sábado, marzo 12, 2005

El banquete de Bodas

Este es el relato de ficción que he preparado para introducir el manual del juego "Alejandro Magno: el Juego de Rol para Jugar la Historia". Es posible que me haya colado con el hecho histórico, pues no estoy seguro si Alejandro contrajo matrimonio con Roxana en la boda múltiple que hubo con 80 de sus capitanes y hombres de pro, o en aquella ocasión él contrajo matrimonio con otra esposa. En cualquier caso, y a falta de verificarlo, este es el relato tal y como me ha salido esta tarde. En él, vemos a un Alejandro al final de su viaje, ya cansado pero que ante él tiene nuevas metas, y repasa mentalmente lo que le ha sucedido, lo que ha aprendido y lo que va a hacer con su vida. Pocos meses más tarde, Alejandro morirá de enfermedad.

Roxana se acercó a su marido con un gesto grácil y gentil, y Alejandro sonrió complacido. Portaba entre sus manos un cuenco con fruta fresca y jugosa, y se recostó junto a él como le habían enseñado a hacerlo sus maestras. Alejandro ni se inmutó, y mientras ella empezaba a darle granos de uva en la boca, él miró la fiesta a su alrededor.

Las bailarinas danzaban al son de la música en la gran sala del palacio, y aunque su danza era del agrado de Alejandro, no parecía serlo de muchos de los presentes. Aquello era un banquete de bodas, pero algo fallaba en el ambiente. Alejandro sabía muy bien cuál era el problema.

Roxana abrió un higo del cuenco, y trató con él de obtener atención de su esposo, pero no la consiguió. Él se limitó a abrir la boca y comer sin más aquel dulce fruto de los jardines reales de palacio. Sus ojos no estaban por ella, sino clavados en la enorme estancia, escrutando los rostros de sus hombres. Y de sus nuevas esposas. Roxana conocía a muchas de aquellas mujeres, pues había compartido su niñez con muchas de ellas. Eran princesas, hijas de los más nobles hombres de su país, desposadas por decreto del gran conquistador. Sin duda, un esfuerzo loable por unir Oriente con Occidente. Pero había demasiada sangre derramada por medio, demasiado rencor de la conquista pasada.

Alejandro rechazó el último pedazo de higo que le ofreció Roxana, y se levantó de su tumbona. Cogió la copa de oro en la que había estado bebiendo toda la noche, pero estaba vacía. Nuevamente vacía. Necesitaba más vino. Miró a su alrededor, y se dio cuenta que la dulce bebida empezaba a notársele en el caminar, pues por un momento se tambaleó mareado. Pero no le importaba. Al fin y al cabo, él era un dios hecho hombre. ¿Qué importaba estar ebrio o sereno al hijo de Zeus – Amón? Él, que había logrado someter todo el mundo conocido. Él, al que los sacerdotes de los dioses veneraban como hijo de éstos. Qué lejos quedaban aquellos días de inocente niñez, con su viejo maestro aleccionándolo a él y sus compañeros en las artes, en la guerra, en la vida...

Un sirviente se acercó con una jarra de plata llena de vino, y tras arrodillarse ante Alejandro le ofreció más bebida. Con gesto descuidado, él acercó la copa, y pocos momentos después volvía a haber vino en ella. El vino de aquella gente era una porquería, de modo que para el banquete de bodas había hecho traer desde Grecia vino suficiente para emborrachar a toda la tropa. Su paladar agradeció la calidez del sol de su hogar deslizándose por su garganta, trayéndole recuerdos de su juventud, de los días anteriores a la grandeza de la conquista, a la devastación de la guerra. A todo lo que le había hecho Magno a ojos de sus súbditos y vasallos.

Alejandro se acercó a la tumbona en que se hallaba su buen Hefestión. Con un gesto de la mano, hizo apartar a la esposa de éste, y se tumbó en su lugar junto a su compañero de siempre. Hefestión giró la cabeza y miró con gesto cansado a su señor.

- ¿Cómo están los hombres? – preguntó Alejandro a Hefestión.

Hefestión miró a la sala, y tras unos segundos de silencio, le respondió:

- Míralos tú mismo, Alejandro. Esta boda no es una buena idea. Ven en los rostros de estas esposas que les has dado a los enemigos con los que han luchado durante años. Verán en los hijos que tengan con ellas los mismos rostros que desollaron las gargantas de tantos y tan buenos amigos...

Hefestión no dijo nada que Alejandro no supiese. Aquella boda multitudinaria había sido su idea, y seguía pensando que incluso aunque no les gustara, era necesaria. Había demasiado odio, demasiado rencor entre conquistadores y vencidos. Si no creaba lazos de sangre con ellos, su imperio se desmoronaría.

- La guerra ha acabado, amigo mío. Compartir lecho con estas rameras es el último sacrificio que pido a mis hombres. No creo que sea nada que no hayan hecho ya.

Hefestión suspiró, y miró a Alejandro.

- No es lo mismo. Con otras no tenían que casarse, ni preocuparse de tener hijos con ellas por mandato de su rey. Mírales los rostros. ¿Cuántos crees que se quedarán esta noche con sus esposas? Ni siquiera a estas horas, borrachos como están, con todas las bailarinas y artistas que has traido para animar el banquete, esto parece un banquete de bodas.

Era cierto. Alejandor había vivido demasiadas celebraciones por la victoria en el campamento o en palacios ajenos como para ser ciego a lo que sucedía. Aquella fiesta era apática, por muchas luces y adornos que le hubiese puesto. Un mal presagio. Si su plan de unir la sangre de los vencidos para acabar con las largas rivalidades comenzaba de aquel modo, mal comenzaba.

Pero él era un dios. Incluso las doce hazañas de Heracles palidecían ante su fulgor. No podía estar equivocado. Había visto con sus propios ojos el odio al conquistador de un pueblo vencido, y lo que aquello conllevaba, cuando había liberado Egipto de los persas. Cómo extrañaba aquellos días a la sombra de las pirámides, cuando le coronaron faraón, cuando lo reconocieron como hijo de Amón... Fue de ellos de quién aprendió a tratar bien a los derrotados, a respetarlos. Así se lo había enseñado el viejo Aristóteles también. Al fin y al cabo, los perros comen de la mano del amo que los trata bien, y tratan de robar la comida del amo que los maltrata.

Y Alejandro no era como el cobarde de Darío, el emperador de Persa que huyó del campo de batalla en dos ocasiones dejando a sus hombres merced de la muerte y la esclavitud. El triste rival que una vez consideró su reto, luego su igual... Y que a la hora de la verdad resultó ser una simple ilusión, una estafa. Él y los que lo precedieron trataron de dominar a los pueblos que sometieron por las armas, y el resultado había sido desastroso. Pero Alejandro era diferente. Sí, él era diferente. Y conocía el modo. Si sus hombres no lo comprendían esa noche, lo harían a la siguiente. O a la otra. Aquellas bodas eran necesarias.

Alejandro levantó la copa, y se tambaleó por un momento. La música cesó, las bailarinas dejaron de bailar, y toda el salón de banquetes de palacio enmudeció para escuchar a su rey. Con gesto solemne, Alejandro preparó un discurso improvisado a sus hombres. Si lograba que lo entendieran esa noche, entonces los malos presagios que planeaban sobre aquella boda desaparecerían. Bajó la copa, y la llevó junto a su pecho al hablar.

- Esta noche... – empezó -. Esta noche celebramos la unión del Nuevo Imperio. Sé que algunos no estais contentos con esta boda. Sé que algunos aborreceis esta boda. Pero antes de nada, quiero que recordeis algo. Recordad cómo hace años, en Egipto nos recibieron como libertadores. Cómo los persas tuvieron que esconderse o someterse ante nuestra llegada. Cómo aquel pueblo, sometido por la fuerza, no tuvo ni un poco de compasión por sus conquistadores incluso tras ser dominados durante largos años.

La sala hizo el silencio. Todas las miradas estaban centradas en él. Alejandro se sintió, una vez más, señor de sus hombres. Como el señor que habla a sus soldados antes de la batalla. Siempre había tenido facilidad para tratar con ellos.

- Pero nosotros somos diferentes. Nosotros unimos el mundo, y con nosotros ha llegado la paz. Pero al contrario que los persas, sabemos que la paz no todos la comprenden. Sólo si somos los primeros en estar dispuestos a mezclarnos, a compartir con nuestros súbditos nuestra bonanza, sólo así el dolor y el odio que sienten por sus parientes muertos en batalla a nuestras manos desaparecerá. No dejemos una semilla para el rencor que cueste dolor a nuestros hijos, a las futuras generaciones. Dejemos un legado que perdure, para que un día puedan mirar atrás y nos vean con orgullo.

Por un momento, Alejandro se dio cuenta que había tocado la fibra sensible de sus hombres.¿Cuántos habían quedado atrás? ¿Cuántos ya no estaban con ellos? Demasiados...

- Hagámoslo pues. Aceptemos no con enfado, ni furia ni resignación nuestro cometido. Tan grande es la paz que se gana destruyendo al enemigo como la que se crea evitando que los tuyos deseen tu mal. Ya no quedan enemigos por derrotar. El mundo se nos quedó pequeño hace tiempo, y ya no hay lugar para ellos. Es hora de darle sentido a nuestras victorias.

Alejandro alzó la copa, y exclamó con fuerza:

- ¡Por los caídos, y por nuestros hijos!

Al unísono, la sala entera clamó y bebió. Alejandro se sintió bien consigo mismo, y tras beber regresó al lado de Hefestión. La música empezó de nuevo, y las bailarinas recomenzaron su danza. Al recostarse, Hefestión le dijo al oido:

- Bonitas palabras, pero harán falta más que bonitas palabras para que esto funcione. Y deberías dar ejemplo. Roxana está sola.

Nada dijo Alejandro en respuesta. Apuró su copa, se levantó y se admiró de su capacidad de hablar bien a sus hombres incluso ebrio. Eran las ventajas de la divinidad, pensó. Miró los negros ojos de Roxana, y se acercó a su tumbona. Y tras tenderle la mano, ella se levantó y juntos abandonaron el salón.

El banquete de bodas había terminado.