miércoles, enero 11, 2006

Amazonia profunda

Una de las cosas que siempre he encontrado más curiosas de este mundo es volar. Volando me siento liberado, desligado de la tierra que atrapa mis pies y mis pasos, y sólo así, alzando el vuelo sobre nubes y tormentas, sobre ciudades y campos, siento mi alma libre para ser de nuevo pura y limpia. Entre las estrellas en lo más oscuro de la noche, allí donde son más brillantes que en ninguna parte, o en el azul del mar de los cielos, la pureza prístina de los aires helados de las alturas me sobrecoge de una manera tan intensa que, mientras dura, mi tiempo se detiene por completo.

Por supuesto, tiene sus pegas esto de volar tan arriba. Más allá de las nubes, el aire se vuelve demasiado ténue y frío para que mi cabeza se mantenga serena, y debo tener cuidado de no caer como Ícaro cuando trató de volar hacia el sol, pues caer inconsciente a tanta altura suele ser fatal.

Pero eso es algo que desde hace un tiempo ha dejado de preocuparme. Perdí mis alas, y ese mar de estrellas ahora me está vetado, y me observa desde las alturas llamándome, pues ese es mi verdadero hogar, pero para mi desgracia ya no puedo volver a él. Recuerdo haber bajado a la húmeda y sucia tierra, a la orilla de un riachuelo donde a menudo descendía a pescar. Me gusta el sabor de los peces, y siempre me ha divertido pescarlos. Tiene su miga pescar con un pico, creedme, y aguantar un pez que se revuelve por su vida no es nada fácil. Normalmente levantaba el pez del agua pescándolo al vuelo y lanzándolo contra las piedras junto al río. A veces, morían al instante. Otras, tardaba un buen rato, pero nunca era capaz de regresar al agua, y así llenaba mi estómago para coger fuerzas y regresar a mi precioso azul celeste.

Pero ya me pierdo otra vez en mis pensamientos. Como os decía, recuerdo haber bajado esa mañana al lecho del río a pescar, como tantas y tantas otras veces. Sobrevolé las aguas buscando las siluetas alargadas bajo la superfície, brillantes contra el sol, y no tardé en encontrar mi desayuno. De acuerdo, me llamó la atención que su brillo fuera algo más rojo de lo habitual, pero una carpa roja es sabrosa incluso cuando tiene tantas espinas como sus primas oscuras. Me lancé sobre el pez, y con un movimiento de cuello... ¡Hop! Ahí levanté al pez del agua, hacia la orilla.

Ciertamente, debí darme cuenta al acercarme a mi presa que era un pez realmente muy extraño. Tenía escamas, como todos los peces, y trataba de respirar vanamente con sus branquias rojizo doradas, pero no se revolvía como otros peces. En lugar de eso, hizo algo que nunca pez alguno hizo: me miró. Sí, sé que suena extraño, pero aquel pez rechoncho me miró, como si esperase que yo hiciese mi parte. De todos modos no pensaba defraudarle, y comí con ganas. Tenía la carne tibia pero sabrosa, muy sabrosa, y antes que me diese cuenta estaba picoteando sus raspas, sus ojos, sus agallas, y luego cogí lo poco que quedaba con las manos y lo mordí.

Sólo entonces me di cuenta que algo había sucedido, pues jamás había tenido manos con las que coger nada, ni dientes en mi pico que en ese momento se había tornado boca. Engullendo lo que quedaba del pez, miré a mi alrededor y vi mis plumas esparcidas por el suelo, y en su lugar esta piel rosada vuestra que sigue repugnándome. Creedme, una piel sin plumas es la de un polluelo indefenso. Que tengais que cubriros de pieles de otros animales para el frío... Realmente lo encuentro repulsivo.

Bien, lo sé, vuelvo a irme por las ramas. Ya sigo, ya sigo.

Pues el caso es que en ese momento no sabía qué hacer, así que traté de huir del lugar. Pero, ay de mi, mis brazos eran pesados, y con mis plumas en el suelo alzar el vuelo se me hizo imposible. Sí, intenté remontar el vuelo de todas las maneras posibles, de todos los modos que se me ocurrieron, pero todo fue vano. Y miré al cielo, a mi azul, y comprendí que me habían arrancado de mi hogar para siempre. Así descubrí esto tan vuestro de las lágrimas, tan calientes, tan amargas...

Lo siento, cuando recuerdo aquello me pongo nostálgico. Se me pasará en un momento...

Bien, ¿por dónde iba? Ah, sí, mis intentos de volar. Realmente, mirando hacia atrás debió ser una visión de lo más ridícula. Un hombre desnudo tratando de volar con sus brazos... Sólo logré un buen montón de moratones. Eso, y perder el tiempo hasta que se hizo de noche. Y entonces es cuando de veras eché en falta mis plumas, porque menudo frío hacía. Tuve que mal recoger mis plumas caidas y hacerme un nido improvisado, pero no resultó tan fácil como hubiese querido. Mi cuerpo había crecido, y con mis plumas apenas daba para un nido en el que no cabía, así que tuve que acurrucarme como pude y dormir allí, en el suelo, desprotegido y helado hasta los huesos. Y la guinda a todo aquello era el dolor de los golpes que me había dado tratando de volar. Creedme, esa noche hubiese querido morir.

Por fortuna, el amanecer llegó sin que acabara de helarme del todo. Estaba cansado, estaba confundido, y me dolía todo. Para colmo, aquella carpa del desayuno había sido todo lo que había comido, y estaba hambriento. Pensé que tendría fácil solución, así que me acerqué al agua y traté de pescar algunos peces. ¡Qué iluso! Sin mis alas, no podía volar para sacar a los peces, y mis piernas me hacían moverme demasiado lento en el agua, y mis brazos eran demasiado torpes para aquellos peces tan escurridizos. ¡Con lo fácil que me resultaba todo antes de aquella mañana!

El hambre creció en mi estómago, y mucho, y para cuando el sol estuvo en todo lo alto del cielo me sentía agotado, hambriento y bastante desesperado. Me tumbé a recuperar el aliento debajo de una palmera cercana, y dejé que los rayos de sol que se filtraban a través de sus hojas me calentaran, pues el agua me había dejado helado. No sé qué me llevó a hacerlo, pero supongo que estar tanto rato boca arriba mirando la luz del sol y mi perdido azul hizo que me fijara en las hojas de la palmera. Eran grandes, y con mis manos podría manejarlas... Me levanté, y como pude trepé por el tronco. ¿Os lo imaginais? ¡Yo, que siempre había llegado a las ramas de los árboles de un salto y un batir de alas, trepando por el tronco! Añadí algunos cardenales más a mis piernas y mi trasero, pero al fin logré encaramarme a la copa de la palmera y hacerme con un par de aquellas ramas llenas de hojas. También se me cayeron algunos cocos al suelo, y al bajar vi que uno se había abierto y estaba lleno de agua. Tenía sed, y el agua del río bajaba un poco sucia, así que probé suerte con aquel agua del coco. Era agradable al paladar, y además me quitó la sed. La pulpa blanca de dentro también tenía buen sabor, pero después de comerme aquel coco me había cansado de ella, y volví a mi plan.

Me acerqué al agua con una de las ramas de la palmera, una grande y rígida, y la sumergí en el agua. Los peces se confiaron y se pusieron a nadar por encima de donde había puesto la rama... Y entonces tiré para arriba. La primera vez fallé. La segunda fallé. La tercera fallé. La cuarta fallé. La quinta vez saqué un pez del agua, igual que con mi pico los sacaba antes. Mientras comía aquel pez, me sentí aliviado al saber que mi pico y mis alas no las necesitaría para sobrevivir.

No sé cuánto tiempo viví en aquel codo del río, pero no debieron ser muchos días. Pronto se me acabaron los cocos, y los peces escaseaban, así que decidí viajar río arriba. Siempre me han gustado las montañas, quedan cerca del cielo y en ellas nacen los ríos y, aunque hace frío, hay abundancia de comida. Río arriba encontré algunas bayas que ya conocía cuando podía volar, así que pude aumentar mi dieta. De vez en cuando tenía que cambiar mis ramas de palmera, pues se rompían más a menudo de lo que me hubiera gustado, y si quería comer peces las necesitaba. No tardé mucho en ser tan hábil con aquella herramienta como lo había sido con mi pico.

Poco a poco empecé a dejar de mirar a mi querido azul, y a vivir en la tierra tanto de hecho como de alma. No os confundais, aún hoy echo en falta mis alas, pero la vida en la tierra no era tan mala. Más tranquila, más lenta, sin un batir de alas constante que te lleva de aquí a allí, sino un lento caminar que te lleva a través de bosques y ríos. A medida que caminaba río arriba, pasaba el tiempo, y pronto el terreno empezó a hacerse más abrupto.

Recuerdo una tarde en que oí algo que se movía cerca de donde estaba. Era un animal gordo, peludo, que escarbaba en la tierra en busca de raíces y de insectos para comer. He comido de eso alguna vez, y la verdad es que tienen bastante mal sabor. Prefiero otros manjares, ciertamente. El caso es que aquella bestia, que conoceis por el nombre de jabalí, estaba allí, completamente ingorante de mi presencia. Con cuidado me acerqué a observarla, y pensé que si lo pudiese pescar como a los peces, su carne me duraría una semana. Así que empecé a pensar.

Esta es una de las cosas más curiosas de ser humano. Esto de pensar. Cuando tenía mis alas, no recuerdo haberlo hecho. Todo era mucho más sencillo, se limitaba al momento, a responder al hambre, o al antojo de subir más allá de las nubes. Sí, era inocente, pero también limitado. Con aquella carpa dorada perdí mis plumas, pero gané otras cosas. No supe verlas entonces, pero ya estaban allí, conmigo.

Me aparté del animal, y busqué una piedra bien puntiaguda. Como no encontré ninguna, cogí dos y las golpeé hasta romper una y darle punta. Arranqué una rama de un árbol, y para sujetar la piedra usé hiedras que reptaban por el tronco de un árbol. Así sujeté aquel pincho a algo fuerte y pesado... Y regresé donde estaba el jabalí. Oh, el jabalí no huyó. Entonces, aún no sabían lo que era un hombre, y no me tenía miedo. Pero cuando notó mi lanza clavándose en su costado, chilló como poseído. Su sangre me salpicó, y era mucho más caliente que la de cualquier pez que jamás hubiera comido. Mi boca se llenaba de saliva a medida que clavaba la lanza en el jabalí una y otra vez, hasta que murió.

Recuerdo que su piel era gruesa, no como la de los peces. Usé aquella punta de lanza, y poco a poco separé la carne de la piel y el hueso, y comí. Y como pensé, una semana pude comer del animal antes que su sabor se tornó desagradable y tuve que dejar los restos a los carroñeros.

Ahí viví, sí, y mucho tiempo. No sé cuánto tiempo. Sabía cazar, sabía recolectar y sabía pescar. Lo tenía todo. No sé si era feliz, pues aún no pensaba en aquellos términos, pero supongo que fueron buenos tiempos. Entonces ella apareció.

No sé de dónde salió, pero una mañana vi a una figura de piel rosada como la mía cerca del río. Se parecía a mi reflejo en las aguas calmadas, pero tenía unos bultos grotescos en el pecho, y le faltaba lo de en medio. Realmente, comprendí lo que tenía delante al momento: era otro como yo, aunque diferente. Cuando me vio acercarme, su sorpresa fue tan grande como la mía. No estoy seguro de lo que sucedió, pero creo que fue el instinto lo que tomó el control de nosotros, y en aquel recodo del bosque junto al río nos apareamos. No volví a verla tras aquello. Ya me iba bien, de todos modos aquel era mi lugar para cazar, y no quería competidores.

Y aquí he vivido desde entonces.

- Y disculpe si le pregunto, señor...

- Adán. Mi nombre es Adán.

- Bien, señor Adán. ¿Cómo entonces puede hablar nuestra lengua?

- ¿Lengua? ¡Ah! Sí, bien, desde que me comí aquella carpa roja que más o menos entiendo lo que dicen los animales. Entenderles a ustedes es, sin embargo, curioso. Su... Habla, como la llaman... Me recuerda mucho a mis pensamientos: más elaborados que los de los animales.

- Y dice que ha vivido aquí desde entonces. ¿Cuánto tiempo es eso?

- A ver... Cinco, seis... Sí, unos... Treinta mil inviernos.

- ¿Y somos los primeros seres humanos que encuentra desde hace tanto tiempo?

- Oh, no, ni mucho menos, pero sí los primeros que tratan de ocupar mi territorio. He sido muy amable contándoles mi historia, tal y como me habían pedido, y si me hacen el favor, deberían marcharse de mi territorio. Me espantan los animales con sus monstruos.

- Se llaman excavadoras y grúas, y no son monstruos, créame.

- Lo que sea. He vivido siempre aquí. Ahora márchense.

Los dos hombres se apartaron al fin de Adán, y se fueron a hablar a un lado. Poco después, uno de ellos regresaba junto al indignado hombre desnudo y le disparaba a bocajarro, causándole la muerte al momento cuando una de las balas entró por su frente.

- Menudo idiota... ¿De veras se cree que nos tragaremos esas paparruchadas? ¡Vamos! ¡Que alguien se deshaga de este fiambre, que hay mucho que talar si queremos cubrir el cupo de madera de este mes!

El hombre regresó al lado de su compañero, que miraba al cadáver de manera despreocupada.

- Menudo tío... ¿De veras creía que nos tragaríamos todas esas gilipolleces? Mira que decir que es Adán... ¡Además, Adán nació de una costilla!

- ¿Realmente crees en esas cosas?

- No, pero tampoco me creo que el hombre venga del mono.

- Menudo eres... ¿Te imaginas a la iglesia predicando que Adán era un pájaro que se comió a un pez?

- Sería raro, sí