lunes, octubre 24, 2005

Un cadáver en la biblioteca

No recordaba ocasión mejor para desempolvar mis instintos escritores desde el certamen de la biblioteca de mi pueblo. Leyendo las bases del concurso, me di cuenta que realmente me apetecía participar. Y no sólo eso, además quería ganar el concurso de relatos de terror. Quería demostrarme a mi mismo que, pese a los años pasados, aún conservaba parte de aquella chispa que me hizo lograr premios en tantos certámenes de escritura juvenil, y que luego las juergas, los estudios y otras distracciones propias de mi post-adolescencia hicieron que relegara a un muy segundo plano.

La biblioteca de la universidad de filosofía quedaba cerca de mi facultad. Yo estudiaba matemáticas, disciplina alejada del mundo de las letras, pero mi gran pasión. Desde pequeño, me fascinó la matemática del mundo en todos sus aspectos, incluso cuando ésta se manifestaba en la literatura. Recuerdo el éxtasis de componer mis primeros poemas de rigurosa cuenta silábica y rítmica, y el orgullo que devanarme los sesos con ellos me procuró.

En cualquier caso, tenía añoranza de mis otros viejos talentos. La universidad se enfocaba demasiado en las matemáticas, y no dejaba lugar para que otras cosas que antes me placían pudiesen surgir como antaño. Cuando cayó en mis manos el tríptico del concurso, el hechizo fue inmediato.

Ni me di cuenta que había llegado a la facultad de filosofía. Iba en ocasiones, pues era un sitio tranquilo donde comer, y su biblioteca era sin duda uno de mis lugares favoritos para estudiar. Eso era por la sala de butacas de cuero rodeadas de libros, donde poder sentarse a leer cómodamente rodeado de ese olor de sabiduría que desprende el papel viejo.

Quería ganar, y eso no sería fácil sin una buena fuente de inspiración. Improvisar un relato no sería el camino al triunfo, y pese a mi excitación por volver a escribir tanto tiempo después, mi mente matemática sabía que 2 no llega sino tras 1, y yo partía de 0. Necesitaba mi 1, mi inspiración, para llegar a 2, mi relato ganador.

Subí las escaleras de la biblioteca, y di una vuelta entre los estantes hacia las butacas. Busqué algo que leer, y pensé que la metamorfosis de Kafka sería una buena opción. Era un libro del que había oido hablar siempre, pero en mi pereza jamás había cogido. Tras buscar un rato, al fin encontré varias copias en un estante, y con una en mano me fui a leerlo al sofá. Quería hacer una historia de miedo psicológico, de algo que estuviese en la cabeza del protagonista y lo afectase sutilmente, enviándolo a una espiral de paranoia que lo lanzase al más puro terror.

Sí, mi idea era ambiciosa.

Me senté en uno de los butacones de cuero, que ya hubiese querido para mi. Abrí el libro, y empecé a leer. Las primeras páginas me resultaron densas y algo desalentadoras. Me estaba costando entender lo que el autor pretendía explicar, y cuanto más leía más se alejaba mi cabeza de mi idea inicial. Tras la vigésima página, cerré el libro concluyendo que aquello no era lo que buscaba, y que había errado el tiro con esa fuente de inspiración.

Bajé al lavabo, y tras lavarme un poco la cara y despejarme, regresé a la biblioteca. Empecé a buscar entre los estantes, buscando algún título que llamase mi atención. Algo que fuera mínimamente motivador para poder crear mi relato ganador.

Llevaba más de media hora mirando libros cuando un título captó mi atención: Un cadáver en la biblioteca. Lo saqué de su sitio, entre obras de filosofía medieval, y me fui hacia las butacas. El librito era apenas una cuartilla de cincuenta páginas, así que no me llevaría mucho rato leerla.

Las primeras páginas trataban de algunas ideas extrañas para mi. Hablaba de un monje copista que ansiaba crear obras originales a la altura de Aristóteles, de Séneca... Ansiaba crear, y no sólo eso, pues ansiaba ser un grande recordado como los sabios de antaño. Desesperado porque sus primeros relatos fueron malos, incluso a sus ojos, buscó y buscó en su biblioteca algo que le ayudase a ser un grande. Desesperado, leyó libros y libros, ingentes cantidades de páginas manuscritas. Pero cuanto más leía, más se desesperaba porque más se daba cuenta que sería incapaz de crear nada a la altura de su ambición.

Tras eso, el relato se deformaba de manera extraña. Empecé a darme cuenta que en realidad, aquel libro era relato del propio monje del que hablaba, y contaba cómo en su búsqueda empezó a leer fuentes oscuras, nefandas y malignas.

La última página me absorbió por completo. No recuerdo qué puso el monje, pero su odio hacia sí mismo y su incapacidad creativa quedó condensado de tal manera en aquellas líneas, que sólo leyéndolo me tensé. Mis músculos estaban agarrotados de la expectación que levantaba en mi el relato. Mis ojos eran incapaces de pestañear. Mis labios musitaban aquellas palabras. Lo leí, lo releí, lo volví a leer...

Y sólo cuando la sangre que salía de mis sienes me dijo que algo iba mal, me detuve. En su odio a sí mismo por ser incapaz de crear nada que superase a los grandes maestros, aquel monje había creado un conjuro aterrador. Me atrapó, como quién sabe a cuántos antes de a mi, y me obcecó tanto que mi cuerpo no resistió aquel embiste. Al fin entendí el título al tiempo que mis brazos caían sobre la butaca y el libro reboaba hasta hallar el suelo. Mientras mi vista se nublaba, me di cuenta de todo.

Un cadáver en la biblioteca. Sí, ese era yo, sentado en la butaca de cuero.