que eran amigos.

Los elfos... Ella era una elfa. Eso sí lo recordaba. Pero... ¿Desde cuándo los elfos ayudaban a los orcos en la guerra? Algo en su fuero interno le decía que era algo imposible, realmente antinatural. Pero el comportamiento del clan para con ella sólo podía significar que, pese a lo que su intuición le decía, tenía que ser cierto. Necesariamente tenía que ser cierto.

Pie negro se puso a bailar y a canturrear a sus espaldas. Trataba de llamar su atención otra vez. Si ella fuese Rostro-Largo, sin duda habría mirado al orco con otros ojos. Pero por mucho que estaba allí, entre los orcos, todo su ser le decía que ella no pertenecía a ese lugar.

Y en su cabeza, se preguntaba una y otra vez quién era Altáriël, pero por mucho que miró en las llamas no halló respuesta a su pregunta. Entonces, al fin, alzó su mirada a las estrellas. Encontraba una extraña paz cuando miraba a los cielos. Las estrellas le guiñaban sus ojos titilantes, y Altáriël sentía deseos de volar y acercarse a ellas, pues era el único lugar en el que encontraba algo que le resultaba familiar.

Altáriël
: ¿Y vosotras? – les preguntó en un susurro dirigido a nadie -. ¿Vosotras sabéis quién es Altáriël?

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El parto estaba siendo difícil. Rostro-Largo empujaba y empujaba, pero el bebé parecía resistirse a salir. Nadie había entrado en la tienda, salvo la propia Altáriël. Las demás hembras de la tribu tenían sus propias cosas que hacer, eso la elfa lo había descubierto por el lado amargo. Nadie atendería la llegada de aquella nueva vida. Nadie la ayudaría. Y sin embargo, Rostro-Largo había mostrado con ella algo que jamás hubiese creído posible en un orco: la compasión.

Pero la elfa nada sabía de los partos de los orcos, y los aullidos de dolor de la única que le había dado su amistad incondicional en el clan, de aquella que le había salvado la vida, le desgarraban el corazón. Altáriël entrecerró los ojos, y recordó las palabras que Rostro-Largo le había dicho algunas noches atrás.

Rostro-Largo
: ¿Qué por qué yo ayudar Altáriël? Porque elfo salvar vida Rostro-Largo.


Rostro-Largo explicó a Altáriël cómo ella había luchado con el clan. Machos, hembras... Contra las huestes del Demonio no había habido otro remedio que luchar o morir. Y el clan habría muerto si los elfos, resplandecientes, no hubiesen llegado en su ayuda. Muchos del clan murieron aquella noche, pero Rostro-Largo salvó la vida cuando dos elfos acabaron con las vidas de los servidores demoníacos que se avalanzaban sobre ella.

Rostro-Largo: Elfos salvar vida Rostro-Largo. ¿Tan difícil entender que Rostro-Largo salvar vida elfo?


No, no era tan difícil de entender. Aquellos orcos no eran como los que su mente había imaginado. En ellos sólo había visto monstruos y asesinos. En Rostro-Largo, había encontrado un espíritu sabio y agradecido. Un nuevo aullido de dolor la devolvió al presente.

Altáriël: Ya veo la cabeza. ¡Empuja un poco más! ¡Ya casi lo tienes!

Rostro-Largo rugió un nuevo aullido, grave y ronco, y el neonato al fin terminó de salir del vientre de su madre. La respiración de Rostro-Largo era grave y pesada, y Altáriël cogió en brazos al bebé orco y lo acercó a su madre para que ella lo viera. Altáriël sonreía, su rostro hecho luz en la oscuridad de la penumbra de la cabaña.

Altáriël: Mira... Una niña...

Rostro-Largo: Una... hembra... – dijo con voz entrecortada.

Y entonces, su respiración entrecortada cesó. Aquel rostro largo de vaca cayó a un lado, y sus ojos oscuros perdieron el brillo de la vida. La sonrisa de Altáriël se nubló, y mientras la nueva vida lloraba y se estremecía en sus brazos, lágrimas cayeron por las mejillas de la elfa.

Altáriël: No... No puedes irte...

Sólo una cosa acudió a la mente de Altáriël. “Elfos salvar vida Rostro-Largo. ¿Tan difícil entender que Rostro-Largo salvar vida elfo?”

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Rostro-Largo le había dicho en una ocasión a Altáriël que dar un nombre a una cría de orco traía mala suerte. No se les daba nombre hasta que eran capaces de caminar por sí solos. Así, si morían, el dolor era menor. Y entre los orcos, la muerte de los bebés era frecuente. Sólo aquella cría había sobrevivido al parto de Rostro-Largo, pues la orca murió antes de poder dar a luz a sus tres hermanos.

En el Clan-junto-al-agua, los machos se despreocupaban de los neonatos. Y las hembras tenían sus propias cosas que hacer. Y más con Rostro-Largo. Ninguna hembra había asistido al fatídico parto, y cuando se supo, más de una sonrió despreciativa. “Se lo merecía”, llegó a oir decir a una. Estaban celosas, claro, pues el que Rostro-Largo la hubiese salvado la había llevado al seno del clan, y aquello había hecho que los machos dejasen de hacer caso a las hembras de los orcos. Mientras Rostro-Largo estuvo viva, nadie se metió con ella. Pero cuando murió... Las miradas venenosas de las hembras fueron lo que la hizo decidirse. Ella no pertenecía al clan, y la cría tampoco. Sin una madre, la cría moriría, y más si era una hembra. Por un macho, quizás alguna hembra se habría preocupado. Por una miserable hembra, en cambio...

Las palabras de Rostro-Largo resonaban en la cabeza de Altáriël cuando abandonó el clan un día al mediodía. Sabía que hacia el sur terminaba el bosque, pues Pie-Negro así se lo había dicho en una ocasión, y con suerte allí podría buscar otra vida. Envuelta en su piel de jabalíes, y con el cuerpo embadurnado en barro como Rostro-Largo le había enseñado, y con la cría envuelta en pieles y al hombro, Altáriël se puso en camino. Afortunadamente, los orcos eran una raza fiera y resistente, y la cría ya era capaz de comer cualquier cosa desde recién nacida. Si hubiera sido una niña elfa, Altáriël no habría podido amamantarla.

Con un bastón para ayudarse a caminar, Altáriël llevaba dos días en el bosque. Le resultaba agotador caminar con la cría a la espalda, pero encontrar comida no fue problema. Al menos, no en aquel bosque. Rostro-Largo le había enseñado qué raíces eran comestibles, y la cría parecía tolerar bien aquella comida de orco, mucho mejor que la propia Altáriël. Y así estaba, buscando raíces amargas para comer, cuando vio algo que llamó su atención. Cerca, muy cerca, vio que el bosque tenía un extraño claro.

Con cautela, se acercó a investigar el lugar. Así llegó al claro, de suelo requemado por el fuego. Recordó el lugar. Un nudo le vino al estómago, recordándole el dolor que había sentido al despertar en aquel lugar. ¿Quién era ella? Si había un sitio donde podía averiguarlo, era aquel sitio. Dejó la cría a los pies de un árbol cercano que no había sufrido daño alguno, y empezó a mirar el claro en busca de cualquier indicio, cualquier pista. La forma del sitio era circular, y desde el centro hasta los árboles más cercanos habían al menos seis o siete metros libres de cualquier rastro de vegetación. La lluvia y los días se habían llevado buena parte del hollín del suelo, pero Altáriël pudo encontrar los restos carbonizados de algo que debió ser un brazal metálico. Estaba carbonizado, quebradizo al tacto, y por mucho que lo examinó no sacó nada en claro.

Frustrada, siguió mirando al suelo en busca de más fragmentos. Examinó de cuclillas cada palmo del suelo, pero todo lo que encontraba estaba en el mismo estado: los restos de una vaina de espada, de otro brazal, de una diadema... Todo destruido, disperso sobre piedras y más piedras. La cría de orco lloró, y Altáriël se levantó para mirar si sucedía algo. Pero sencillamente parecía reclamar sus raíces de la tarde.

Altáriël: Tranquila... Enseguida acabaré. Aquí no hay nada.

Altáriël entonces giró la cabeza frustrada hacia los restos carbonizados. Y así, de pie, vio que las piedras formaban una extraña forma. Tan cerca había estado al examinar de cuclillas los restos, que no se había dado cuenta del extraño patrón.

Se acercó a uno de los árboles cercanos. Era un árbol de hojas gigantes, del mismo tipo de las hojas con las que se había hecho su lecho en el clan. Arrancó un par, y uniéndolas empezó a barrer el suelo alrededor de las piedras. Y así, quitando el hollín, encontró una losa de piedra quebrada, justo debajo del lugar en que había abierto los ojos. Mediría un par de metros, y era circular, y un extraño relieve en ella formaban el patrón que había visto en las piedras entre el hollín. Mirando la losa, el estómago se le anudó una vez más. Y algo acudió a su mente.

Altáriël: El tiempo... No, el tiempo está mal... Algo está mal... Algo está terriblemente mal...

Y sintió miedo. Sin mirar hacia atrás, se colgó a la cría de orco a la espalda, y salió de aquel lugar con aquella certeza.

“Algo está terriblemente mal...”